Cada pasaje de las Sagradas Escrituras tiene su propia grandeza; no obstante, hay capítulos que destacan por sobre los demás por lo que apelan al corazón humano.

Mateo capítulo 5

Este capítulo no puede ser considerado separadamente de los capítulos 6 y 7, que para nuestra fortuna serán tratados después. Los tres capítulos constituyen el gran Manifiesto del Reino, tal como lo expuso nuestro Señor a sus primeros discípulos.

Se hace necesario que, primero, y en forma muy breve, demos una mirada al manifiesto en general. Comienza con un prólogo (versículos 1 y 2 del capítulo 5); sigue luego el manifiesto propiamente dicho (5:3-7:27); y termina con un epílogo (7:28-29).

El Manifiesto es una exposición de principios básicos (5:3-20); un código completo de leyes (5:21-6:34); y una serie de aplicaciones finales (7:1-27) . En el capítulo que estamos considerando están incluidos el prólogo, los principios básicos y la primera parte del código de leyes.

Prólogo

El prólogo reviste una importancia especial, ya que es la clave para comprender todo lo que le sigue; nos revela la ocasión en la cual el Manifiesto fue proclamado y el método que nuestro Señor adoptó, indicándonos así el valor de todo lo que viene después.

La frase: «Viendo la multitud» (Mat. 5:1), nos habla de la ocasión, y para entenderla, es necesario leer los últimos tres versículos del capítulo anterior.

«Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y se difundió su fama por toda Siria; y le trajeron todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos; y los sanó. Y le siguió mucha gente de Galilea, de Decápolis, de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán» (Mat. 4:23:25).

Este pasaje menciona las multitudes que por este tiempo seguían y apremiaban a Jesús, las cuales habían venido de todos los alrededores de la región.

El espectáculo que esas multitudes ofrecían fue lo que le impulsó a actuar. Los versículos 1 y 2 nos describen el método que Jesús usó: «Subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba».

El término «les» no se refiere a las multitudes, sino a los discípulos. No cabe duda que las gentes lo rodearon y escucharon, como lo revela el epílogo al decir: «Y cuando terminó Jesús estas palabras, la gente se admiraba de su doctrina» (7:28).

Mas él no se estaba dirigiendo tanto a la muchedumbre, como a sus discípulos; pero podemos decir que todo lo que dijo a sus discípulos fue en interés de las multitudes; ellas estaban en su corazón.

Más tarde leemos que «al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas» (Mat. 9:36). Siempre la tuvo, y fue a causa de esa compasión que él llamó a sus discípulos de entre la multitud, y les habló.

Principios básicos del Reino

Estos discípulos se habían sometido a Su majestad, pero hasta aquí, no les había especificado las leyes del Reino, ni conocían las demandas que Su autoridad les impondría. En este Manifiesto, entonces, les reveló, primero, los principios fundamentales de Su obra, enunciando las aplicaciones de tales principios en un código de leyes.

Tales principios y leyes deben gobernar toda la vida humana, si es que ésta ha de resolver sus problemas, y alcanzar paz duradera. La primera necesidad de la obediencia es sumisión al Rey; y por lo tanto, a aquellos que así se sometieron, él les entregó Su Manifiesto.

Llegamos ahora a la parte de los principios básicos del Reino (versículos 3 al 20); y resumiendo, diremos que, primero, en una serie de bienaventuranzas, Jesús reveló la supremacía del carácter en su Reino (versículos 3-12); después, la intención del carácter, es decir, su influencia sobre los demás (vers. 13-16); y finalmente, insistió sobre la necesidad de la ley (vers. 17-20).

Las bienaventuranzas

Es sorprendente que, cuando el Rey enunció los principios y las leyes del reino de Dios, tocó la nota tónica del pensamiento y del propósito divino, desde la primera palabra que salió de sus labios: «Bienaventurados». Tal es el propósito de Dios para la humanidad. Se pudo haber traducido con perfecta exactitud, «felices,» en vez de «bienaventurados»; pues realmente, tomando ambos términos como los usamos el día de hoy, el sentido de cada uno de ellos está incluido en el término que nuestro Señor empleó. La palabra «bienaventurados» sugiere la idea de un estado; mientras que la palabra «felices» describe un sentimiento interior.

Examinando las Bienaventuranzas, vemos que sus ideas revolucionan por completo todo el pensamiento humano.

Ninguna de las bienaventuranzas tiene relación con la posesión de cosas materiales. Siempre me interesó revisar las Listas de Honor que se usan en este país. Durante mi adolescencia y mi juventud encontré que los honores se conferían mayormente a personas que tenían posesiones.

La guerra cambió totalmente el motivo para otorgarlos, y se tomaron entonces como base los servicios prestados o la ejecución de determinados actos. Ya el motivo era superior, se había ascendido de nivel.

Pero en las Bienaventuranzas no encontramos ningún honor conferido a hombre alguno por algún servicio o por algún acto realizado. Por lo tanto, los secretos de la dicha no están ni en las posesiones ni en la ejecución de ciertas acciones, sino en todo aquello que emana del carácter, y esto es fundamental en el reino de Dios.

Propósito del carácter

Lo que se nos dice después, es que el carácter tiene un propósito definido, es decir, la influencia que el carácter es capaz de ejercer. En la medida en que los creyentes se aproximen al carácter revelado en las Bienaventuranzas, así ejercerán su influencia en el mundo.

La naturaleza de tal influencia fue revelada en dos figuras de lenguaje: la sal y la luz. La sal es aséptica, es decir, tiene valor, no porque sea capaz de curar la corrupción, sino porque previene su propagación; es éste el primer efecto de la influencia ejercida por aquellos que tienen un carácter como el aquí descrito.

Pero la influencia es también semejante a aquella que proyecta la luz, y nuestro Señor se valió de dos ilustraciones para mostrarnos el valor que la luz tiene; la primera, la de la ciudad asentada sobre un monte, que indica la iluminación de grandes extensiones; y la segunda, la de la lámpara que se enciende dentro de la casa, para indicar la iluminación de lo cercano y lo inmediato.

La necesidad de la ley

La última parte de la enunciación de principios insiste sobre la necesidad de la ley. Jesús dijo que no había venido a abolir la ley o los profetas, sino a cumplirlos. En relación con ello, expresó: «Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (5:20).

Así, colocando su sello sobre la autoridad del pasado, declaró que muy lejos de abrogar cualquiera exigencia ética en él contenida, estaba demandando que se cumpliera con creces todo el contenido de la ley y de los profetas. El apóstol Pablo se encargó más tarde de ilustrar el significado de lo que Jesús quiso decir, cuando echando una mirada retrospectiva a los días en que su vida estuvo totalmente condicionada por la ley y por los profetas, declaró que en cuanto a la justicia que es en la ley, él era irreprensible; y luego agregó que todo eso lo tenía como pérdida, como algo sin valor, ahora que había entrado en relación con Cristo.

Enunciación de las leyes

Todo lo anterior nos conduce a la enunciación definida de las leyes, en las cuales encontramos una interpretación de la justicia que se cumple con creces. En el resto de este capítulo están las leyes de las relaciones terrenales, y en el capítulo 6 las leyes de las relaciones celestiales.

Un hecho muy notable es  el de la brevedad de este Código. Tomando en conjunto el resto del capítulo 5 y el capítulo 6, apenas suman 62 versículos; sin embargo, no hay ninguna fase o condición de la vida humana en lo individual, en lo social y en lo nacional, que no esté condicionada por estas leyes. La maravilla de tal hecho se comprende mejor cuando pensamos en todas las leyes que consigna la Constitución de Inglaterra, las cuales resultarían innecesarias si los hombres las sustituyeran por estos 62 versículos del Nuevo Testamento.

Pero yo os digo…

Recordemos que en estas leyes está sellada la autoridad del Antiguo Testamento, pero que al mismo tiempo la interpretan, ensanchándola. Las primeras palabras son: «Oísteis que fue dicho a los antiguos» (5:21). Algunas versiones traducen: «Fue dicho por los antiguos». El cambio es realmente vital. Las cosas mencionadas no fueron dichas por Moisés, sino a Moisés; su autoridad fue divina.

La majestad del Rey se deja ver en que, aun cuando reconoce la divinidad de la autoridad de la ley dada a Moisés, agrega: «Pero yo os digo» (5:22). Además, nada de lo que él dijo abroga el pasado, sino que da tal interpretación a la intención divina, que no puede quebrantarse en lo más mínimo la vieja ley, ya que los centros inspiradores de la vida están ahora condicionados. Estas palabras del Rey no pueden ser leídas sin sentir el corazón lleno de temor y una sensación de desesperanza.

Dos leyes fundamentales

El examen de las leyes de relaciones terrenales será a grandes rasgos. Es interesante hacer notar que nuestro Señor no se refirió a los Diez Mandamientos, sino a solo dos de ellos; a los cuales agregó dos leyes más, tomadas ciertamente de la economía mosaica, pero no contenidas en el Decálogo. En los dos mandamientos a los cuales se refirió, reveló los fundamentos de la sociedad humana; y en las dos leyes fuera del Decálogo, reconoció los pilares de la misma; y luego lo concluyó todo, mostrando el secreto último de la constitución verdadera de dicha sociedad.

Las dos leyes que revelan los hechos fundamentales de la sociedad humana fueron dadas primero, por medio de una cita: «Oísteis que fue dicho a los antiguos, no matarás … Oísteis que fue dicho, no cometerás adulterio» (5:21, 27). Si se quebrantan estas leyes, la sociedad no puede mantenerse unida; si se observan, entonces ésta puede edificarse; la primera de ellas es individual, y la segunda tiene sentido social.

  1. La santidad personal

En la primera, que prohíbe el asesinato, nuestro Señor procedió a interpretarla, diciendo: «Cualquiera que se enoje contra su hermano»; es decir, debe eliminarse el enojo. Tenemos otra ilustración clásica de lo mismo en la primera epístola de Pablo a los Corintios, cuando dice que «el amor no se irrita». Ambas ideas armonizan; la de Pablo, derivada de la de Jesús. El mandamiento es en el sentido de que no debe existir enojo contra un hermano; puede haber irritación contra el pecado, pero no contra el pecador, lo cual no es lo mismo.

Donde no hay enojo, no habrá posibilidad de insultar a nuestro hermano llamándole necio. Por lo tanto, la ética de Jesús demanda que los súbditos de su Reino sean hombres y mujeres de tal naturaleza, que el asesinato se haga imposible por la ausencia de enojo, de menosprecio y de insulto. De esta manera, la ley sobre la cual él puso su sello como una ley fundamental, es ley que reconoce la santidad de la personalidad humana, y el derecho de todo individuo a vivir libre de molestias de cualquier otro.

  1. La santidad en la familia

La siguiente ley enunciada fue: «No cometerás adulterio». Esta no fue dada solo para cuidado de la castidad personal. No quiero decir que no tenga esta aplicación, pero el pecado del adulterio nunca es pecado de un solo individuo; es pecado que destruye la familia, la cual constituye el primer círculo de Dios en la sociedad. La interpretación del Rey es de tal naturaleza, que hace este acto imposible, pues advierte que el secreto del mal reside en el deseo, y donde éste es resguardado, no puede exteriorizarse la acción que pudiera comprometer la santidad de la familia.

Las dos leyes citadas e interpretadas, constituyen así los verdaderos fundamentos de la sociedad humana; el primero, exigiendo el derecho que tiene todo individuo a vivir, y a vivir en plenitud; y el segundo, insistiendo en el mantenimiento de la pureza de las relaciones matrimoniales en interés de la familia. Y aquí nuestro Señor declaró que es preferible la mutilación de cualquiera de los miembros de nuestro cuerpo, antes que la violación de la ley.

Verdad y justicia

Si los mandamientos anteriores son los fundamentos de la sociedad, hay dos leyes que constituyen sus pilares; la primera de ellas la citó el Señor, no del Decálogo, sino de las otras leyes mosaicas: «Además habéis oído que fue dicho a los antiguos: No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus juramentos» (v. 33). Él hizo hincapié en esta ley, diciendo: «No juréis en ninguna manera», agregando que el cielo es el trono de Dios y la tierra el estrado de sus pies.

El primer pilar de la sociedad, entonces, es la verdad en toda su sencillez, la cual no necesita que se le dé importancia por forma alguna de juramento. El conocimiento de Dios, sea en el cielo o en la tierra, o en la personalidad humana, producirá verdad interior, y en consecuencia, la manera cómo nos expresemos estará caracterizada por la sencillez de nuestro dicho. Todos sabemos del valor de la sencillez en el hablar, aun cuando no siempre podemos practicarla. Cuando alguien dice, tratando de convencer a otro: «Te juro que así es», lo único que hace es despertar la duda. El juramento siempre implica la posibilidad del engaño.

De nuevo tenemos una cita de las leyes mosaicas: «Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente» (v. 38). Esta ley demanda justicia estricta, la cual es el segundo pilar para la edificación de la sociedad. El Rey interpretó de una manera notable esta ley, cuando afirmó que, para que haya realmente justicia estricta, debe seguirse la conducta de la no resistencia personal. Y para hacer más clara la idea, se valió de una ilustración llena de poesía, pero muy práctica: si un hombre toma mi ropa, debo dejarle también mi capa; si me obliga a ir con él una milla, debo ir con él dos.

De pronto, uno se pregunta si tales cosas representan la justicia estricta; pero, considerémoslas. Si la justicia exige la ropa, se cumple con la exigencia si también se da la capa; si la justicia demanda que vaya una milla, ciertamente que he cumplido su demanda si camino dos. En cada caso, el superávit sobre la justicia estricta asegura su cumplimiento, acerca del cual no puede existir ninguna duda.

Es necesario recordar, en relación con lo antes dicho, que éstas son las leyes del Reino; es decir, que solo tienen aplicación en medio de aquellos que se han sometido al reinado de Cristo. El aplicarlas sin distinción a los rebeldes puede servir para estimular aquello que no es verdadero.

La última parte nos revela el gran secreto para mantener en seguridad a la sociedad así fundada y edificada. La cita que usó Jesús fue tomada del código de leyes de Moisés no incluidas en el Decálogo: «Oísteis que fue dicho: amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo» (v. 43).

Conclusión

En el Reino, donde la justicia se cumple con creces, queda prohibido el odio, y el amor se convierte en algo supremo; ha de ser manifestado aún para los enemigos. La oración ha de elevarse por aquellos que nos persiguen, y los parabienes han de prodigarse independientemente del mérito. Todo esto, porque los súbditos del Reino han de manifestar el carácter y la conducta del Dios «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos» (v. 45). El amor nunca se deja gobernar por calculadora prevención; cuando la sociedad esté completamente dominada por el amor, todos sus problemas serán resueltos.

La consideración de estas leyes de relaciones terrenales, provoca en nosotros, si somos perfectamente honrados, un efecto único – el de nuestro sentido de impotencia. Si esto es todo lo que el Rey tiene que decirme, admito la perfección del ideal, pero encuentro que éste me condena por mi fracaso. ¿Tiene Él algo más que decir? Sí, lo tiene; y ello veremos en los capítulos que siguen.

De Los Grandes Capítulos de la Biblia.