Cosas viejas

Nimrod

Como sabemos, Noé y su familia fueron los únicos sobrevivientes del diluvio. Una vez normalizada su vida en la tierra, Noé se embriagó y su hijo menor –Cam– fue maldecido por causa de haberlo escarnecido en su desnudez.

La maldición de Cam cayó también sobre sus descendientes, quienes han sido los pueblos históricamente esclavizados. Sin embargo, y aunque resulte extraño, «el primer poderoso en la tierra» fue Nimrod, descendiente de Cus y de Cam, y no de Jafet.

En efecto, de Cam, maldito por su padre Noé, salió Nimrod, «vigoroso cazador delante de Jehová» (Génesis 10:9). Nimrod levantó cuatro ciudades en la tierra de Sinar y cuatro en Asiria. Entre ellas se destacan Babel (la torre levantada para que llegase al cielo), y Nínive, aunque la más grande fue Resén.

De estas ciudades, la que más da que hablar es Babel, y su prolongación, Babilonia, símbolo del orgullo del hombre, y de sus pretensiones de poder y grandiosidad.

Babilonia aparece desde el Génesis al Apocalipsis, y su historia está marcada por su oposición sistemática a todo lo que es de Dios. Babilonia es lo que el diablo ha levantado para tratar de desvirtuar la obra de Dios. Sus ramificaciones son variadas, como los tentáculos de un pulpo, y abarcan lo político, lo económico y lo religioso. En su cúspide está la mujer de Apocalipsis, «la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra», y en su base está Nimrod, el constructor, elevado al rango de dios babilonio bajo el nombre de Marduk.

Nimrod es la grandeza terrena, la búsqueda de posesión y posicionamiento en la tierra. Nimrod es el rey que posee reinos en este mundo.

Pero, por sobre todo, Nimrod es el hombre maldito procurando levantar un monumento que lo haga igual a Dios, lo mismo que Lucifer, y todos aquellos que él instiga.

Nimrod –el maldito– aún gobierna en la tierra.

Cosas nuevas

Extraña forma de santificarse

«Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era de mañana, y ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse, y así poder comer la pascua» (Juan 18:28).

En los momentos finales del Señor Jesús antes de la cruz, los sacerdotes pusieron mucho esmero en mantener la observancia de la ley de Moisés en cuanto a los asuntos ceremoniales se trataba.

No quisieron echar los treinta siclos de plata que devolvió Judas en el tesoro de las ofrendas, para no contaminarlo, porque era precio de sangre (Mateo 27:6). Anás y Caifás, con su compañía, no quisieron entrar en el pretorio esa mañana para no contaminarse y así poder comer la pascua.

Luego, los judíos no quisieron que los cuerpos de los crucificados quedasen en la cruz en sábado, así que pidieron a Pilato que se les quebrasen las piernas, y acelerar así su muerte. Ese sábado era de gran solemnidad, así que no querían quebrantarlo (Juan 19:31-33).

Finalmente, lo sepultaron con premura, porque era la preparación de la pascua, y no querían que la fiesta se contaminase. Ellos seguían impertérritos su celebración pascual, procurando realizarla estrictamente según la ley y la tradición. Ellos no querían contaminarse con un malhechor que era ajusticiado. ¿Cómo podían ser estorbados por un hombre así?

Las formas de santidad exterior eran de gran valor para los judíos. Sin embargo, el Señor había dado muy mal testimonio de ellas. ¡Qué absurdo! ¡Qué locura! No quisieron contaminarse con Jesús, y le mataron para sacarse de encima a un blasfemo.

El Señor había dicho a sus discípulos: «Cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios» (Juan 16:2). Esa palabra encontró en Él primero su cumplimiento. Desde entonces, mucha sangre inocente se ha derramado bajo tal premisa.

La ceguera de los judíos, ocupados en las formas externas de una religión vacía de contenido –de verdadera santidad– no es la única en la historia. Hoy día también campea en medio de la cristiandad. Hoy mismo Cristo es dejado fuera de muchos ambientes, porque hay que guardar las formalidades, y porque su presencia es ignominiosa, y estorba.