El mero conocimiento no produce obediencia; solo la revelación de Dios nos lleva a obedecer.

En estos días hemos tenido el privilegio de oír al Señor hablándonos por medio de diferentes vasos, usados conforme a Su propósito. Ha sido deleitoso escuchar la voz de nuestro Maestro. Particularmente a los jóvenes, el Señor los ha tratado de manera muy especial, privilegiándoles con tener a su alcance tanta riqueza en cuanto al conocimiento de Su persona y Su obra.

Sin embargo, hermanos amados, conviene señalar el riesgo que podemos correr si solo nos quedásemos con el conocimiento intelectual de las cosas que hemos oído, sin que éste baje al corazón, y se quede anidado solo en nuestra mente. Esto sería un tremendo fracaso.

Conocimiento vs. revelación

Existe una gran diferencia entre el conocimiento intelectual sobre aspectos escriturales o teológicos y la revelación en torno a los mismos asuntos. El primero es, sin duda, necesario, puesto que primero debemos conocer intelectualmente algo para luego comprenderlo; todo esto mediante la gracia del Señor. Pero si nos quedamos solo en ese ámbito, nunca podremos experimentar la realidad de las cosas que conocemos.

La revelación es distinta. Es una acción divina. Aquí no interviene el pensamiento humano, ni las emociones ni los deseos humanos de saber algo. La revelación no es un descubrimiento, no es una idea brillante que alguien obtuvo como resultado de una búsqueda incesante; es Dios mismo dándonos a conocer sus secretos y aun a él mismo. Y esto se da, como ya mencionamos, por una acción divina, pero también como resultado de nuestra comunión con el Señor. Es aquí donde encontramos la principal diferencia entre el mero conocimiento y la revelación.

Hermanos, el simple conocimiento de doctrinas o de letras en relación a un asunto bíblico, no provoca en nosotros obediencia. La obediencia no es una consecuencia directa del conocimiento. Los judíos conocían la Ley de Moisés. Sin embargo, se nos dice de ellos que ninguno la pudo obedecer. ¿Por qué? Porque era solo conocimiento, era algo exterior. Pablo lo dice en su epístola a los Romanos: «No hay justo, ni aun uno… no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Rom. 3:11a-12b). Las leyes se relacionan, en este contexto, con el árbol del conocimiento del bien y del mal. Conocemos lo bueno y lo malo, pero ese tipo de conocimiento no traerá como resultado la obediencia.

Amados jóvenes, podemos estar llenos de conocimiento en cuanto a asuntos proféticos, diversas doctrinas y otros asuntos teológicos, pero si aquello no está revelado al corazón, me temo que solo provocará dolores.

Resultados del mero conocimiento

El mero conocimiento provoca autosuficiencia y presunción. Autosuficiencia, pues, al pensar que manejamos una cantidad de ‘información’ que otros no conocen, sentimos que nadie tiene la suficiente autoridad intelectual para corregirnos y decirnos cómo debemos conducirnos en diversas situaciones. Sabemos lo suficiente como para manejar nuestra vida sin considerar las sugerencias y consejos de otros, menos aun si ellos saben tan poco. Esto no solo es autosuficiencia, sino también arrogancia.

La presunción reside en tener un alto concepto de sí mismo. No podemos presumir que, por haber tenido el privilegio de participar de conferencias o entrenamientos, estemos mucho más capacitados que otros para servir al Señor. El Espíritu Santo, a través de las Escrituras, nos recuerda que nadie debe tener un más alto concepto de sí que el que debe tener (Rom. 12:3).

Amados jóvenes, ¿pueden percibir cuánto peligro corren ustedes si se conforman solo con obtener conocimiento intelectual sin revelación?

La importancia de la comunión con Jesucristo

Como ya lo mencionamos, la revelación es una acción divina, pero también involucra un aspecto que tiene que ver con nosotros, esto es la comunión. Es este ámbito de la comunión con el Señor, el ambiente propicio para que él, en su soberanía, nos revele sus secretos, su obra, su persona. Fuera de este ambiente todo se reduce a simples formalismos, un conocimiento parcial y nublado, pero jamás alcanzará a transformarse en revelación.

Es en la comunión íntima donde el Padre nos muestra a su Hijo; donde el Hijo nos muestra al Padre; y donde el Espíritu Santo nos ministra la plenitud de la Deidad. A esta comunión hemos sido invitados a participar.

El llamado que hemos recibido de parte de Dios se resume así: «Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor» (1a Cor. 1:9). De este llamado se desprende todo lo demás. Tu llamado no es a ir a África o a otro lugar a predicar el evangelio, sino a tener comunión con Jesús. Y si, como resultado de esa comunión, el Señor te envía, ¡gloria al Señor por ello! Pero tu primer y único llamado es a tener comunión con Él. Esto es, en otras palabras, buscar primero el reino de Dios y su justicia; todo lo demás será añadido.

Resultados de la revelación

Dios no quiere que solo conozcamos su palabra; él quiere que esta sea revelada en nuestros corazones. El autor de la carta a los Hebreos, citando al profeta Jeremías, dice: «Pondré mis leyes en sus corazones y en sus mentes las escribiré» (Heb. 10:16). Esto es revelación. Solo la palabra revelada produce cambios en la vida de una persona.

Consideremos la vida de Pablo. Lo que provocó un cambio en ella, claramente, no fue su conocimiento de las Escrituras. Si alguien podía ufanarse de sus conocimientos, ese era él. Sin embargo, ese conocimiento no le permitió reconocer a Jesús como Señor. Esto solo ocurrió cuando el mismo Señor se reveló a Pablo y entonces él señala que no fue rebelde a la visión celestial (Hech. 26:19). Ese cambio no lo obtuvo por el nivel de conocimiento adquirido; solo fue originado como resultado de una revelación.

La revelación de Su Palabra produce cambios en nuestras vidas. Por ejemplo, conocemos que debemos honrar a nuestros padres, pues, lo hemos leído en la Biblia. Este mandamiento implica la obediencia a ellos, pero, ¡cómo nos cuesta hacerlo!

Si intentamos obedecer, no solo a nuestros padres sino también a Dios, basados o posicionados desde el conocimiento teórico e intelectual, esto se transformará en una mochila muy pesada y difícil de llevar. Pero si la palabra de Dios está revelada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, la obediencia no será una carga; al contrario, será un gozo, tal como lo era para nuestro Salvador. Él se deleitaba en hacer la voluntad del Padre, pues él obedecía, no desde el mandato externo, sino desde su corazón. Que así ocurra también con nosotros. Concluimos, entonces, que la revelación de Su Palabra produce en nosotros obediencia.

Ser equilibrados

Hermanos, es verdad, podemos estar llenos de conocimiento y podríamos dar cátedras en torno a ciertos tópicos de la vida cristiana o temas escatológicos, pero podemos seguir siendo los mismos presumidos de siempre.

La búsqueda de conocimiento es buena. Siempre es bueno conocer algo más sobre algunos asuntos. Sin embargo, debemos ser equilibrados, puesto que el deseo de conocer puede fácilmente desenfocarnos de lo central de la vida cristiana.

Tal vez a la hora de preparar un tema para compartir con los hermanos, nos entretenemos buscando información, datos interesantes con respecto al texto en griego, el contexto en que se escribió la carta o el libro, pero, ¿hay proporción en cuanto al tiempo dedicado a la oración por esa palabra? Nos cuesta mucho más orar al Señor por ese sermón que buscar información para el mismo.

Todo debe tener un equilibrio. Lo que el Padre más desea no es que nos llenemos de conocimiento doctrinal, sino que le busquemos a él, pues él está interesado en mostrarnos sus caminos y revelarnos su verdad.

Hay una expresión de Pablo que califica muy bien a este tipo de creyentes que solo buscan conocimiento sin revelación: «…vanamente hinchado en su propia mente carnal» (Col. 2:18b). Hinchado, vale decir, sin sustancia, sin revelación.

Un ambiente de comunión y de realidad

El deseo de Dios es que crezcamos con el crecimiento que él mismo nos da, que vivamos en un ambiente de comunión, un ambiente de realidad.

Amados hermanos jóvenes, su posición hoy es gloriosa y terrible a la vez. Gloriosa, pues ustedes han recibido de parte del Señor una riqueza inconmensurable en relación a su palabra. Pero terrible, porque si solo se quedan con el mero conocimiento no lograrán alcanzar aquello para lo cual fueron ganados por Cristo.

Les invito, en consecuencia, a no despreciar el conocimiento que hoy poseen en cuanto a la palabra del Señor; pero no se conformen con eso. Busquen al Señor, anhelen tener comunión e intimidad con él. Dejen de lado, por un momento, los libros, los comentarios y estudios cristianos, para estar quietos delante del Señor y conocer que él es Dios. Entonces su vida será distinta. Habrán agregado algo que resulta fundamental, sin lo cual nuestra vida se tornaría un címbalo que resuena, esto es, la comunión con Jesucristo nuestro Señor.