Compañero significa, etimológicamente, «el que come de un mismo pan», y es el que comparte además los intereses y aun la propia vida.

Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo…”.

– Heb. 1:1-2.

Aquí hay dos expresiones dignas de ser atendidas – Dios «ha hablado», y «nos ha hablado por el Hijo». La primera acción, «habiendo hablado», no define un tiempo, aunque explica que ha hablado muchas veces y de muchas maneras, dando a entender que Dios ha hablado desde siempre. Sin embargo, cuando el autor de Hebreos dice luego: «en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo», sí hay un tiempo determinado, un tiempo preciso. Y esto es digno de considerar, porque ese hablar de Dios y ese tiempo tiene que ver con la manifestación de todo lo que Dios es.

En la antigüedad, a Dios se le conocía de distintas formas, y cada nombre suyo representaba un rasgo de él. Por ejemplo, Abraham le conoció con el nombre de Dios Omnipotente; a Nabucodonosor, Dios se le presentó como el Dios Altísimo. Sin embargo, en la venida del Señor Jesús, él nos da a conocer no solo algunos rasgos de Dios, sino a Dios mismo, en su naturaleza y esencia, de tal forma que Jesús es el único hombre en la tierra capaz de decir: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Por tanto, la revelación a la cual apunta Hebreos no es una revelación parcial, sino una revelación plena de Dios.

La carta a los Hebreos contempla cinco exhortaciones, cada una de las cuales conlleva también una advertencia acerca de un peligro. Y la advertencia que hace el Espíritu Santo en cada una de estas exhortaciones no es solo contra el pecado, sino que, como vemos en la primera exhortación, relacionada con «una salvación tan grande», la advertencia es a que no nos deslicemos. No hay un pecado común, sino: «¡Cuidado, no te deslices!». ¿Deslizarse de qué? De la verdad que hemos recibido.

Esta es una carta maravillosa, pero también muy solemne. Porque las advertencias dadas en las exhortaciones siguientes apuntan a algo mucho más profundo, a algo mucho más trascendente, y cada advertencia nos va a llevar en esa dirección. «Por tanto –como lo indica la primera exhortación– es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos». Las «cosas que hemos oído» están dadas en el capítulo 1 – lo que hemos oído acerca del Hijo. Esta epístola centra todas las cosas en el Hijo, el autor de nuestra salvación.

Una de las características de los creyentes hebreos era que, aunque estaban rodeados de palabra, no oían la Palabra; porque el oír no es una capacidad humana – es una facultad espiritual. Por eso, en Apocalipsis, el Señor mismo dice: «El que tiene oídos para oír, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias». Una de nuestras oraciones al Señor debe ser ésta: «Señor, danos oídos para oír tu palabra». Si ustedes se dan cuenta, todo lo relacionado con la palabra de Dios tiene relación también con el oír la palabra. «La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios».

«…no sea que nos deslicemos». El deslizarse no implica caer en un pecado grosero. Es algo muy sutil, algo que quizás no es perceptible para los que nos rodean, pero sí es perceptible para el Espíritu que nos habita. Hermanos, cuán importante es aquello, porque, si no tenemos un oído atento al Espíritu, no nos vamos a dar cuenta cómo nos estamos deslizando poco a poco de la verdad.

Ese deslizarse es como trazar una línea e ir desviándonos al inicio solo un milímetro. Un milímetro no es nada. Al principio, no se advierte esa desviación, pero, al seguir trazándola, al final del camino vemos que la línea no es recta, y si retrocedemos, veremos dónde estuvo el desliz, el error. Para no deslizarnos de la verdad, debemos estar siempre atentos a la verdad. Si no somos diligentes, nos vamos a deslizar. No es la voluntad de Dios que nos deslicemos; es por eso esta advertencia.

Y esa idea de que no nos deslicemos, de que estemos atentos a las cosas que hemos oído y que las atendamos con diligencia, tiene que ver, sin duda, con poner en práctica lo que hemos oído. Tiene que ver, como dice Santiago, con que yo no sea solo un oidor de la palabra, sino un hacedor de ella; no solo uno que viene a oír sermones, sino un hacedor de lo que escucha. Hebreos nos va a hablar siempre con respecto a esta realidad.

La vocación celestial

Este mensaje se centrará no particularmente en la primera exhortación de la epístola a los Hebreos, sino en la segunda, que tiene que ver con la vocación celestial.

«Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús» (Hebreos 1:3). Hermanos, todos nosotros hemos sido llamados por el Señor. Este es un llamado que no lo ha hecho hombre ni institución alguna, sino el mismo Señor Jesús. Por tanto, a pesar de que muchas veces andemos en debilidad, debemos recordar que hemos sido llamados por el Señor. En él está nuestra confianza, y él nos sacará adelante y nos llevará por sus caminos.

El énfasis, el foco, de Hebreos siempre está puesto en Jesús. Sí, hemos sido llamados a una vocación celestial; pero no debemos poner nuestra mirada en el llamamiento en sí mismo, sino en aquel que nos llamó. Nuestra confianza está puesta en él, porque cada vez que le hemos necesitado, él ha estado allí para socorrernos.

Un autor dice: «Dios ha salido al encuentro de su pueblo en conformidad a la necesidad en que se hallaban. En Egipto necesitaban redención, y él acude a redimir. En el desierto estaban morando en tiendas, y él también tuvo una tienda. Al entrar en la tierra necesitaban a uno que los introdujera, y ahí encontramos al Príncipe del ejército de Jehová. Luego, cuando están en la tierra, él edifica su palacio, su templo», en medio de ellos. ¡Gloria al Señor! En cada necesidad, él está ahí para suplirla, para socorrernos, para alentarnos, para estar con nosotros.

La vocación celestial se puede dividir en tres aspectos. El primero, el ser edificados casa para Dios; el segundo, llamados a ser partícipes de Cristo, y el tercero tiene que ver con el reposo al cual hemos sido llamados.

Ser edificados como Casa

«…Cristo Jesús; el cual es fiel al que le constituyó, como también lo fue Moisés en toda la casa de Dios. Porque de tanto mayor gloria que Moisés es estimado digno éste, cuanto tiene mayor honra que la casa el que la hizo. Porque toda casa es hecha por alguno; pero el que hizo todas las cosas es Dios. Y Moisés a la verdad fue fiel en toda la casa de Dios, como siervo, para testimonio de lo que se iba a decir; pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza» (Heb. 3:1-6).

El deseo de Dios, desde siempre, ha sido habitar con los hombres. Proverbios 8:31 dice: «Me regocijo en la parte habitable de su tierra; y mis delicias son con los hijos de los hombres». El deseo de Dios es tener casa en medio de su pueblo, tener morada en medio de ellos. Dios lo ha intentado desde el principio. El primer intento de Dios de tener casa para sí y habitar entre los hombres lo vemos en Edén.

«Y Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso allí al hombre que había formado» (Gén. 2:8). Este versículo es muy significativo, porque nos indica cómo está estructurado Edén. En su geografía, Edén era un lugar mucho más amplio que el huerto. Dentro de ese territorio más extenso, Dios plantó un huerto y, en el medio de éste, dos árboles. Entonces, hay allí tres compartimentos – Edén, el huerto, dos árboles.

Este mismo diseño lo podemos observar luego en el tabernáculo y en el templo, y nos habla también de lo que es la casa de Dios. Y nos dice la Escritura que, cuando Adán y Eva habitaban en Edén, a la hora de la tarde, Dios venía y tenía comunión con ellos; él paseaba con ellos y conversaba con ellos. No había ningún impedimento para que Dios conversara con su creación.

Sin embargo, este propósito de Dios se vio interrumpido a causa del pecado. Cuando Adán pecó, Dios se vio obligado a sacar a Adán del huerto de Edén, aunque es probable que Adán y Eva nunca hayan salido del territorio de Edén. Según la Escritura, el primero en salir del territorio de Edén fue Caín. Adán y Eva vivieron siempre, por decir así, como en los atrios.

El pecado se introdujo en el hombre, y, a causa del pecado, Dios no pudo habitar en forma permanente en la tierra con su creación. Lo mismo ocurre luego en el tabernáculo y en el templo. Son como intentos fallidos, pero no por culpa de Dios, sino por culpa del pecado. El pecado imposibilitó que Dios tuviera plena comunión con el hombre. Sin embargo, hoy, Dios logró tener esta casa, como consecuencia de la redención efectuada por Jesús. Porque Jesús, muriendo en la cruz, quitó el pecado, de tal forma que, ahora, Dios podía venir a hacer morada en su casa, «la cual casa somos nosotros». ¡Gloria al Señor!

Somos casa de Dios, no por nuestras virtudes, no porque nosotros nos hayamos propuesto ser casa para Dios; sino porque Cristo nos ha redimido para Dios nuestro Padre y nos ha hecho morada de Dios en el Espíritu. La muerte de Cristo no solo nos salvó de nuestros pecados y nos reconcilió con el Padre en forma individual, sino que también Cristo Jesús le entregó al Padre una casa en la cual él podía habitar.

Es muy interesante que el énfasis aquí no está sobre la casa en sí misma, sino en aquel que está sobre la casa. «Y Moisés a la verdad fue fiel en toda la casa de Dios, como siervo, … pero Cristo como hijo sobre su casa». Moisés nunca estuvo sobre la casa; él era uno más entre sus hermanos, uno más que servía en la casa. «…pero Cristo como hijo sobre su casa». Él está sobre su casa, él está arriba. Aquí, el Espíritu Santo nos presenta a Cristo como el dueño de casa, el amo de ella.

Jesús es el que administra, el que ve todos los asuntos de la casa. Por él pasan todas las decisiones. Es el amo quien gobierna la casa, y no los siervos. Damos gloria al Señor, porque lo reconocemos a él como el amo de su casa. Nosotros somos simples siervos en ella.

Por lo tanto, dice el versículo 6: «…si retenemos firme hasta el fin la confianza…». ¿Cuál confianza? La confianza de que él es el Hijo sobre su casa; la confianza de que esta casa no va a ser destruida; la confianza de que, aunque haya dificultades, aunque tengamos fracasos, él es el Hijo sobre su casa, y él la sostendrá. ¡Gloria al Señor!

La invitación aquí, este condicional, «…si retenemos firme hasta el fin la confianza…», no significa que dejemos de ser casa. Debemos interpretar bien este versículo. Alguien podría pensar que podemos dejar de ser casa. ¿En qué sentido va la advertencia aquí? En que podemos perder la confianza. «¡Cuidado, no pierdan la confianza, no pierdan la seguridad de que Cristo es quien gobierna la iglesia!».

Cuando desconfiamos de esta verdad, nos llenamos de temores y de incertidumbre. «No, las cosas no andan bien en la iglesia. Este hermano fracasó y este otro anda en debilidad», etc., y sacamos nuestra mirada del Señor. Cuando eso sucede, nos llenamos de temores; la desconfianza y la incredulidad nos envuelven. Tengamos cuidado, porque a veces eso puede dejarnos en el camino.

«No, las cosas andan mal aquí; yo me voy. Las cosas no andan como a mí me gustan; entonces, me aparto». ¿Sabe lo que estamos haciendo cuando siquiera pensamos eso? Estamos menospreciando al Dueño de la casa. Hermano, ¿alguna vez el Señor ha fallado?

Hace dos mil años, Jesús murió. Hoy, todavía podemos decir: «¡Señor, tú tienes tu casa!», aunque han intentado matar a los cristianos, aunque Satanás ha hecho todo lo posible para que el testimonio de Jesús no exista en la tierra, aunque ha provocado que grandes predicadores caigan en pecado, para que la grey se desmoralice y se desanime. ¡Pero bendito sea el Dueño de la casa! ¡Por él hoy estamos aquí, porque él es el dueño y Señor de la casa! ¡Hermanos, retengamos firme hasta el fin esta confianza!

Por lo tanto, hermanos, ubiquémonos en la condición que tenemos. ¿Qué es lo que somos, de acuerdo a lo que hemos visto aquí? Somos siervos en la casa. Ahora, un siervo tiene características y cualidades particulares, que tienen que ver también con todo lo que esta carta dice. Un buen siervo no es el que hace mil cosas en el día, no es aquel que propone a su amo cosas por hacer, no es el activista que hace todas las cosas, sino aquel que sabe oír.

El buen siervo va a procurar siempre agradar a su amo, haciendo siempre lo que éste le diga. No se va a adelantar, pero tampoco se va a quedar atrás. Va a actuar siempre en conformidad a las órdenes de su amo. Seamos buenos siervos, no seamos activistas. Seamos buenos oidores. El Señor nos dé esa facultad espiritual de poder oírlo siempre.

Participantes de Cristo

El segundo elemento de esta vocación celestial tiene que ver con que somos participantes de Cristo. «Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio» (Heb. 3:14). Aquí es muy interesante ver que se repite, no literalmente, la misma expresión del versículo 6, pero el sentido es el mismo.

«Porque somos hechos participantes de Cristo». Para explicar esto, veamos Juan 6:54-58: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí. Este es el pan que descendió del cielo; no como vuestros padres comieron el maná, y murieron; el que come de este pan, vivirá eternamente».

La palabra que en Hebreos 3:14 aparece como «participantes», en el griego es «compañeros». Y es la misma palabra que aparece en el versículo 3:1. Somos participantes o compañeros del llamamiento celestial. El versículo 14 puede traducirse: «Porque hemos llegado a ser compañeros de Cristo». Lo que acabamos de leer en el evangelio de Juan nos da a conocer lo que significa ser compañeros.

La palabra «compañero» deriva del latín (com, de comere = comer; y panis = pan). Compañero es el que come de un mismo pan, o el que comparte habitualmente el pan con otro. Es muy interesante. Nosotros no usamos mucho esa expresión, porque no conocemos lo que significa, pero ahora lo sabemos. Compañeros son los que comen de un mismo pan. Entonces, cuando Hebreos dice que somos hechos compañeros de Cristo, quiere decir que tenemos que comer del mismo pan que él comió. ¡Gloria al Señor!

Lo que leímos en Juan 6:54-58, ¿no es una invitación de Jesús a que seamos compañeros? Porque él dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre… vivirá por mí». «Vivirá por mí, será mi compañero, compartiremos lo mismo». Cuando uno comparte el pan con alguien, no solo comparte un pan, sino que comparte una conversación, comparte intereses, preocupaciones, comparte la vida. Y el Señor nos compartió su vida. Él dijo: «Yo soy el pan de vida».

El versículo de Hebreos tiene que ver con esto – somos hechos compañeros de Cristo; comeremos del pan que él ha comido. La pregunta es: ¿Hemos comido de ese pan que es Cristo mismo? ¡Amén, somos compañeros de él; hemos comido de él mismo! Por lo tanto, hermanos, al comer su pan, que es su propia vida, él nos imparte su naturaleza, nos imparte su vida.

Entonces, ¿cómo yo sé que soy un compañero de Cristo? Porque tengo su misma naturaleza, porque comparto sus mismos intereses, porque conozco su corazón, porque hemos comido el pan juntos con el Señor. Cuando comemos su pan, él nos imparte su naturaleza; pero, para que esta naturaleza sea manifiesta en nosotros y realmente podamos decir que somos parte de Cristo, tiene que suceder algo – la muerte de nuestro yo. Tenemos que morir.

Cuando Jesús dice que tenemos que comer de su pan, también nos dice que tenemos que participar de lo que él participó, esto es, participar de su muerte. Ser compañeros no significa estar solo en las buenas contigo, sino en las buenas y en las malas. Seremos compañeros en la vida y también en la muerte.

¿Cuál es esa vida que debe ser manifestada en nosotros? En Lucas 24:39, cuando Jesús resucitado se presenta a sus discípulos, él usa esa expresión: «Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo». Esto nos habla de una vida de resurrección, y es en esa vida que somos uno con el Señor.

Nuestra unión con Cristo se basa en la vida de resurrección. En nuestra vida natural, no podemos ser uno con él. Solo aquellos que han gustado de la muerte y han salido en resurrección pueden decir: «Somos uno con el Señor». Si eso no ha ocurrido, si no hemos gustado la cruz o si hemos eludido la cruz, podemos cantar cánticos alusivos a ello, pero no serán más que frases. El Señor nos libre de ello, y que todo lo que podamos decir sea una realidad en nosotros.

Si decimos que somos uno con el Señor, es porque hemos pasado por la cruz y hemos gustado los poderes del siglo venidero en cuanto a la vida de resurrección que opera en nosotros. Si no has muerto con Cristo, tampoco has resucitado; y si no has resucitado, no eres uno con él; aunque suene fuerte decirlo. Nuestra unidad con Cristo no descansa en un slogan, en asistir a una reunión o a un retiro. Si no hay cruz, no hay muerte; si no hay muerte, no hay resurrección; si no hay resurrección, no hay unión con Cristo. El Señor nos invita a ser sus compañeros, para que participemos de lo que él también participó.

El reposo de Dios

Lo último tiene que ver con el reposo de Dios, el descanso de Dios. Hebreos 4:11: «Procuremos, pues, entrar en aquel reposo, para que ninguno caiga en semejante ejemplo de desobediencia». Noten la expresión: «Procuremos entrar en aquel reposo». Hay una acción que nosotros debemos realizar. No es que el Señor nos dé el reposo como un acto soberano de su gracia, como algo sobrenatural que baja del cielo y viene sobre nosotros. «Procuremos entrar», busquemos, intentemos, anhelemos. Es una acción nuestra.

Hermanos, el reposo de Dios tiene que ver también con el gozo. Permítanme asociarlo de esta forma. Cuando Dios hizo toda la creación, dice la Escritura que «vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera». Y luego, él reposó. Pero ese reposo tiene que ver con el gozo del Señor en su creación; él se deleitó en su creación. Entonces, cuando hablamos del reposo de Dios, tenemos también que hablar del gozo de Dios. Es muy importante el gozo de Dios y el reposo de Dios para nosotros. Gozo y reposo que debemos procurar, que debemos anhelar y buscar.

Hay un versículo en Hebreos que ha tocado profundamente nuestros corazones y ha alentado a muchísimos cristianos, especialmente en medio de los conflictos, esos conflictos del alma, esas contradicciones que a menudo vivimos, cuando por un lado estamos confiando en el Señor, pero a veces parece que él no responde, cuando a veces sus silencios nos hacen llorar y pareciera que nuestras peticiones no tocaran su corazón.

«…puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios» (Heb. 12:2).

Hermanos, «por el gozo puesto delante de él… sufrió la cruz». ¿Qué fue aquello que sostuvo a Jesús en la cruz? ¿Qué fue aquello que hizo que él soportara el oprobio? ¿Qué fue aquello que logró que Jesús no respondiera y enmudeciera, no defendiera su causa? ¿Qué fue aquello que hizo que él soportara cuando le abofeteaban y le escupían? ¿Qué hombre natural puede soportar aquello? Fueron horas las que sufrió. ¿Qué fue aquello que hizo que él soportara todo eso? Hermanos, no fue la fuerza de voluntad. Lo que lo sostuvo en ese momento fue «el gozo puesto delante de él».

Debemos entender que el gozo del Señor no tiene que ver con un cristianismo superficial, de vivir siempre en un estado de alegría, de júbilo superficial. El Señor nos da el verdadero gozo suyo, para que, en el momento de la aflicción y la prueba, estemos firmes; para que soportemos las aflicciones y aun las asechanzas del enemigo. Lo único que nos puede sostener en pie en ese instante es el gozo del Señor.

«…por el gozo puesto delante de él». No se refiere necesariamente al gozo de vernos a nosotros redimidos, aunque es parte de él. Su gozo era saber que el único camino –y aquí dejemos de mirarnos a nosotros mismos y centrémonos en él– el único camino que él tenía para volver a disfrutar de la presencia de su Padre era la cruz.

Así como el camino para nuestra salvación no era sino la muerte y la cruz, el camino del Hijo para volver a deleitarse en su Padre, era la cruz. Lo sostuvo el gozo de saber que pronto volvería a ver el rostro de su Padre. Por eso, fue capaz de soportarlo todo. Recuerden que la Escritura dice, con respecto a la relación del Padre y el Hijo: «(Yo) era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él en todo tiempo» (Prov. 8:30). El Padre veía al Hijo y se gozaba en él; el Hijo veía al Padre y su gozo era el Padre. En la tierra, el Señor soportó la cruz porque su gozo personal era volver a ver el rostro de su Padre.

Ahora, ¿qué ocurre con nosotros? ¿Cómo es nuestro deleite en el Señor? ¿Nos capacita para sufrir como él sufrió? ¿Es de tal magnitud que hoy puede venir sobre nosotros una persecución, y no renegarás del nombre de Jesús? ¿Tu gozo te va a permitir como a los hermanos de Hechos, que fueron despojados de sus bienes y sufrieron con alegría y no con reclamos?

Hermanos amados, nuestro deleite debe ser el Señor. Si es así, entonces podrán venir persecuciones, tribulaciones, y el enemigo mismo, pero no seremos conmovidos, porque mayor es el gozo del Señor. ¿Y qué gozo? El gozo de verle un día. Esteban sufrió el ser apedreado, porque él lo sabía. Ese es nuestro gozo, que un día veremos a aquel a quien ama nuestra alma. Por él, estamos dispuestos a sufrirlo todo. Que así sea con nosotros, que el Señor nos llene de su gozo, no para vivir un cristianismo superficial, no para que estemos siempre cantando y danzando.

Si el Señor nos va a hacer experimentar su gozo y su alegría, es porque sabe que vamos a ser perseguidos, que vamos a ser atribulados, que vendrán días difíciles sobre la iglesia. ¿Y cómo se sostendrá la iglesia en esos días difíciles? Tal como Jesús se sostuvo en la cruz – «por el gozo puesto delante de él».

Frente a todo lo que hemos dicho, el único peligro que tenemos es la incredulidad, el no creer esto. Es el no creer que él está sobre su casa, y pensar que él se ha marchado; el no creer que hemos comido de él y que por ello somos sus compañeros; el no creer que un día veremos su rostro y entonces nuestro gozo será completo. En esta exhortación, el gran peligro es la incredulidad, la desconfianza, el no dar crédito a la palabra del Señor. Lo único que ella va a lograr es paralizarnos, porque la incredulidad provoca temor.

La incredulidad puede aun llegar a paralizar las bendiciones del Señor para con nosotros. Un ejemplo de cómo obra la incredulidad, con respecto a los diezmos y las ofrendas, por ejemplo, es cuando pensamos: ‘No voy a dar al Señor lo que a él le corresponde, porque no sé si alcanzaré a llegar al fin de mes, con tantas deudas y cuentas que saldar. Lo dejaré para el próximo mes’. No quiero parecer legalista, hermanos, pero eso es incredulidad.

La incredulidad te paraliza, y no puedes bendecir al Señor con tus bienes, porque estás lleno de miedo. Miedo de que no alcanzará el dinero para cancelar las deudas, miedo a que pase algún imprevisto. ‘Si un hijo se enferma este mes, es mejor guardar este dinero por si acaso’. Eso revela que no conocemos al Señor de quien tanto hablamos y tanto proclamamos; porque si lo conociéramos, haríamos lo que hace el siervo con su amo – solo obedecer, ejecutar lo que el amo dice. Y él nos dice: «Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde» (Mal. 3:10).

Repito la pregunta del principio: ¿Alguna vez el Señor te ha fallado, te ha mentido? No. Por lo tanto, si él nunca ha fallado, si él nunca ha mentido, no dudemos, no nos paralicemos. ¿Sabes lo que estás haciendo cuando no ofrendas por causa del miedo? Estás deteniendo también la bendición que Dios tiene para ti, estás paralizando que su palabra corra y sea predicada hasta los confines de la tierra. Seamos compañeros de Cristo en todo; en esto también. «Señor, tus intereses son los míos, y por ello, haré todo lo que tú me digas, porque creo en ti, creo en tu palabra».

Hay muchas voces que vienen a nuestra mente, hermanos, y creo que todos somos testigos de ello. Hay voces externas y voces internas que nos hablan en contra del gozo del Señor. Uno conoce verdades en la mente, pero podemos decir que hemos descubierto algo cuando ha sido revelado en el corazón. Hemos descubierto que el mayor enemigo que tenemos no es Satanás, sino nuestra alma. Porque la voz del enemigo, a veces, es fácil de acallar, pero la voz del alma es muy difícil de acallar.

La voz del alma siempre está hablando en contra de Dios. Como algunos de los salmistas, nosotros deberíamos decir: «Alma mía, cállate, ya has hablado demasiado». ¿Cuándo? Cuando nos dice: «Bueno, estás enfermo, ¿y dónde está tu Dios? ¿No confías tanto en el Señor? Estás solo, ¿y dónde están tus hermanos?». ¿Quién dice eso? Nuestra alma. Y eso trae como consecuencia el robarnos el gozo, y nos deprimimos.

Miren lo que dice el Salmo 42 – la respuesta del salmista a su alma: «¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí?» (v. 11). ¿Se fijan? Es como un: «Cállate, alma mía. ¿Por qué te turbas? ¿Por qué desconfías? ¿Por qué piensas que Dios no te escucha? ¿Por qué estás pensando que Dios no te va a responder?». Después, el salmista dice a su alma: «Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío». ¡Gloria al Señor, hermano!

Cuando tu alma te invite a la incredulidad, dile esto: «Cállate, alma mía; espera en Dios, porque aún he de alabarle; porque le alabaré, pase lo que pase y, aunque no responda, le alabaré igual, porque él es mi Dios, salvación mía y Dios mío». Hermanos, es bueno predicarnos entre nosotros; pero también es bueno predicarse a uno mismo. Prediquémonos a nosotros mismos las verdades que sabemos. La única forma en que la incredulidad se vaya y el temor huya es cuando nos predicamos a nosotros mismos y nuestra predicación tiene que ver con lo excelso y sublime que es nuestro Salvador.

«Entraré al altar de Dios, Al Dios de mi alegría y de mi gozo; Y te alabaré con arpa, oh Dios, Dios mío» (Sal. 43:4). Nuestra alegría, entonces, no radica en las circunstancias, sino en nuestro Dios, que es el Dios de nuestra alegría y de nuestro gozo.