El poder de las tinieblas burlado y quebrantado por la fe de un puñado de jóvenes creyentes.

– ¿Por qué es que ninguno de ustedes quiere creer?- preguntó el joven Li Kuo-ching a la  escasa concurrencia que les oía predicar el evangelio esa mañana.

La contestación surgió en seguida de uno de los circunstantes:

– Tenemos un dios, Ta-wang (que quiere decir «Gran Rey»), y nunca nos ha fallado. Es un verdadero dios.

– ¿Cómo saben ustedes que pueden confiar en él? –  preguntó Li.

– Hemos celebrado la procesión todos los eneros desde hace 286 años. El día indicado se nos revela por adivinación, y cada año sin excepción su día ha sido perfecto, sin lluvia ni nube – fue la respuesta.

– ¿En qué día corresponde hacer la procesión este año? – insistió Li.

– Está fijado para el día 11 a los 8 de la mañana.

– Bien – contestó impulsivamente el joven de apenas dieciséis años de edad – Les prometo que lloverá el día 11.

En seguida hubo un alboroto entre la concurrencia, y dijeron:

– ¡Basta! No queremos escuchar más prédica. Si llueve el 11, ¡vuestro Dios es Dios!

Jóvenes misioneros

La escena ocurre en el pueblo de Mei-hua, China, en enero de 1925. La comitiva de jóvenes cristianos chinos había decidido aprovechar los festejos de Año Nuevo, que en la China se prolongan por unos quince días para predicar el evangelio en Mei-hua y sus alrededores.

El grupo estaba a cargo de Nee To Sheng, de 22 años, y estaba compuesto por siete jóvenes, el menor de los cuales, Li Kuo-chin se había incorporado a última hora. La comitiva evangelística esperaba cubrir en 15 días Mei-hua y toda la comarca.

Li Kuo-chin, el impetuoso joven que había desafiado al dios Ta-wang, se había convertido hacía poco a Jesucristo luego de ser expulsado de su Colegio. Pese a ser muy nuevo en la fe, ya se podía apreciar un verdadero cambio en su vida. Cuando propuso acompañar a los hermanos a la evangelización, To Sheng dudó un poco, pero al ver el gran entusiasmo del joven y el deseo que tenía de acompañarlos, consintió en llevarlo.

Mei-hua era un pueblo bastante grande; tenía unas seis mil casas. To Sheng había escrito con anticipación a un ex compañero de colegio, ahora Director de la Escuela, pidiéndole alojamiento para unos quince días. Sin embargo, cuando llegaron en la oscuridad de la noche, sabiendo que iban para predicar el Evangelio, rehusó alojarlos. Los jóvenes siguieron buscando entre la población algún lugar donde posar, y al fin un herborista se compadeció de ellos y los albergó, permitiéndoles dormir en su altillo, haciendo sus camas de tablas y paja.

La gran encrucijada

Durante los primeros dos días de las  festividades, los pescadores y granjeros del pueblo estaban ocupados con los acostumbrados festejos ruidosos: visitas ceremoniales, comidas vegetarianas, culto a los antepasados, juegos de azar, exhibición de fuegos artificiales y obra de caridad. Al cuarto día daban ofrendas a los múltiples dioses de sus hogares. Así que estaban demasiado ocupados para escuchar.

Aunque los jóvenes predicadores trabajaron arduamente esos primeros días, y los pobladores eran muy corteses, el único fruto era el anfitrión.

A esa altura ya se preguntaban cuál podría ser la causa.

El 9 de enero habían salido nuevamente a predicar. Hablando el hermano Li, y algunos otros, en uno de los barrios del pueblo, fue que hizo de repente a la concurrencia la pregunta que desató la embarazosa situación en que ahora se encontraban.

To Sheng se encontraba en otra parte de la villa cuando esto ocurrió, y al enterarse, se dio cuenta de que era algo muy serio.

Rápidamente se difundió la noticia, y muy pronto más de veinte mil personas sabían del asunto. ¿Qué hacer? Dejaron en seguida de predicar y se dedicaron a la oración. Pidieron al Señor que los perdonara si se habían extralimitado. Ellos oraban muy seriamente. ¿Qué habían hecho? ¿Se habían equivocado, o podían pedir a Dios un milagro?

A ellos no les importaba ser echados de la isla, si habían hecho algo malo. Sabían que no podían obligar a Dios a participar en algo que no fuera su voluntad. No obstante, eso resultaría en el fin del testimonio del Evangelio en la comarca, y el dios Ta-wang seguiría en su lugar. ¿Qué tenían que hacer? ¿Deberían irse y dejar que Ta-wang, ese rey grande, gobernara?

Refugiados en el altillo para buscar del Señor una respuesta, To Sheng recibió esta palabra: «¿Dónde está el Dios de Elías?».

La palabra vino con tanta claridad y poder, que supo que provenía de Dios. Entonces, con confianza dijo a los hermanos:

– Tengo la respuesta. El Señor va a mandar lluvia el día 11.

Juntos le agradecieron al Señor, y llenos de alabanza, salieron -los siete- a contar a todos. Podían ahora aceptar el reto del diablo en el Nombre del Señor, y no tenían miedo de proclamar su confianza.

La espera de la fe

Esa noche el herborista hizo dos observaciones.

– Sin duda –dijo– Ta-wang es un dios poderoso: el demonio está con ese ídolo y la fe de esa gente no carece de fundamento. Pero también, si buscamos una explicación humana, debemos recordar que todo este pueblo se dedica a la pesca. Los hombres pasan dos o tres meses en alta mar ocupados pescando, y el día 15 van a salir otra vez. Ellos son los más indicados, por su experiencia, para saber cuándo no va a llover, aun con una anticipación de dos o tres días.

Esto turbó un poco a los jóvenes misioneros, y a la hora de la oración esa noche, todos pidieron que lloviera en seguida. Pero en lugar de lluvia, vino una fuerte reprensión del Señor: «¿Dónde está el Dios de Elías?». ¿Habían de luchar ellos, o descansarían en la victoria ganada por Cristo? ¿Qué había hecho Eliseo cuando exclamó esas palabras? Había reclamado que se cumpliera en su propia experiencia el mismo milagro que había hecho Elías, el que ya estaba en gloria. En palabras propias del Nuevo Testamento, Eliseo se había afirmado, por la fe, en la obra terminada. Confesaron de nuevo su pecado.

– Señor –dijeron– no necesitamos la lluvia hasta la mañana del día 11.

Al día siguiente (el 10), fueron a una isla cercana para anunciar las Buenas Nuevas. El Señor les acompañó y ese día tres familias se convirtieron, confesando a Cristo públicamente y quemando sus ídolos. Volvieron a la posada tarde, cansados pero gozosos. Durmieron confiadamente hasta tarde el día siguiente.

La primera victoria

To Sheng se despertó viendo los rayos del sol penetrando por la única ventana del altillo.

– ¡Pero esto no es lluvia! – dijo.

Ya eran las siete. Se levantó, y, arrodillándose, oró:

– Señor, te ruego que, por favor, mandes la lluvia.

Pero nuevamente vinieron a su mente las palabras: «¿Dónde está el Dios de Elías?». Humillado, bajó a la planta baja en silencio ante Dios. Se sentaron a la mesa para el desayuno -eran ocho en total, con el dueño de casa-, todos muy callados.

No se veía nube en el cielo, pero sabían que Dios se había comprometido. Al inclinar las cabezas para dar gracias por la comida, To Sheng dijo:

– Creo que la hora ha llegado, la lluvia tiene que venir. Podemos referirlo al Señor.

Tranquilamente lo hicieron, y esta vez vino la respuesta, sin son de reprensión. Antes de expresar el «amén», oyeron las primeras gotas que caían sobre el tejado. Mientras comían el plato de arroz y se les servía el segundo, lloviznaba.

– Demos gracias – dijo To Sheng, y esta vez pidieron a Dios una lluvia más intensa. Al comer el segundo plato, llovía a cántaros. Cuando concluyeron el desayuno, las calles estaban ya inundadas y los tres escalones a la entrada de la casa estaban cubiertos.

Pronto supieron lo que había ocurrido en el pueblo. Al caer las primeras gotas, algunos de los más jóvenes empezaron a decir abiertamente: «Hay Dios. No hay más Ta-wang. La lluvia le impide salir.»

Pero no fue así. Lo sacaron en su silla de manos, con la esperanza que él haría cesar la lluvia. Fue entonces cuando empezó a llover más intensamente. Luego de pocos pasos, tres de los portadores tropezaron y cayeron. Cayó la silla, y con ella, Ta-wang, fracturándose la mandíbula y el brazo izquierdo. Porfiados, hicieron algunas reparaciones de emergencia y le volvieron a la silla. Entre resbalones y tropezones lo condujeron la mitad del camino alrededor del pueblo. Finalmente, el agua los venció.

Algunos de los ancianos del pueblo, hombres de 60 a 80 años de edad, sin sombreros ni paraguas, como lo exigía la fe en el buen tiempo de Ta-wang, habían caído y estaban maltrechos. La procesión fue suspendida y el ídolo conducido a una casa.

La segunda victoria

Sin embargo, los adivinadores no se conformaron con esta derrota. Dieron la siguiente explicación:

– Este no es el día. El festival es para el 14, y la procesión, a las 6 de la tarde.

Tan pronto como lo oyeron los jóvenes cristianos, tuvieron la seguridad de que Dios enviaría lluvia a la hora indicada. Se entregaron a la oración:

– Señor, envíanos lluvia el día 14 a las 6 de la tarde, y que tengamos hasta entonces cuatro días de buen tiempo.

Esa tarde el cielo se limpió y hubo una concurrencia atenta en las reuniones de predicación. El Señor les dio treinta convertidos en el pueblo y en la comarca durante esos 3 días. El día 14 se presentó hermoso y tuvieron buenas reuniones. Al acercarse la noche se juntaron y, nuevamente, a la hora establecida presentaron el caso tranquilamente ante el Señor. Su respuesta vino sin un minuto de atraso y, tal como antes, con lluvia torrencial e inundación.

Retorno

Al día siguiente se cumplió el plazo y los jóvenes misioneros tuvieron que regresar, porque los que estaban empleados tenían que volver a su trabajo.  Con el tiempo, una misión que trabajaba en la zona se hizo cargo de cuidar de los convertidos.

Ellos no pudieron volver a ir a ese lugar, pero lo interesante es que el poder de Satanás en ese ídolo fue destruido, y eso es lo que vale a la luz de la eternidad. Ta-wang ya no era más ‘un dios poderoso’. La salvación de almas seguiría, pero eso no era sino el resultado de aquella verdad eterna y vital.

Esta experiencia dejó en los jóvenes una impresión imborrable. Dios se había comprometido y ellos habían gustado la autoridad de ese Nombre que es sobre todo Nombre – el Nombre que ejerce poder en los cielos, en la tierra y en el infierno.

En esos pocos días supieron lo que es estar, como suele decirse, ‘en el centro de la voluntad de Dios’. Esas palabras no eran ya vagas y difusas: describían una experiencia que ellos mismos habían atravesado.

Años más tarde, To Sheng se encontró con el hermano Li. No lo había visto por mucho tiempo y, entretanto, había ingresado como piloto de aviación. Al preguntarle si todavía seguía al Señor, le dijo:

– Hermano To Sheng, ¿piensa usted que después de cuanto experimentamos, me sería posible apartarme del Señor?