Por cuanto convirtieron la gloria de su ornamento en soberbia, e hicieron de ello las imágenes de sus abominables ídolos, por eso se lo convertí en cosa repugnante».

– Ezequiel 7:20.

Uno de los principales reclamos que Dios hace a Israel a través del profeta Ezequiel es éste. Aquello que Dios le dio en gracia, y que lo distinguió de otros pueblos, el hombre lo ha convertido en soberbia.

¿Cuándo sube la soberbia al corazón del hijo de Dios? Cuando olvida cómo era antes de ser embellecido por Dios, cuando olvida en qué punto estaba cuando Dios le recibió a misericordia.

Los dones de Dios son tan preciosos, y transforman de tal manera la vida de un hombre, que el que ayer era un pobre perdido, hoy es un hijo de rey; el que ayer estaba en el estercolero, hoy es sentado junto a los príncipes. La magnificencia presente hace olvidar la indigencia de ayer. Entonces, en ese arranque de locura, en ese desvarío del corazón engrosado, el creyente piensa que él es lo que es por mérito propio, que siempre fue así, que nada le debe a nadie.

Dios ha adornado a sus hijos, y lo ha hecho hermosamente. ¡Cuánta diferencia hay entre el antes y después de conocer al Señor! Los que ayer eran indigentes, hoy tienen un buen pasar; los que ayer eran seres solitarios, sin rumbo ni destino, hoy gozan del reconocimiento de muchos. Los que ayer eran hombres desahuciados, sin posibilidad de arreglo, hoy lucen verdaderamente honorables.

Ahora ellos miran a los grandes del mundo, y quieren imitarlos. Se rodean de una elegancia postiza, de una absurda parafernalia, que no logra ocultar del todo sus pobres orígenes. El ornamento de Dios se ha convertido, en ellos, en soberbia. Y entonces se fabrican ídolos que ellos adoran y obligan a otros a adorar. Fundan organizaciones, crean sistemas, diseñan grandes obras que perpetúen su nombre. Y entonces aquello se transforma en un fetiche sacrosanto que nadie puede tocar, que nadie debe cuestionar.

Laodicea –el Israel de Ezequiel– es un monumento a la soberbia, un catafalco de realidades espirituales. Lo que ayer tenía (humildad, riqueza espiritual, verdadera revelación y servicio), hoy está muerto. Queda solo el nombre, y las cenizas. A lo más, llega a ser un vanidoso y triste museo.

Cuando Ezequiel escribió estas palabras, la suerte de Israel ya estaba echada. El cautiverio babilónico ya había comenzado. Y ahora Ezequiel pasa revista a los ‘por qué’, para que nunca más se vuelvan a repetir en la historia. Sin embargo, la historia se repite, una y otra vez, hasta hoy. Lo que ayer hizo mal Israel, lo hace mal hoy la cristiandad.

Grandes obras, mucha fastuosidad, gran apariencia exterior, oropel vano y deslumbrador, pero muy poco o nada de realidad espiritual. ¡Ah, si volviéramos a la sencillez de los primeros días, a la emoción viva del amor primero! Muchos hoy quisieran hacerlo, pero no pueden: son esclavos de sus propias obras, están presos en sus propias cárceles. Jerusalén está cautiva.

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