Los reclamos de Dios a Israel en tiempos de Jeremías pueden ser también los reclamos de Dios hoy.

El capítulo 2 de Jeremías resume bastante bien el contenido general de todo el ministerio de este profeta. Y en él nosotros podemos ver el reclamo que Dios tenía hacia su pueblo.

Hay tres versículos que resumen, dentro de este capítulo, ese reclamo. El primero es el 5: «Así dijo Jehová: ¿Qué maldad hallaron en mí vuestros padres, que se alejaron de mí, y se fueron tras la vanidad y se hicieron vanos?». El segundo es el 13: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua». El tercero es el 32: «¿Se olvida la virgen de su atavío, o la desposada de sus galas? Pero mi pueblo se ha olvidado de mí por innumerables días».

Las frases claves en estos tres versículos son: «Se alejaron de mí», «Me dejaron a mí», «Se olvidaron de mí». Hay una cierta gradualidad en ellas, primero el alejamiento, luego el dejarlo (definitivamente) a él y por último el olvidarse de él.

Esto no tiene nada ver con que el pueblo haya fallado en algunos asuntos externos, como cumplir con los rituales, traer las ofrendas, guardar ciertos mandamientos. Ellos todavía acudían al templo de Jerusalén tres veces en el año, todavía seguían sacrificando los animales por la mañana y por la tarde, seguían escudriñando las Escrituras, y enseñándolas a los niños desde pequeños. Sin embargo, aún así Dios tiene una queja contra su pueblo, y ese reclamo tiene que ver con su propia persona.
Probablemente, ellos habían sido muy acuciosos y diligentes en el cumplimiento de cosas, pero con respecto a Dios había un problema. Un gran problema.

A nosotros también puede sucedernos algo así. Puede ser que vayamos a reunión cada vez que la iglesia es convocada, que apartemos para el Señor los recursos que creemos son de él, que participemos de la vida de iglesia, que tengamos muchas cosas externas de las cuales jactarnos y por las cuales sentirnos confiados y seguros; sin embargo, puede suceder que en lo íntimo de nuestro corazón, allá donde sólo Dios puede ver, donde ningún ojo humano puede penetrar, haya una carencia grande, una falta enorme.

Aquí no se trata simplemente de fallar en ciertas cosas, sino en fallar respecto a la gran cosa, a la mayor de todas. No se trata, por decirlo así, de cometer pecadillos, sino de cometer el gran pecado: alejarse de él, dejarlo a él, olvidarse de él.

Tal vez haya muchas cosas en las cuales podríamos sentirnos confiados y satisfechos, sin embargo, en esa confianza y en esa satisfacción puede ser que Dios no esté completamente satisfecho.

Buscando la causa

Estas expresiones del capítulo 2 son muy recurrentes a través de todo el libro de Jeremías.1 Ahora, ¿cómo es posible que el pueblo de Dios, teniéndolo todo por causa de él, pueda olvidarlo y abandonarlo? Es algo que nos parece insólito. Incomprensible. Pero era así.

El corazón del hombre es tan engañoso. A través de la historia, y aún en nuestros días nosotros vemos cómo gente muy iluminada, muy conocedora de la Palabra, con mucha revelación, por causa de haberlo abandonado a él, ellos siguieron caminos extraños, se extraviaron. Han profanado las cosas santas, han dividido el cuerpo de Cristo y han causado mucho dolor. ¿Cómo es posible que los que tienen más conocimiento puedan estar más expuestos a esto? Es un peligro real.

Ahora, ¿dónde está la explicación de esto? ¿Sólo diremos que el corazón es engañoso y que nos puede pasar a todos y que tengamos cuidado con eso?

Si leemos atentamente el libro de Jeremías vamos a encontrar una clave muy importante. Y eso está en el capítulo 2:8: «Los sacerdotes no dijeron: ¿Dónde está Jehová? Y los que tenían la ley no me conocieron». Luego, en el capítulo 4:22: «Porque mi pueblo es necio, no me conocieron; son hijos ignorantes y no son entendidos, sabios para hacer el mal, pero hacer el bien no supieron». El problema era que no le conocían.

«Los que tenían la ley» eran los escribas, y no le conocían. Sí, nosotros también podemos tener la Palabra y aun así no conocerle. Ese es el asunto que desencadena todos los otros problemas. Leamos otros versículos. Capítulo 9:3: «… porque de mal en mal procedieron, y me han desconocido, dice Jehová». Y en el versículo 6 de este mismo capítulo: «Su morada está en medio del engaño; por muy engañadores no quisieron conocerme, dice Jehová».

Por eso, cuando llegamos al capítulo 9, versículos 23 y 24 encontramos una cosa muy importante, que nos da luz respecto de este problema: «Así dijo Jehová: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová».

En medio de toda la desesperanza y confusión de Israel, Dios dice: «En esto quiero que ustedes se gloríen». No en la sabiduría, ni en la valentía, ni en las riquezas. Tampoco –pudiéramos agregar– en tener un templo fastuoso, una ciudad santa, en tener la ley, ni en Moisés, el gran legislador. Nada de eso es ocasión o motivo suficiente para gloriarse. El único motivo real, legítimo, para gloriarse es conocer a Dios, y entenderlo.

En la iglesia suele suceder una cosa. Una primera generación ha disfrutado una comunión íntima con el Señor, y ha visto algo de parte de Dios. Dios les muestra sus obras y sus caminos. Pero luego viene otra generación, que no ha visto lo mismo; que sólo ha escuchado decir lo que Dios hizo en el pasado. Esta generación no conoce verdaderamente al Señor.

Los jóvenes que están creciendo entre nosotros, estos niños que mañana van a sostener el testimonio, ¿qué están conociendo? Sin duda, ellos están conociendo, en un sentido horizontal, la vida del cuerpo, la preciosa comunión de los hermanos. Pero ¿están conociendo, en la verticalidad, a Dios, que es quien genera todas las demás cosas, y cuya relación es la que determina y posibilita esa otra? Si no atendemos debidamente este asunto, pudiera suceder que en las dos o tres generaciones siguientes, la iglesia esté gobernada por personas que no conocen a Dios.

Lo que significa «conocer»

La palabra «conocer» en el Antiguo Testamento es «yada». Y «yada» tiene una significación más profunda que lo que para nosotros tiene «conocer». Para nosotros «conocer» puede ser un algo meramente intelectivo, un producto del estudio, pero en la Biblia conocer es una cosa más íntima. Por eso, no nos deben extrañar versículos como Génesis 4: 1, en que dice que «conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín», o como 4:25, donde dice que «conoció de nuevo Adán a su mujer, la cual dio a luz un hijo, y llamó su nombre Set».

¿Qué significa entonces «conocer»? En términos bíblicos, conocer es un acto íntimo, como el del esposo con la esposa. Nosotros solemos tener de Dios una idea tan abstracta, tan ideal: el Señor está en su trono como el Rey, y también como Sumo Sacerdote y como Abogado; él tiene todos esos títulos maravillosos, pero aún así nos parece tan lejano, tan distante. En cambio, decimos, nosotros estamos acá, rodeados de tantas situaciones, de tantos conflictos.

Para entender lo que significa la palabra «conocer», debemos atender a este símil del matrimonio. El mismo Señor, aquí en Jeremías, habla de que Israel ha sido para él «una esposa infiel» (3:20), y que él es el Esposo que ha esperado por su amada. Probablemente la relación del hombre y la mujer en el matrimonio no sólo fue diseñada por Dios para mostrar la belleza de la relación de Cristo y la iglesia, sino también esta otra, de que el deseo de Dios es unirse al alma humana, al corazón del creyente, en una unión semejante a la del esposo con la esposa. ¿Hay algo más íntimo que eso? ¿Hay algo más íntimo en una relación matrimonial?

Ese es también el acto por el cual existe la procreación. De modo que espiritualmente también podemos decir: ¿Cómo nosotros podríamos multiplicarnos? ¿Cómo vendrán nuevos hijos de Dios a la realidad de la iglesia, sino como producto de que hay hombres y mujeres cuyas almas se han unido a Dios en esa unión profunda, en ese conocimiento íntimo?

No podemos decir que este «conocer» sea un asunto sólo del Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento, por ejemplo, se dice que José «no conoció» a María «hasta que dio a luz a su hijo primogénito; y le puso por nombre JESÚS» (Mateo 1:25).

En una de las principales epístolas de Pablo, Efesios, él nos dice: «Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él» (1:17). El espíritu de sabiduría y de revelación nos es dado para que le conozcamos a él. Es el gran medio para alcanzar el gran objetivo, que es el conocimiento de Dios.

En Colosenses, Pablo usa la palabra griega «epignosis», que es este conocimiento superior del que estamos hablando (1:10), que va más allá del mero acto intelectivo, o doctrinal. En Filipenses, Pablo dice: «Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (3:8). Pablo estimó todas las cosas como basura, y así entonces pudo recibir el conocimiento de Cristo. Pero aún no estaba completo, porque dice más abajo, en el versículo 10: «A fin de conocerle». ¡Ah, esa frase! ¿Qué significa? Simplemente, que «conociéndole, aún no le conozco como debo conocerlo».

El ejemplo del Cantar de los cantares

¿Le conocemos? Por la gracia de Dios, algo le conocemos – pero no lo suficiente. Tal vez estemos como la sulamita del «Cantar de los cantares», en el capítulo 1, diciendo: «¡Oh, si él me besara con besos de su boca! Porque mejores son tus amores que el vino» (v. 2). Pero el amado no le dice «esposa mía» sino mucho más adelante, en el capítulo 4. Y sólo cuando él le habla a ella como esposa es que podemos suponer que hubo un conocimiento íntimo. Entonces se produjo ese acto sublime en que dos seres vienen a ser uno. ¿Cómo es que dos pueden ser uno? Por el amor, por este «conocimiento» íntimo.

Ya no hay dos maneras de pensar. Por eso al final del Cantar de los Cantares, la sulamita habla en plural refiriéndose al Amado y a ella. Como si los dos pensaran lo mismo, sintieran lo mismo. Ella se atreve a decir: «Salgamos … moremos … levantémonos, veamos …» (7:11-12). Ella lo involucra a él.

Ojalá llegue el día en que nosotros podamos decir: ‘Vayamos, Señor, y hagamos esto’. Esto sería una osadía muy grande, a menos que hayamos llegado a un conocimiento tan profundo, no sólo de lo que él es, sino de lo que él quiere, de sus deseos, de sus anhelos. Decirle eso significará que lo conocemos tan bien, tan profundamente, que él nos dirá: «Sí, vayamos».

El «Cantar de los cantares» es una rareza en medio del Antiguo Testamento. Por eso fue por tantos siglos incomprendido. Porque en el fondo lo que Dios está queriendo decir a través de este pequeño libro es: «Yo no sólo quiero ser vuestro Rey, yo quiero ser vuestro Amado, vuestro Esposo».

Y no sólo estamos hablando de nosotros como Iglesia, sino –y principalmente– de nosotros como individuos, como creyentes individuales. Hablamos de nuestra responsabilidad personal como creyentes.

Porque es un riesgo ver solamente que somos iglesia y no ver nuestra responsabilidad personal. Cada uno tiene una tarea, un desafío, una carrera que correr, una batalla que pelear, una fe que guardar. Cada uno de nosotros será llamado a juicio. Y no podemos escapar a eso.

En la iglesia ocurren cosas que son preciosas, pero otras que son bastante riesgosas. Por ejemplo, como somos un cuerpo, entonces yo no soy el único responsable por las cosas que suceden en la iglesia, o por las cosas que no se hacen. Es cierto que yo no las hago, pero aquel tampoco las hace. Así compartimos las irresponsabilidades y nos evadimos. Así, en el ámbito de la iglesia, puede suceder que las responsabilidades personales sean descuidadas. Y no sólo en nuestra relación con los demás, sino principalmente en nuestra relación personal con el Señor.

Quisiéramos ser más osados y decir: Si nosotros no conocemos al Señor íntimamente, hagamos cuenta que no le conocemos. Conocemos cosas acerca de él, historias acerca de él, libros que se han escrito acerca de él, pero a él no lo conocemos. Porque este conocimiento del Señor Jesucristo es lo único que nos va a mantener apegados a él.

El Señor decía en Jeremías: «Se han olvidado de mí, «me han abandonado». ¿Pero cómo no, si no le conocían? ¿Qué otra cosa podía esperarse de ellos? Si no lo conocemos, no lo amaremos. Y si no lo amamos, nos dará lo mismo estar con él o sin él. Lo único que nos retiene junto a él, es que le conozcamos, y consecuentemente, que le amemos.

El Señor nos anhela

El Señor nos quiere más cerca. Él nos echa de menos. A través de Jeremías él dice: «Anda y clama a los oídos de Jerusalén, diciendo: Así dice Jehová: me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en tierra no sembrada». Eso es echar de menos. «He sentido nostalgia de ti, de lo fiel que tú eras en tu juventud, de tu amor cuando recién nos casamos».

En Oseas capítulo 13:5 dice: «Yo te conocí en el desierto, en tierra seca». El Señor «conoció» a Israel en el desierto. Y aquí en Jeremías dice: «(me acuerdo) cuando andabas en pos de mí en el desierto». Podemos ver claramente que el matrimonio entre el Señor e Israel se produjo en el desierto. Y aquí en Jeremías, cuando dice «me acuerdo de los días de tu juventud, del amor de tu desposorio», es como decir: «Me acuerdo cuando estábamos en nuestra luna de miel, echo de menos esos días cuando tú me amabas en el desierto; aunque en el desierto no hay nada atractivo, pero yo era todo tu atractivo. Me acuerdo de tu primero amor, de los primeros días. No sentías el tiempo, orando, cantando para mí, no sentías el frío o el calor, si tenías que viajar bajo el sol o bajo la lluvia, para tener comunión y buscar mi rostro. Pero ahora eres grande, ahora tienes mucho conocimiento, te has buscado sustitutos, ya no me buscas, no me anhelas, ya no dices ni siquiera: «¡Oh si él me besara con besos de su boca».

Ustedes saben acerca de los problemas matrimoniales que tuvo el profeta Oseas, y cómo Oseas interpretaba a Dios. Nosotros no podemos leer a Oseas sin entender a Dios como el marido que sufre por una mujer infiel. Y justamente Oseas es uno de los que más usan la palabra «conocimiento». «Mi pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento. Por cuanto desechaste el conocimiento, yo te echaré del sacerdocio» (4:6); (quiero) conocimiento de Dios más que holocaustos» (6:6), etc. Y «conocimiento» tiene que ver con una relación matrimonial íntima.

¿En qué punto de Cantares está usted? ¿Está en ese: «Oh, si él me besara con besos de su boca»? ¿Está sólo en el deseo de ser apacentada y satisfecha por él? ¿O está en el capítulo 2 cuando ella rehúsa salir con el amado? Para ella aún no ha despuntado el día, ni han huido las sombras. Aún hay zorras pequeñas que echan a perder sus vides. ¿O está en el capítulo 4, donde ya la relación es más profunda? ¿O en el capítulo 5 cuando él la invita a ella a participar de sus sufrimientos, de su vergüenza y deshonra, pero ella reacciona demasiado tarde? ¿O está en el capítulo 7, cuando ella invita al Amado a salir al campo, a las viñas, para darle allí sus amores, y cuando le ofrece el fruto de sus labores, para que él encuentre en ella su contentamiento? ¿Podemos decir nosotros: «Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento?» (7:10).

¿Estamos en una etapa de noviazgo con el Señor, o ya nos hemos casado con él, y por lo tanto, nuestra voluntad es la de él, nuestro camino es el suyo, nuestra suerte es la suya, todo? Que el Señor nos conceda su gracia para avanzar en amarle y complacerle.

Síntesis de un mensaje impartido en Barbosa, Colombia, en julio de 2007.