¿Por qué a veces se agrava la mano de Dios sobre nosotros? ¿Por qué nos suceden tantas contrariedades, dolores y angustias? ¿Es que Dios no nos perdona nuestros pecados, luego de haberlos nosotros confesado?

Cuando un hombre se acerca a Dios con un corazón contrito, y pone fe en la preciosa sangre de Jesús, Dios perdona sus pecados para siempre. Sus pecados no son más recordados (Romanos 4:7). Él alcanza la bienaventuranza del perdón eterno.

Luego, una vez que ese hombre ya es salvo, seguramente va a seguir, aunque le pese, cometiendo pecados. No será en él un hábito, como antes, pero, sin duda, pecará. En tal caso, necesitará cada vez confesar su pecado y recibir el perdón de Dios. Este es el perdón que está tipificado en la figura de la vaca alazana (Números 19). Como allí puede verse, el sacrificio de esa vaca no satisfacía la necesidad del momento, sino las necesidades futuras del pecador. Los pecados que se habrían de cometer tenían también provisión de perdón por la acción de las cenizas de la vaca alazana.

Así, cada vez que un cristiano peca, no necesita que se efectúe un nuevo sacrificio de Cristo por los pecados, sino que basta con echar mano al único y perfecto sacrificio que Él ya realizó de una vez y para siempre por todos nuestros pecados. (Hebreos 10:11-14;18). Si él confiesa su pecado, puede acogerse al perdón por la preciosa sangre y a la intercesión del Abogado celestial (1ª Juan 2:1). Entonces, su pecado es perdonado, definitivamente.

La mano disciplinaria de Dios

Todos los pecados le pueden ser perdonados a los hijos de Dios, porque hay abundante provisión en la preciosa sangre de Cristo para ellos. Dios nos perdona si confesamos nuestros pecados, pero no podemos evitar que nos discipline como consecuencia de esos pecados. Aunque al confesar, nuestra comunión con Él se restaure, muchas veces su firme mano de gobierno se posa sobre nosotros.

Independientemente del perdón que es concedido en gracia por la virtud de la sangre de Jesús, Dios tiene un trato particular con cada uno de sus siervos, según el cual Él mismo se reserva el derecho de disciplinarlos.

Se cosecha lo que se siembra

Hay un principio establecido por Dios que está vigente para toda criatura, no sólo para los hijos de Dios. En un cristiano, sin embargo, reviste aun mayor importancia, porque un error en esta materia puede manchar permanentemente su testimonio delante de los hombres.

“Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.” (Gál.6:7). Un pecado o un descuido en cierta área de nuestra vida, puede traer como consecuencia una tragedia en esa misma área. Por ejemplo, un pecado de rebelión contra Dios, provocará rebelión entre los que están bajo nuestra jurisdicción. O bien, un pecado moral, puede provocar una cosecha de la misma índole en alguno de quienes están bajo nuestra área de responsabilidad. Es imposible evitar las consecuencias de lo que hacemos.

Moisés

Moisés era un hombre admirable. Por el quebrantamiento de su alma, por los abundantes y efectivos tratos de Dios, había llegado a ser el varón más manso que pisaba la tierra. (Núm.12:3). Sin embargo, en Números 20 le hallamos pecando gravemente contra la santidad de Dios.

Cuando el pueblo pidió agua, Dios le ordenó a Moisés que tomara la vara en su mano, que reuniera a la congregación y hablara a la peña a vista de ellos, y les diera así a beber de su agua. La congregación se reunió delante de la peña. Todos estaban expectantes. Entonces Moisés dijo: “¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?” Y alzó Moisés su mano y golpeó la peña con su vara dos veces. De la peña salieron muchas aguas …

Entonces el Señor dijo a Moisés y Aarón: “Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado” (Números 20:10-12). Para entender el enojo de Dios y su juicio sobre Moisés y Aarón, debemos considerar dos cosas: la peña y la vara. En 1ª Corintios 10:4 dice: “Y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo”. La peña era Cristo, herido por nosotros.

En lo concerniente a la vara, recordemos que ésta no era la vara de autoridad y del poder de Moisés, sino que era la de Aarón, que había florecido y dado fruto delante del tabernáculo. La vara de Moisés ya había golpeado la roca una sola vez, y era suficiente. En Exodo 17 se hace expresa referencia a la vara con que Moisés había herido el río (Moisés 17:5-6; 7:20). Aquella vez, cuando Moisés golpeó el río con la vara, las aguas se convirtieron en sangre. Esa misma vara debió herir la peña que era Cristo, para que el agua de vida llegase hasta nosotros. Aquí hay un tipo de Cristo herido por nuestra causa, por la mano de Dios en juicio.

Esta acción de golpear a Cristo debía hacerse una sola vez, y Moisés ya lo había hecho en Exodo 17. Cristo fue herido una sola vez, y fue suficiente para expiar los pecados de los hombres (ver Romanos 6:9,10; Heb.9:26-28; 1 Pedro 3:18). No podía ser herido dos veces, como no puede haber una repetición de Su muerte. En esto se equivocó gravemente Moisés. Esta segunda vez se le dijo que le hablara a la peña, simplemente. Estando ya cumplida la obra expiatoria de Cristo, bastaba que se derramara el agua de vida (representación del Espíritu Santo) por medio de la palabra de fe.

Moisés usó su vara (v.11); si hubiese usado la vara florecida del santuario, no habría podido golpear la peña. La gracia se hubiese derramado con sólo hablar. Moisés no obedeció la orden de Dios, y no santificó al Señor. El pueblo había aprendido a asociar íntimamente a Moisés con Dios. Lo que Moisés decía era lo que Dios decía. Lo que Moisés hacía era lo que Dios hacía. Ahora, su gesto violento, sus palabras duras, mostraban al pueblo una forma de ser y de actuar que no correspondía con la de Dios. Dios debió santificarse en sus siervos: ellos no entrarían a la Tierra Prometida. El castigo por el pecado de Moisés y Aarón debía santificar al Señor delante de la conciencia de los israelitas presentes frente a la peña. ¿No habían sido violentas sus palabras?

¿No había Moisés mostrado a Dios, que es santo y paciente, como si fuese un Dios irascible? La mano de gobierno de Dios cayó sobre sus siervos. Y cuando ella cae, nadie puede escapar. Ellos pudieron seguir ministrando hasta su muerte, pero no vieron cumplido su deseo de entrar a Canaán.

El caso de David

El caso del rey David es también muy aclarador a este respecto. En 2 Samuel capítulo 11 hallamos que David cometió dos peañade algunas cosas. Le dice que no se habría de apartar nunca la espada de su casa por cuanto había menospreciado al Señor tomando a la esposa de Urías (2 Sam.12:10), que, por haber hecho blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que venía en camino moriría (v.14), y que haría levantar el mal de su misma casa y que sus mujeres serían vejadas públicamente (vs.11-12).

¿No había Dios perdonado el pecado de David? Sí, lo había perdonado, pero la disciplina de Dios comenzó su efecto en él, la firme mano de gobierno de Dios le alcanzó. Esta mano de gobierno no se habría de apartar de David aun hasta después de su muerte, porque las guerras y disensiones habrían de alcanzar a toda su descendencia.

En cumplimiento de las palabras del Señor dichas por medio de Natán, el niño nacido de la relación ilícita enfermó y murió. Más tarde su hijo Amnón fue asesinado, y Absalón se rebeló, humillando a las mujeres de su padre en el propio palacio real ¡a plena luz del día!

Debemos humillarnos bajo su mano poderosa

Puede ser que después de algunos pecados aparentemente no haya disciplina. La restauración de la comunión llegará, feliz, luego del perdón de esos pecados. Pero de pronto algo ocurrirá. Algo en las circunstancias, en la vida personal o en la familia del cristiano, un dolor agudo, una desgracia fatal le alcanzará: la firme mano de gobierno de Dios se ha movido hacia él.

Si la firme mano de gobierno de Dios nos alcanza, ¿qué hacer? ¿nos rebelaremos? ¿nos quejaremos de que hay injusticia en Dios? No. Dios es justo, y sus caminos son limpios. Lo único que conviene hacer es humillarse bajo la poderosa mano de Dios, y esperar pacientemente a que ella se retire.

Algunas de estas desgracias que nos alcanzan por causa de la mano disciplinaria de Dios puede que se retiren prontamente, pero habrá de pronto otras que no se retirarán jamás. Serán una marca, una huella indeleble que nos recordará cuán rebeldes y obstinados hemos sido, cuán injustamente nos hemos conducido, y cuán poco hemos agradado a Dios. Tales señales, diseminadas en nuestra carrera de vida, serán ante nuestra conciencia testimonios de nuestros grandes fracasos, de los mayores dolores, pero también serán un vívido testimonio de las mayores ocasiones de aprendizaje que hemos tenido delante de Dios.

Si nosotros, en nuestra presunción, rechazamos la firme mano de gobierno de Dios, más problemas encontraremos. En vez de levantarse su mano prontamente, se detendrá por muchos días, hasta que nuestro corazón experimente un quebrantamiento, hasta que la dureza que provocó su movimiento quede al descubierto, y lleguemos a abominar de nosotros mismos. Más vale reconocer que si estamos en tal desmedrada y lastimosa situación no es porque Dios haya sido severo con nosotros, sino que es porque nosotros creamos las condiciones para ello. Fuimos nosotros y no Dios quienes sembramos una semilla maleada, cuyo fruto de muerte hemos cosechado.

Otro caso

El pecado de Israel luego del informe de los espías (Números 13-14) hizo moverse también la firme mano de gobierno de Dios hacia ellos. Luego de recibir el informe de los espías de manera tan desastrosa, ellos fueron perdonados; no fueron destruidos en el acto por ese pecado de incredulidad; todavía el maná siguió cayendo sobre ellos días tras día, y la nube les seguía protegiéndolos de día y guiándolos de noche. La misericordia de Dios no se apartó de ellos. ¡Habían sido perdonados! Pero –salvo Josué y Caleb– sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto, y no fueron ellos quienes entraron en la tierra, sino sus hijos.

No sabemos cuándo caerá

Nuestra mayor preocupación debe ser obedecer al Señor. Nuestra consigna debe ser el temor a la mano disciplinaria de Dios. Ello nos guardará de pecar desaprensivamente, nos librará de un andar liviano y de un hablar frívolo, y de provocar, como consecuencia, el movimiento de su mano fuerte hacia nosotros.

No sabemos cuándo ella puede caer sobre nosotros. Puede ser que Dios nos deje sin disciplina aun cuando nos rebelemos una y otra vez, pero de pronto su mano quizá se mueva. O puede ser que, en otra ocasión, se mueva a la primera vez que pecamos de una determinada manera. No hay manera de saberlo. Dios tiene sus formas de obrar con cada uno de sus siervos, y Él sabe cuándo y cómo proceder con cada uno.

No obstante, hemos de aceptar, cualquiera fuere el caso, que nuestro Dios es sabio y que Él nos ama. Y que su mano no nos destruirá.

Debemos obedecer al Señor y rogar que nos guarde de caer en su mano disciplinaria. Si aun no hemos caído bajo su mano, debemos esforzarnos por evitarla; si estamos debajo de ella, no procuremos zafarnos. En cada caso, es nuestra mejor (en realidad, única) opción.

Seamos benignos

Mateo 18:23-35 nos muestra cómo Dios puede castigar a un cristiano si éste no tiene un corazón perdonador y benigno para con su hermano. Dios desea que, tal como Él nos perdonó, nosotros perdonemos a nuestro hermano. Si no lo hacemos así, podemos caer también bajo la firme mano de gobierno de Dios.

El amo de la parábola, al ver que el siervo había procedido con estrechez de corazón para con su consiervo, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda que tenía con él. Así, Dios disciplina a los hijos que no quieren perdonar de la manera como ellos fueron perdonados.

Aun más. No sólo debemos ser generosos en perdonar; debemos también de abstenernos de criticar o hablar mal de otros. Esto, no sólo porque es malo de por sí, sino porque, además, puede traer sobre nosotros el mismo mal que pronunciamos sobre otros.

Lo que decimos de otros puede volverse en contra de nosotros mismos. Hemos de evitar las palabras duras contra los demás.

Muchas palabras salen de nuestra boca ligeramente, y traen después una cosecha de muerte. Debemos apartarnos de frivolidades y de conversaciones vanas. Debemos ser piadosos. Seamos comprensivos, indulgentes y magnánimos con los demás. Si procedemos así, tal vez podamos evitar que la firme mano de gobierno de Dios se pose sobre nosotros.

A su debido tiempo

1ª Pedro 5:6 dice: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo”. La mano de la que se habla aquí es la de la disciplina. Cuando estamos bajo ella, debemos, simplemente, humillarnos. Cualquier otra actitud agravará su mano.

Humillarnos significa obedecer y esperar. Significa aceptar sin quejarnos el oprobio, la deshonra y el dolor que puedan sobrevenirnos. Esto, por supuesto, no es una demanda a nuestra capacidad, como si nosotros pudiésemos cumplirla. En esto, como en todas las cosas, hemos de orar al Señor por socorro, para que la gracia del Señor nos capacite y nos sostenga.

Luego, “a su debido tiempo” la firme mano de gobierno de Dios será levantada. Volveremos a ser libres, pero esta vez, habrá en nosotros un valor agregado: habremos aprendido un poco más de nosotros, de nuestra defección e insuficiencia, y un poco más de la forma como Dios nos trata. Estaremos un poco más maduros y más mansos; seremos más benignos y más santos. La disciplina de Dios habrá cumplido su propósito: participaremos de su santidad, y llevaremos su fruto apacible de justicia (Hebreos 12:10-11).