El famoso apologista cristiano escribe sobre lo que significa ser miembro del cuerpo de Cristo.

Para todo cristiano es inaceptable el epigrama que define la religión como «ocupación del hombre en sus momentos de soledad». Uno de los Wesley –me parece– señaló que el Nuevo Testamento desconoce absolutamente la religión solitaria. No podemos descuidar la necesidad de agruparnos. La Iglesia es la Novia de Cristo. En calidad de miembros, nos pertenecemos unos a otros.

El cristiano no está llamado al individualismo, sino a ser miembro del cuerpo místico. Ahora bien, para comprender de qué manera el cristianismo puede contrarrestar el colectivismo sin caer en el individualismo, el primer paso consiste en establecer las diferencias entre la colectividad secular y el cuerpo místico.

En primer lugar, tropezamos con una dificultad en el plano del lenguaje. La expresión calidad de miembro nació en el cristianismo, pero el mundo se apropió de ella y ha quedado desprovista de significado. En cualquier libro de lógica encontramos el concepto de «miembros de una clase». Es importante destacar que los componentes de una clase homogénea constituyen en cierto modo lo contrario de la idea de San Pablo. Para él, miembros (ìåëç) significaba lo que nosotros entendemos por órganos, es decir, elementos esencialmente distintos y complementarios entre sí, que difieren no sólo en su estructura y función, sino también en su dignidad.

Así, en un club, el comité y el personal de servicio, enfocados como totalidades, son «miembros», y lo que nosotros llamamos miembros del club son meras unidades. Una fila de soldados vestidos con el mismo uniforme y adiestrados de idéntica manera o un grupo de ciudadanos inscritos para votar en un distrito electoral no constituyen miembros en el sentido paulino. Al considerar ‘miembro de la Iglesia’ a un individuo, probablemente no estamos aludiendo al concepto paulino, sino sólo a una unidad o un componente de un tipo X, Y ó Z de cosas.

La estructura de la familia nos muestra la diferencia entre la verdadera calidad de miembro de un cuerpo y la inclusión en una colectividad. El abuelo, los padres, el hijo mayor, el niño, el perro y el gato son en realidad miembros (en el sentido orgánico), porque no constituyen unidades de una clase homogénea, es decir, no son intercambiables. Cada persona es una especie en sí misma. La madre no es sólo distinta de la hija, sino un tipo de persona diferente. El hermano mayor no es una simple unidad dentro de la clase de los niños, sino una individualidad específica.

El padre y el abuelo son casi tan diferentes entre sí como el perro y el gato. Si suprimimos unos de los miembros, no sólo estamos reduciendo el número de integrantes de la familia: hemos alterado su estructura. Su unidad está constituida por seres diferentes, casi inconmensurables.

La sociedad a la cual ingresa el cristiano con el bautismo no es una entidad colectiva, sino un Cuerpo. En realidad, la familia es la imagen de este Cuerpo en el plano natural. Es inadecuado el enfoque moderno, que identifica a los miembros de la Iglesia con una agrupación de personas semejante a un conjunto de monedas o fichas, y podemos rebatirlo con facilidad señalando que la cabeza de este Cuerpo es distinta en grado sumo a sus miembros inferiores y sólo por analogía existen atributos comunes.

Desde el principio hemos sido llamados a unir nuestra condición de criaturas con un Creador, de seres mortales con lo inmortal, de pecadores redimidos con un Redentor inmaculado. Su presencia, la interacción entre él y nosotros es, en todo momento, el factor predominante de nuestra vida en el Cuerpo, y cualquier concepción de la comunidad cristiana carece de sentido si la comunión con Él no constituye el elemento primordial.

Con esta idea, parecería trivial analizar con mayor detención la diversidad de funciones implícita en la unidad del Espíritu, pero es evidente que existe un permanente intercambio de ministerios, con formas muy sutiles, que no pueden manifestarse en el plano oficial. En todo momento estamos enseñando y aprendiendo, perdonando y siendo perdonados, representando al hombre ante Cristo cuando intercedemos y siendo representados cuando otros interceden por nosotros.

A diario debemos sacrificar nuestro deseo egoísta de retraimiento, pero también día a día somos compensados con creces por el auténtico crecimiento de la personalidad, estimulado por la vida del Cuerpo. Cada miembro está integrado con los demás y todos llegan a ser tan diferentes entre sí como la mano y el oído. Por ese motivo, las personas mundanas son tan tediosamente parecidas en comparación con la maravillosa diversidad de los santos. La obediencia es el camino de la libertad; la humildad, el camino del placer; y la unidad, el camino de la personalidad.

(Fragmentos).