Al igual que ayer, en tiempos de los profetas de Israel, hoy Dios sigue clamando por hombres que se pongan en la brecha delante de Él, a favor de los hombres.

Hay una urgente necesidad de Dios hoy en día sobre la tierra: Dios necesita intercesores. Dos pasajes de los profetas grafican exactamente esta necesidad de Dios.

«El pueblo de la tierra usaba de opresión y cometía robo, al afligido y menesteroso hacía violencia, y al extranjero oprimía sin derecho. Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé. Por tanto, derramé sobre ellos mi ira» (Ezequiel 22:29-31 a)

«Y el derecho se retiró, y la justicia se puso lejos; porque la verdad tropezó en la plaza, y la equidad no pudo venir. Y la verdad fue detenida, y el que se apartó del mal fue puesto en prisión; y lo vio Jehová, y desagradó a sus ojos, porque pereció el derecho. Y vio que no había hombre, y se maravilló que no hubiera quien se interpusiese …» (Isaías 59:14-16 a).

La situación actual es similar a la de Israel en tiempos de estos profetas. La maldad imperaba, la justicia y la verdad eran permanentemente burladas. ¿Qué necesita Dios en tiempos como estos? Hombres que se pongan delante de Dios a favor de los hombres para interceder por ellos.

El ministerio sacerdotal

Todo sacerdote es tomado de entre los hombres y constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere. En esto coinciden tanto Ezequiel (22:30) como Hebreos (5:1). Ezequiel dice: «a favor de la tierra», en tanto Hebreos dice: «a favor de los hombres».

De los pasajes citados, podemos deducir que los sacerdotes de Dios de hoy precisan conocer tres cosas para realizar su ministerio:

1. El estado de la cristiandad y del mundo actual.
2.  La apostasía de la cristiandad y el pecado del mundo necesariamente acarrearán juicio de Dios sobre ellos.
3. Que Dios espera que sus hijos intercedan, llenos de compasión, por la cristiandad y por el mundo.

Hay una verdad que subyace a todo lo anterior, y es que Dios ama al mundo. Los hombres sumidos en el pecado y la apostasía no alegran el corazón de Dios. Sus criaturas deberían tener un mejor destino que el que ellas se han procurado para sí mismos. ¿Quién conoce el dolor de Dios? ¿Quién es capaz de sentirlo y compartirlo?

Muchos hijos de Dios están muy conformes con ser ellos salvos, y con que los demás se pierdan. La triste suerte de los demás les tiene sin cuidado. Sus hijos están bien, su casa es cómoda; disfrutan de un buen trabajo. Sobre todo, disfrutan de la paz y del amor de Dios, y de la compañía y el afecto de sus hermanos. Todo está bien. El mundo (mejor, su mundo) marcha como debiera, ¿a qué preocuparse?

La ira de Dios no justifica la ira de los hijos de Dios

Cuando Dios está enojado con la humanidad rebelde, no espera que sus hijos se enojen también. Antes bien, Dios ve con buenos ojos que ellos se interpongan a favor de los hombres. No son los «Hijos del trueno» (Marcos 3:17; Lucas 9:52-56) lo que son aprobados por Dios, sino los que, llenos de compasión, interceden por ellos.

Cuando Juan y Jacobo quisieron hacer llover fuego del cielo sobre la aldea samaritana, el Señor les dijo: «Vosotros no sabéis de qué espíritu sois.» Sólo un espíritu extraño puede desear la destrucción de las gentes. La actitud de estos discípulos se alinea con la gran obra del diablo en este tiempo: acusar a los hijos de Dios. (Apocalipsis 12:10). El que acusa a los hijos de Dios es pariente cercano del quiere hacer llover fuego del cielo sobre los hombres.

En tiempos de Abraham, Dios tenía decidido destruir a Sodoma y a Gomorra. Su santidad había sido ofendida de tal manera que Él no podía tolerar más el pecado. La maldad de los hombres habían excedido todo punto de tolerancia. Entonces, Dios decide raer a esas ciudades de sobre la faz de la tierra.

Sin embargo, antes de hacerlo, Dios visita a Abraham, y le notifica lo que piensa hacer. Entonces Abraham, que conocía a Dios de verdad, intercede a favor de esas ciudades. Y la base de su argumentación es el carácter justo de Dios: «Lejos de ti el hacer tal, que hagas morir al justo con el impío, y que sea el justo tratado como el impío; nunca tal hagas. El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?» (Gén.18:25). Podían morir todos los habitantes de Sodoma y Gomorra, pero, por la intercesión de Abraham, estaba claro que ningún justo podía morir confundido entre los impíos. Por eso, Abraham fue llamado «amigo de Dios».

En tiempos de Moisés, Dios quiso destruir en más de una ocasión al pueblo de Israel en el desierto; sin embargo, Moisés estaba allí para impedirlo. (Exodo 32:31-32; Números 14: 11-20; 16:20-22; 44-48). Aunque esta expresión (en cursiva) parezca irreverente, es exacta. Dios mismo se suscitó a un Moisés para detener su propia ira. ¿No es maravilloso cómo el hombre puede colaborar con Dios, y cómo su voz y su acción son importantes para Dios?

Así también es hoy. Dios busca urgentemente hombres y mujeres que quieran ponerse en el vallado y hacer oír su voz delante del trono de Dios, para que los juicios de Dios se detengan todavía, y los hombres procedan al arrepentimiento.

La intercesión de Daniel y la reconstrucción del templo

Daniel vivió en tiempos del cautiverio babilónico. Sin patria, sin libertad, sin templo. ¿No es eso la miseria misma para un judío?

Sin embargo, aun estando en Babilonia, Daniel desempeñó el noble oficio de sacerdote a favor del pueblo cautivo. El capítulo 9 de su libro nos muestra a Daniel intercediendo por su nación.

Cuando Daniel leyó la profecía de Jeremías (9:2) se dio cuenta de que era el tiempo de que el cautiverio terminase; entonces, sabiendo cuál era la voluntad de Dios, volvió su rostro a Dios el Señor «buscándole en oración y ruego, en ayuno, cilicio y ceniza.» (9:3). Su ruego comienza con una confesión del pecado de Israel (9:4), y concluye con una apelación a las misericordias de Dios (9:18). Su oración nos muestra a Daniel perfectamente identificado con el pecado del pueblo. La confesión no es por el pecado «de ellos», sino por «nuestra confusión de rostro», como dice el profeta, en una primera persona plural en la cual él mismo está incluido.

Daniel era muy joven cuando fue llevado cautivo, y seguramente él no tenía mucho que ver con los pecados que gatillaron la cautividad. Sin embargo, él ahora, ya viejo, habla a nombre de toda la nación, ofreciendo contundentes argumentos delante de Dios a favor de todos. Su corazón misericordioso y quebrantado se derrama delante de Dios en un ofrenda de súplicas que Dios no puede desoír. (Esto ocurre en el año primero de Darío – Dan. 9:1)

Al año siguiente, Dios le envió su palabra a Hageo (Hag.1:1) para que hablara al pueblo, y emprendieran la reconstrucción del templo en Jerusalén.   Esto provocó que Dios despertara también el espíritu de muchos otros (entre ellos Zorobabel y Josué). (Hag.1:14).

¡He aquí un modelo de intercesión y sus frutos inmediatos y gloriosos!

Nuestro llamado al sacerdocio

Mientras un sacerdote de Dios busca favorecer a los hombres, Satanás los acusa delante de Dios. Sus oficios son totalmente opuestos, y ellos merecen una distinta sanción de parte de Dios. Siendo tan diferentes, no obstante, muchos hijos de Dios parecen no discernir claramente la diferencia.

Muchos desempeñan el oficio de acusadores, antes que el de intercesores. Y al hacerlo así se alinean con Satanás, el padre de toda mentira, y se ponen en la línea de los que serán juzgados por Dios. ¡Qué pérdida!

Por eso, el llamado hoy para los cristianos es dejar de lado aquellas pequeñas cosas en que nuestros hermanos nos han ofendido, a dejar de mirar la paja en el ojo ajeno, para llenarnos, en cambio de compasión y misericordia y elevar oraciones a Dios a favor de ellos. La boca que se llena de juicios hacia su hermano se secará y no podrá concebir palabras para bendecir a Dios; en cambio, la boca que se llena de bendición, será ella misma bendita de Dios.

¡Cuánta palabra se pronuncia y se escribe sólo para enjuiciar, para acusar y para justificarse a sí mismos los que las dicen! Dios clama hoy, lo mismo que ayer, por hombres que hagan vallado, que se pongan en la brecha delante de Él, a favor de los hombres. ¡Que Dios no se llene de estupor hoy, por no hallar quién se interponga a favor de los hombres!

Tú y yo, amado hijo de Dios, tenemos la palabra.