Las limitaciones de la ciencia en su intento por explicar la fe cristiana.

La ciencia por definición reconoce como conocimiento solo aquello que puede definir experimentalmente. Subyace a esta propuesta metodológica el sistema filosófico denominado Naturalismo, el cual excluye la existencia objetiva de todo lo sobrenatural, y solo reconoce como conocimiento científico lo determinado por su propio método. Con él realiza investigaciones en las más diversas áreas de las ciencias naturales, pero también se inmiscuye en otras, como por ejemplo, la que aborda la denominada neuroteología (una rama de la neurociencia), que trata de explicar las expresiones espirituales humanas y sus intereses religiosos.

Por supuesto que los resultados de estas últimas realidades no se interpretan en un contexto sobrenatural, sino que solo se traduce a los pará-metros físicos y químicos, medibles en el ámbito naturalista.

El reduccionismo de la neurociencia

La neuroteología afirma que los fenómenos religiosos son solo respuestas aprendidas a partir de determinados estímulos condicionados. Aseguran que la fe se explica solo por la activación de un grupo de neuronas en cierta parte del cerebro, producto de determinadas reacciones bioquímicas.

Es evidente que esta nueva ciencia (la neuroteología) nunca podrá entender la espiritualidad humana, porque antes de realizar una determinada investigación, acepta como única realidad lo que existe en el mundo material, y niega de antemano otras realidades distintas de las materiales. Ello hace que la neuroteología sea una ciencia metodológicamente reduccionista, al señalar que la espiritualidad humana se puede explicar solo desde la química.

Es cierto que los procesos bioquímicos de activación de neuronas en los fenómenos religiosos describen una realidad, pero ello nada dice acerca de la realidad última de esos fenómenos. Se trata solo de la descripción de un mecanismo, y los mecanismos nunca podrán explicar el por qué (las causas originales que generan el fenómeno), sino solo explican el cómo (el proceso de cómo ocurre ese fenómeno).

Esto se puede entender mejor con el siguiente ejemplo: Si en un país de Latinoamérica un grupo de aficionados al fútbol se reúne frente a un televisor gigante a mirar el partido final de un mundial, trasmitido en directo desde Europa, a ninguno de ellos se le ocurriría pensar que es el propio aparato con sus circuitos integrados el que genera el evento que están viendo. A todos los espectadores les queda claro que ese es un fenómeno real que está ocurriendo a miles de kilómetros de distancia, y el televisor nada puede atribuirse de tal fenómeno sino solo dar una descripción del mismo, por medio de la señal electrónica en forma de colores y movimiento.

Las señales espirituales que relacionan a una persona con Dios cuando ésta se encuentra orando, por ejemplo, son efectivamente descritas por medio de ciertas neuronas que se activan, lo que se puede reconocer por medio de un scanner al cerebro, pero esta reacción neuronal no puede decir absolutamente nada acerca del prodigioso fenómeno que está ocurriendo, y que se enmarca fuera del ámbito material.

Efectivamente, la ciencia ha hecho de la materia y las fuerzas de la naturaleza su única materia de estudio. Ello es así porque su metodología no le permite estudiar lo que está más allá de la materia. Lo inmaterial, lo sobrenatural, necesariamente trasciende sus dominios.

Pero son pocos los científicos que reconocen estos límites de la ciencia. Lo cierto es que la mayor parte de ellos son metodológicamente reduccionistas, cuando niegan a priori la espiritualidad humana, e intentan explicar la fe de los creyentes solo por medio de procesos químicos ocurridos en el cerebro.

Sin embargo, la ciencia, históricamente, ha utilizado la fe en su modo de operar y ha existido gracias a una espiritualidad importada de la cosmovisión judeocristiana.

La fe de la ciencia

Considerando lo expresado en los párrafos previos, hablar del espíritu y la fe de la ciencia resulta casi una abominación, si se piensa desde la cosmovisión materialista. Sin embargo, no cabe negar a priori lo que resulta un misterio para la ciencia, simplemente porque ésta no lo puede investigar.

Afortunadamente, existen científicos que logran reconocer este problema. Es el caso del conocido antropólogo y escritor científico norteamericano Loren Eiseley, quien afirmó que la ciencia no puede contestar todos los misterios de la existencia, reconociendo por tanto los límites que ésta tiene1.

Pero Eiseley fue más allá, y en su libro El siglo de Darwin, señala que el origen de la ciencia moderna nació de «el mero acto de fe en que el universo poseía orden y que las mentes racionales podrían interpretarlo».

Comenta Eiseley que los investigadores se enfrentaban con un universo racional, ordenado por leyes precisas, teniendo en su fuero íntimo la convicción de que existía control por parte de un Creador. Y luego agrega: «Es una de las paradojas más singulares de la historia el que la ciencia, que profesionalmente tiene poco que ver con la fe, debe sus orígenes a un acto de fe en el que el universo puede ser interpretado racionalmente, y la ciencia actual se sostiene en esa suposición».

A una conclusión similar llegó Albert Einstein, la que plasmó en una frase genial: «Lo más incompresible del universo es que sea comprensible». Efectivamente, es inconcebible un nivel de orden tan fino en el universo, si no proviene de una causa, de un propósito, el que es además Omnipotente, considerando el perfecto funcionamiento de un inmensurable universo. Es por ello que el salmista escribió: «Los cielos proclaman la gloria de Dios, y la expansión (universo) anuncia la obra de sus manos (Sal. 19:1, LBLA)2.

La naturaleza y su extraordinario orden intrínseco es reconocida como «bueno» y «muy bueno» por la Escritura bíblica (Gén. 1:10, 12, 18, 21, 25, 31), pero nunca la señala como una deidad, sino como parte de la creación de Dios.

El espíritu de la ciencia

Los escritores e investigadores Pearcey y Thaxton, en un interesante libro titulado El Espíritu de la Ciencia3, concluyen que lo que motivó el desarrollo continuo y multidisciplinario de la ciencia moderna, con sus inicios en la Europa medieval, fue la cosmovisión cristiana del mundo. Antes de ello, el desarrollo científico fue discontinuo y en muy pocas áreas.

A similar conclusión llega el conocido matemático y filósofo inglés Alfred North Whitehead en su libro La Ciencia y el Mundo Moderno4. North Whitehead menciona el surgimiento de una «mentalidad científica», en el contexto de una cosmovisión cristiana, la que habría favorecido una actitud creciente de búsqueda de conocimiento científico en la Europa del siglo XVII.

El resurgimiento del cristianismo en Europa por medio de la reforma protestante, activó fuertemente la visión de que la naturaleza y el universo están sujetos a la acción soberana de un Dios Todopoderoso que no cambia y, por tanto, éstos deben estar regidos por leyes y principios altamente regulares, los que pueden ser investigados.

A partir de aquí se deriva el concepto de ley física, acuñado por grandes científicos y filósofos cristianos como Johannes Kepler, Isaac Newton y René Descartes. Este concepto quedó claramente forjado en sus publicaciones del siglo XVII.

En este mismo sentido, el historiador Carl Becker (1932)5, estableció que la idea de ley de la naturaleza no provino de las observaciones científicas, sino que derivó del espíritu creacionista que inspiró el surgimiento de la ciencia moderna. Por tanto, esta importante noción de leyes naturales (las cuales empezaba a descubrir la ciencia), no resultó a partir de la experiencia científica, sino que provino desde el espíritu que la inspiraba, desde la creencia en el mundo creado y gobernado por el Dios Creador y Sustentador que señala la Biblia.

Lo más importante no es material

No cabe duda que la ciencia ha realizado grandes aportes a la humanidad en las áreas tecnológicas y médicas, entre otras. Pero es necesario hacer la diferencia entre la verdadera ciencia y el naturalismo metafísico disfrazado de ciencia, el que asegura que solo existen como entidad explicativa las leyes de la naturaleza.

Esta sesgada visión, unida al materialismo, reduce al ser humano solo a genes (genética molecular) y cerebro (neurociencia). No hay lugar para el alma o el espíritu. La biología actual vive una suerte de encantamiento con el desarrollo de estas ciencias, en donde el ADN, molécula portadora de las instrucciones genéticas usadas en el desarrollo y funcionamiento de los seres vivos, se ha convertido en una entidad altamente poderosa.

Sin embargo, desde las mismas filas de las ciencias se está llamando a reconocer que ciertas realidades fundamentales no son observables directamente. El físico teórico Paul Davies, en su libro Dios y la Nueva Física6 escribe: «Ninguna de las partículas subatómicas es realmente partícula en el sentido corriente del término». ¿Por qué? Porque la ciencia ha comprobado que a nivel atómico, la materia está principalmente hecha de vacío.

Existen enormes espacios entre protones, electrones y demás partículas atómicas. Pero, además, se ha comprobado que las partículas materiales no existen por sí mismas, sino que su existencia se debe a los efectos que las originan. A estos efectos, la física les llama campos (campo electromagnético, campo gravita-torio, campo protónico, campo electrónico). En consecuencia, los elementos materiales que vemos y palpamos no serían más que distintos campos que interactúan entre sí. En el fondo es el espíritu de la materia, lo esencial.

En el área de la biología ha ocurrido lo mismo. Los miles de experimentos realizados para tratar de explicar el origen de la vida a partir de la química, por más de medio siglo, han fracasado una y otra vez. La vida usa materiales químicos, pero en el fondo no es química.

La ciencia de la Biosemiótica señala hoy día que la esencia de la vida no es materia química ni tampoco energía; afirma que la vida es básicamente información codificada7. Si la vida no es materia ni energía, no sirve la aplicación de las leyes naturales. El punto entonces, es que esta nueva ciencia nos saca del ámbito físico y químico, y nos lleva a un ámbito no material, aquel que es responsable del origen del control simbólico que está en los códigos de los genes. Se han de buscar por tanto otras respuestas, fuera del ámbito materialista y fisicalista.

El significado de la vida

Marcello Barbieri, uno de los científicos líderes de la nueva ciencia de la Biosemiótica, afirma en uno de sus artículos: «Desafortunadamente la biología moderna ha aceptado el concepto de información (genética en el ADN), pero no el concepto de significado, y esto es equivalente a decir que la información genética es real pero no lo es el código genético»8.

La queja de Barbieri acerca de que la ciencia no quiere reconocer el concepto de significado en el ADN tiene mucho sentido. Efectivamente, no puede encajar en una cosmovisión naturalista y materialista de la ciencia, el hecho de que el código genético esté escrito con información inmaterial, el que además revela significado. Esto les llevaría a reconocer directamente una acción sobrenatural creadora, como la descrita en la Biblia.

Pero así como efectivamente hay significado en el código genético del ser humano, su vida misma tiene un profundo significado, el cual, al no ser encontrado, provoca un gran vacío existencial y emocional. Todo ser humano en alguna etapa de su vida se hace estas preguntas existenciales que dan sentido a su vida: ¿Quién soy? (la necesidad de identidad); ¿Por qué estoy aquí? (la necesidad de propósito); ¿Hacia dónde voy? (la necesidad de esperanza).

En el libro bíblico de Eclesiastés se relata magistralmente este vacío existencial del ser humano cuando no tiene a Dios, señalándolo como «vanidad de vanidades» o vacío de vacíos (Eclesiastés 2:11, 17). El ateísmo, las riquezas, el poder, los distintos logros personales, no llenan las necesidades más profundas del ser humano. Sin Dios, el sentido de la vida se convierte en un sinsentido. Si vinimos a la vida por azar (evolución biológica), entonces no hay propósito.

Sin embargo, el ser humano busca con afán llenar ese vacío existencial con distintas cosas, pero solo consigue una tranquilidad momentánea; son solo calmantes. El vacío profundo de su alma vuelve a aflorar, una y otra vez. Las grandes crisis personales, el encuentro con la muerte de un ser querido, y el duelo posterior, o la propia cercanía a la muerte, hacen resonar fuertemente estas preguntas fundamentales, ¿por qué? ¿para qué? ¿qué sentido tiene? El vacío existencial genera pesimismo, escepticismo, desesperanza.

Conocidos escritores y filósofos lo han dejado por escrito. Albert Camus señaló: «La vida no tiene sentido y no vale la pena vivirla» (El Mito de Sísifo, 1996). Jean Paul Sartre, en su obra La Náusea (1938), declaró: «Venimos de la nada, existimos sin justificación alguna y terminaremos en la nada. Hemos sido arrojados a la existencia, y del mismo modo seremos arrojados a la muerte».

El ser humano tiene sed de eternidad, de trascendencia, de inmortalidad. Esto suele reflejarse equivocadamente en la idea de reencarnación que profesan algunas religiones orientales, las que se fundamentan en un concepto cíclico del devenir humano y la naturaleza. La propuesta del Cristianismo no es cíclica, sino lineal; tiene un principio y un fin, lo que se explica muy claramente en el texto bíblico, desde Génesis hasta Apocalipsis.

Gran parte del mundo científico, anclado en el naturalismo y reduccionismo metodológico, solo ha mirado una cara del complejo prisma que es la realidad humana, a pesar de que el notable surgimiento de la ciencia moderna ha estado sustentado en concepciones sobrenaturales creacionistas. Pero, además de la faceta biológica, el ser humano tiene faceta moral, emocional y espiritual. Y es esta última faceta la que sufre un enorme vacío existencial y desesperanza cuando recibe respuestas equivocadas a sus profundas necesidades de sentido.

Solo en Dios, el ser humano encuentra el verdadero sentido a su existencia. Solo Dios y su Palabra nos explican de dónde venimos, por qué estamos aquí y hacia dónde vamos. Esto llena el vacío existencial, le da sentido a la vida, y también esperanza acerca de lo que viene después. Por ello, el salmista manifiesta tan claramente que: «En Dios solamente está acallada mi alma» (Sal. 62:1, RV 1960)9.

Literatura citada

  1. Eiseley Loren. 1961. Darwin’s Century. Evolution and the men who discovered it. Garden City, New York. Anchor, pág. 62.
  2. LBLA. La Biblia de las Américas.
  3. Pearcey N. & B. Thaxton. 1994. The Soul of Science. Crossway Books
  4. North Whitehead A. 1964. Science and the Modern World (Publicado originalmente en 1925).
  5. Becker, C. 1932. The Heavenly City of the Eighteenth-Century Philosophers. New Haven: Yale University Press, 132 pp.
  6. Davies, P. 1988, Dios y la nueva física, Salvat, Barcelona.
  7. Barbieri M. 2008. Biosemiotics: a new understanding of life. Naturwissenschaften, 95:577–599.
  8. Barbieri M. 2013. The Paradigms of Biology. Biosemiotics, 6:33-59.
  9. Biblia Reina Valera, 1960.