La bendición más grande de Abraham es que él llegó a entender que la más grande de todas las promesas no era la tierra física, sino que su verdadera herencia era Dios mismo.

Lectura: Gálatas 3:1-7.

El elemento esencial para la vida de llenura en el Espíritu es la fe. Pablo pregunta: «¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe? ¿Tan necios sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?». «…las obras de la ley», aluden al esfuerzo del hombre por guardar los mandamientos de Dios. Es decir, ¿van a usar los recursos de la carne para perfeccionar su vida cristiana?

Por supuesto, esta es una pregunta retórica. La respuesta implícita es que ellos no pueden volver a confiar en su carne. Si la regeneración vino por medio de la fe, entonces también la madurez de la vida cristiana viene por el mismo camino – por el Espíritu, por medio de la fe.

Luego, Pablo introduce un ejemplo de la vida del Espíritu: «Así Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia. Sabed, por tanto, que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham» (v. 6). «…para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu» (v. 14).

Abraham es el padre de todos los creyentes, y todos los que somos de la fe somos hijos espirituales de Abraham. Su vida es un ejemplo para todos aquellos que «siguen las pisadas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham» (Rom. 4:12). Antes de él, hubo otros creyentes, pero, estrictamente, en el sentido evangélico, fue el primer hombre llamado de las tinieblas a la luz.

La promesa: el Espíritu

Espiritualmente, la vida de Abraham es muy rica. Examinando su vida de fe, nosotros obtenemos y entramos en esa vida del cumplimiento de la promesa. La promesa a Abraham fue una tierra y una descendencia en esa tierra.

Pablo declara aquí que la verdad del cumplimiento de la promesa es el Espíritu. «…a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu». Es decir, el cumplimiento de todo lo que Dios prometió a Abraham, y la verdad del cumplimiento de todas las promesas en el Antiguo Testamento es el derramamiento y la habitación del Espíritu Santo. Por eso, él es llamado «el Espíritu Santo de la promesa».

Hechos 7:2-3 es un resumen de cómo Abraham comenzó su camino de fe, el camino de la vida llena del Espíritu. «El Dios de la gloria apareció a nuestro padre Abraham, estando en Mesopotamia, antes que morase en Harán, y le dijo: Sal de tu tierra y de tu parentela, y ven a la tierra que yo te mostraré».

Este es el mismo llamamiento que nosotros hemos recibido de Dios. En el caso de Abraham, era una tierra; pero esto tiene ahora un significado espiritual. «Sal de tu tierra y de tu parentela». Ur de los caldeos era una tierra sumida en las tinieblas, en la idolatría, era el dominio del pecado, de la muerte y de Satanás. «Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia» (Ef. 2:1-2).

Abraham estaba en Babilonia, que tipifica al mundo. La cabeza de Babilonia es Satanás (Is. 14). Abraham estaba, como todos nosotros, sin conocimiento de Dios, perdido, condenado, bajo el poder de la muerte, del pecado y de Satanás. Pero vino entonces el llamamiento.

«El Dios de la gloria apareció a Abraham». Todo comenzó con una revelación de la gloria de Dios. Ese fue el comienzo de la fe de Abraham. La fe no surge en nosotros naturalmente; es siempre la respuesta a la revelación de Dios mismo. La fe que viene del conocimiento de Dios es dada en forma sobrenatural.

La fe, don sobrenatural

Nuestra tentación es pensar que la fe es una cualidad especial que alguien tiene, y que algunos tienen más que otros. Pero no es así. ¿Por qué Abraham llegó a ser un hombre de fe? Porque el Dios de la gloria se le apareció. En esa revelación inicial, se le otorgó una medida de fe. Romanos 12:3 dice que cada uno de nosotros, junto con la revelación, ha recibido una medida de fe.

«Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2ª Cor. 4:6). Este es el punto de partida de la vida cristiana. Quien no tiene ese conocimiento de primera mano, aún no ha iniciado su jornada. Abraham tuvo una visión de la gloria de Dios, una visión que está más allá de lo que podemos definir o comprender. Así comenzó la jornada de Abraham.

Pero ahora Dios le dijo: «Sal de tu tierra y de tu parentela, y ven a la tierra que yo te mostraré». En Génesis 12 tenemos el mismo relato: «Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré». Cuando el Dios de gloria apareció en nuestras vidas, este mismo llamamiento de Abraham vino a nosotros.

«Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre». El padre de Abraham era Taré. Pero, hablando estrictamente, el llamamiento a salir de su parentela se refiere a la generación humana completa, que lleva a Abraham y a cada uno de nosotros hasta el primer hombre – Adán. Todos nosotros estamos incluidos en Adán, y, según la Escritura, «en Adán todos mueren». Todos llegamos a ser pecadores en Adán, y, en él, fuimos separados, destituidos de la gloria de Dios.

Salir de Adán

Todos somos de la misma naturaleza de Adán; por tal razón, estamos bajo el poder de las tinieblas, muertos en delitos y pecados. Por tanto, el llamamiento de Dios comienza con salir de esa primera humanidad y venir ahora a una segunda humanidad, que está en Cristo. Salir de Adán, de todo lo que recibimos de él, no solo la naturaleza biológica, sino también todo el sistema de vida que eso significa.

«…a la tierra que te mostraré». La tierra prometida representa las riquezas insondables de Cristo. El llamamiento ordena dejar toda aquella herencia de Adán y venir a un nuevo punto de partida, para echar raíces en un principio totalmente nuevo, que es Cristo, el nuevo Hombre. Ese llamamiento gobernará todos los tratos de Dios con Abraham.

Abraham es llamado a entrar en la tierra y a tomar posesión de ella. En este llamamiento a salir de ese antiguo sistema de vida y venir a esta nueva realidad, la fe de Abraham tiene importancia fundamental. Porque eso lo hizo Abraham por medio de la fe, como vemos en Hebreos 11.

«Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba» (Heb. 11:8). Él obedeció al llamamiento y fue a la tierra que Dios le había de mostrar, aun sin saber cuál era esa tierra. Pero obedeció y salió; y la Palabra dice que fue «por la fe».

Definiendo la fe

¿Cómo podríamos definir la fe? La fe es el elemento vital en nuestra relación con Dios. Sin ella, no podemos vivir una vida de unión con Cristo y, por medio de él, con el Padre. Vamos a examinar primero la naturaleza de la fe, esa fe que permitió a Abraham introducirse en la tierra prometida, es decir, en esa vida de plenitud en Cristo.

Una traducción subjetiva

«Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (Heb. 11:1). Este versículo, lamentablemente, ha hecho tropezar a muchos cristianos, debido a una deficiente traducción. En nuestra versión Reina-Valera 1960, con la cual muchos de nosotros hemos crecido, la traducción nos lleva a una comprensión errada, porque el énfasis del traductor está en la fe como algo subjetivo.

La fe, según esta traducción, es una certeza, un estado subjetivo, un estado interior de nuestro ser. La fe, en este caso, sería un sentimiento de certeza o un sentimiento de convicción respecto a lo que no se ve. Si eso es la fe, tenemos problemas, porque en verdad es muy difícil vivir con un permanente sentimiento de seguridad, de certeza y de convicción.

Ahora, ¿cuál es la traducción objetiva del versículo? La palabra griega traducida como certeza es hipóstasis, la misma que aparece al principio de Hebreos, cuando dice que el Hijo de Dios es «la imagen misma de su sustancia». Vean cómo fue traducida de una manera tan distinta en ambos casos.

¿Por qué tanta diferencia? La palabra griega hipóstasis significa «lo que está por debajo de una cosa y la sustenta». Por eso, se traduce también como fundamento. Es aquello que no se ve, pero que da realidad, sustenta, la existencia de algo. En otras palabras, es la esencia, la sustancia, de una cosa. La sustancia de una cosa no la vemos, pero es lo que hace real aquello que está allí. Eso es la hipóstasis.

El hecho objetivo de la fe

Y aquí se nos dice que la fe es la hipóstasis de lo que se espera. En otras palabras, por la fe, nosotros obtenemos la sustancia, el fundamento firme, de aquello que esperamos. Es algo muy distinto. El énfasis no está en lo que sentimos subjetivamente, sino en un hecho objetivo. La fe nos da el hecho objetivo, la sustancia, el fundamento cierto, de lo que esperamos. Por la fe, recibimos la sustancia. La diferencia es muy grande, porque la fe se refiere a un hecho objetivo que nos es impartido.

«…la convicción de lo que no se ve». Otra vez, la palabra convicción hace referencia a lo que uno siente con respecto a algo. Pero el énfasis aquí no es la convicción. La palabra griega significa evidencia. La traducción correcta es: «la evidencia de lo que no se ve». Por la fe, tenemos la evidencia, la prueba contundente, de lo que no se ve.

La fe no se apoya en el vacío. Siglos atrás, un filósofo cristiano, interpretando este versículo en esta versión, describió la fe como «un salto en la oscuridad». «Tengo confianza, tengo certeza, pero no sé en qué, y salto en la oscuridad, no sé hacia dónde». Pero no dice eso la Escritura.

La sustancia de la fe

«El Dios de la gloria apareció a Abraham». La sustancia de la fe y la evidencia de esa fe es Dios mismo. Es porque lo hemos visto, lo hemos tocado, y él nos ha dado la evidencia en nuestro corazón. Así surge la fe. La fe se apoya en Dios y en el conocimiento de Dios. La esencia de la fe es Dios mismo. Eso es maravilloso. Y, porque lo conocemos y tenemos la evidencia de él dentro de nuestro ser, el Dios de gloria resplandeció en nuestro corazón, es que le creemos a él, a su Palabra. Es muy importante entender esto.

La fe se apoya en Dios. Nada menos que él puede ser el objeto de nuestra fe. Así comienza el camino de la fe. Por eso, dice el versículo 2: «Porque por ella alcanzaron buen testimonio los antiguos». La medida de fe se relaciona con la medida de evidencia que tenemos de la gloria de Dios, depende de cuánto conocemos a Dios. Cuanto más le conocemos, mayor será nuestra fe. Ese es el gran secreto de la fe de Abraham.

Abraham no era una persona extraordinaria. Era como todos nosotros, pero él había visto; tenía evidencia. Él sabía lo que otros no sabían; había visto al Dios de la gloria, y eso explicaba su fe. Por eso obedeció, porque la garantía no estaba en la tierra. Dios no le mostró la tierra que le daría. No, la garantía era Dios mismo.

Abraham le creyó a Dios. El objeto de la fe es Dios. Por la fe conocemos a Dios. La fe no tiene nada que ver con los sentimientos. A veces, sentimos su presencia; pero la fe no es un estado subjetivo. La fe es entendimiento, conocimiento, evidencia, y es la respuesta del corazón a esa evidencia.

Riqueza insondable

Veamos un pequeño principio en la vida de Abraham, respecto de esa vida de plenitud en el Espíritu. Dios llamó a Abraham a vivir en esta tierra que representa la plenitud de Cristo. Es por medio de una vida llena del Espíritu que nos apropiamos de las riquezas insondables de Cristo, y es por medio del Espíritu que tales riquezas se convierten en nuestra experiencia.

«Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (Gén. 12:1-3).

Esta promesa de Dios a Abraham se desenvuelve a lo largo de todo el Antiguo Testamento y alcanza su completa realización con el Señor Jesucristo. La Escritura dice que a Abraham y a su simiente fueron hechas las promesas, y la simiente de Abraham es Cristo. Todas las promesas de Dios a Abraham tienen su realización en Cristo. Por medio de Cristo, la bendición de Abraham llegó hasta nosotros.

«Y se fue Abram, como Jehová le dijo; y Lot fue con él» (v. 4). Esto es muy importante. ¿Cuál es el mayor obstáculo para esa vida de fe que Dios desea para todos nosotros? ¿Por qué no todos viven esa vida de plenitud? ¿Por qué es tan difícil, aparentemente, apropiarse de esas riquezas de Cristo?

La presencia del viejo hombre

«Lot fue con él». Aquí tenemos una luz muy grande de la Escritura. Dios le había dicho a Abraham que saliera de su tierra y de su parentela. Él salió, pero se llevó con él a Lot, una parte de su parentela. ¿Qué significa eso en nuestra vida cristiana? Que, cuando somos unidos a Cristo por el Espíritu, nuestra carne, ese conjunto de hábitos, costumbres y pensamientos, aún viene con nosotros.

El viejo hombre, aunque fue crucificado juntamente con Cristo, aún vive en nuestro cuerpo y en nuestra mente. Pero el propósito de Dios es que dejemos atrás esa antigua vida, para que podamos de verdad disfrutar la vida de abundancia que él preparó para nosotros en Cristo.

La labor del enemigo

«Y era Abram de edad de setenta y cinco años cuando salió de Harán. Tomó, pues, Abram a Sarai su mujer, y a Lot hijo de su hermano, y todos sus bienes que habían ganado y las personas que habían adquirido en Harán, y salieron para ir a tierra de Canaán; y a tierra de Canaán llegaron. Y pasó Abram por aquella tierra hasta el lugar de Siquem, hasta el encino de More; y el cananeo estaba entonces en la tierra» (v. 4-6).

Presten atención a este segundo elemento: «…y el cananeo estaba entonces en la tierra». Dos grandes obstáculos se levantan contra esa vida de plenitud en la tierra prometida. El primero es Lot, que viene pegado con Abraham desde el pasado; y el segundo, el cananeo. ¿Qué representa el cananeo? Efesios 6:12: «Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes».

«…y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús». En esos lugares celestiales, tenemos lucha. Satanás y sus huestes intentarán apartarnos, para estorbar, para sofocar, si fuera posible, esa vida que tenemos en Cristo. En esa misma tierra, en esa vida nueva, está el cananeo para oponerse.

La permanente contienda entre el Espíritu y la carne

Ahora, si queremos venir a esa vida de plenitud en Cristo, tenemos que separarnos de Lot. Es Lot, nuestra carne, lo que impide esa vida plena. «Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis» (Gál. 5:17).

No hay arreglo posible entre la carne y el Espíritu. Si vivimos para la carne, entonces el Espíritu no tiene lugar. Es excluyente: o la carne, o el Espíritu; pero no es posible servir a ambos a la vez. Si servimos al Espíritu, él hace morir las obras de la carne. Esa fue la gran lección que tuvo que aprender Abraham.

«Subió, pues, Abram de Egipto hacia el Neguev, él y su mujer, con todo lo que tenía, y con él Lot» (Gén. 13:1). En el capítulo 12, se registra que Abraham descendió a Egipto. Egipto es el mundo con todos sus recursos. Abraham dejó esa vida de fe y descendió a Egipto, porque Lot andaba con él. Si andamos la carne, ella nos llevará siempre fuera de la vida de plenitud en Cristo. Cuando Abraham volvió de Egipto, todavía Lot estaba con él. Pero no podía seguir así para siempre.

«Y Abram era riquísimo en ganado, en plata y en oro» (13:2). En Cristo tenemos todo lo que necesitamos. «Y volvió por sus jornadas… hasta el lugar donde había estado antes su tienda entre Bet-el y Hai, al lugar del altar que había hecho allí antes…». Al llegar a la tierra prometida, lo primero que Abraham hizo fue edificar un altar. El altar señala una vida de consagración, de abandono en las manos de Dios. Cuando él vuelve de Egipto, reedifica el altar, regresa al punto en el cual había caído.

Persistencia de la carne

«También Lot, que andaba con Abram, tenía ovejas, vacas y tiendas» (v. 5). No hay nada más insistente que nuestra carne. La carne, decía un escritor, puede crecer y desarrollarse aun alrededor del altar de Dios. Pero ella nos puede traer la ruina. ¿Por qué esa tentación permanente de volver a confiar en la carne y depender de ella? Porque la carne está llena de recursos, y está a la mano. Eso le aconteció a Abraham.

«Hubo entonces hambre en la tierra» (12:10). Aquello era para probar la fe. La vida en los lugares celestiales nos lleva a una dependencia más profunda de Dios. Pero, cuando parece que él no responde, echamos mano a la carne. Y la carne le dijo a Abraham: «En Egipto hay comida», y él descendió allá. Cuando se ha vivido toda una vida confiando en los recursos de la carne, es fácil volver a apelar a ella.

El versículo 6 es casi una transcripción del pasaje de Gálatas, donde dice que la carne y el Espíritu se oponen entre sí: «Y la tierra no era suficiente para que habitasen juntos, pues sus posesiones eran muchas, y no podían morar en un mismo lugar». Versículo 7: «Y hubo contienda entre los pastores del ganado de Abram y los pastores del ganado de Lot; y el cananeo y el ferezeo habitaban entonces en la tierra».

El cananeo y el ferezeo estaban allí. Satanás estaba allí. Y la acción de Satanás sobre nuestra vida es por medio de la carne. Si alguien halaga a su carne, la consiente, la protege y la justifica, tiene que saber una cosa: un día, esa carne lo hará sufrir, porque hay huestes espirituales de maldad determinadas a destruir su vida en Cristo. Y la base de apoyo de ellos es la carne.

La carne carece de valor para Dios

«Entonces Abram dijo a Lot: No haya ahora altercado entre nosotros dos, entre mis pastores y los tuyos, porque somos hermanos. ¿No está toda la tierra delante de ti? Yo te ruego que te apartes de mí. Si fueres a la mano izquierda, yo iré a la derecha; y si tú a la derecha, yo iré a la izquierda» (v. 8-9). Abraham tomó una decisión radical – no dar más lugar a su carne. Abraham amaba a Lot; pero llegó un momento en su vida en que se dio cuenta que, si Lot seguía con él, su vida con el Señor estaba arruinada.

Solo hay una manera de tratar con este problema. Nuestra carne fue crucificada juntamente con Cristo. Observen esto con atención – la carne no tiene ningún valor para Dios. «Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien» (Rom. 7:18). No hay nada en ella que pueda agradar a Dios. Dios, simplemente, ha tomado nuestra carne y la ha crucificado definitivamente en Cristo.

Aceptando el veredicto de Dios

Dios desechó la carne para siempre, y nosotros tenemos que aceptar el veredicto de Dios sobre ella. Si entendemos y aceptamos este veredicto, en un acto de fe y de obediencia, entonces tomaremos la determinación de no tener nada que ver con la carne. Eso es lo que hizo Abraham. «Si fueres a la mano izquierda, yo iré a la derecha», es decir, voy a poner una distancia inseparable entre tú y yo.

El Señor Jesús dijo: «Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti» (Mat. 5:29). ¿Qué cosa puede ser más importante para alguien que su ojo derecho, su mano o su pie derecho? Imaginen lo que sería su vida sin alguno de estos miembros. Pero el Señor dice: «…pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno». Así debemos tratar con nuestra carne, aceptando el veredicto de Dios sobre ella, y obrar con ella según ese veredicto. Eso fue lo que hizo Abraham.

La estrecha visión de Lot

«Y alzó Lot sus ojos, y vio toda la llanura del Jordán, que toda ella era de riego, como el huerto de Jehová, como la tierra de Egipto en la dirección de Zoar, antes que destruyese Jehová a Sodoma y a Gomorra» (v. 10). Lot tipifica aquí a un creyente carnal, una persona regenerada, pero que vive para su carne.

Veamos la figura mostrada aquí. La tierra de Israel es una pendiente que va desde las alturas del Golán y desciende a lo largo del Jordán hasta llegar a una depresión a 400 metros bajo el nivel del mar, la llanura del Jordán, el lugar más bajo. Y allí, en el extremo sur, estaban las ciudades de Sodoma y Gomorra.

Abraham miró desde la altura – los lugares celestiales. Y Lot vio cuán atractiva era la tierra, cuántas posibilidades, cuántos beneficios ofrecía. Pero Abraham veía lo que los ojos físicos no ven y tocaba lo que los sentidos no tocan. Él veía al Dios de la gloria, en tanto los ojos de Lot solo veían lo que estaba delante de él, lo externo, lo aparente.

Lot no pensó en Abraham, sino que escogió de inmediato lo mejor para sí mismo. Así es la carne. «Aquí podré prosperar». No era nada pecaminoso; no había pecado allí, no inmediatamente. Pero la carne, siempre, al final, nos llevará al pecado y a la muerte.

«…y se fue Lot hacia el oriente, y se apartaron el uno del otro. Abram acampó en la tierra de Canaán, en tanto que Lot habitó en las ciudades de la llanura, y fue poniendo sus tiendas hasta Sodoma» (v. 11-12). Abraham permaneció en la tierra donde Dios lo puso, y Lot llegó a establecerse en Sodoma.

«Mas los hombres de Sodoma eran malos y pecadores contra Jehová en gran manera» (v. 13). Esa fue la tragedia de Lot, porque él siguió los dictados de su carne. «Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna» (Gál. 6:8).

Dos caminos

Ahí tenemos los dos caminos. Abraham sembró para el Espíritu, y cosechó vida eterna; Lot sembró para su carne, y cosechó destrucción. Un día, Lot vio tras de sí un rastro de muerte, y su vida se convirtió, no solo para él, sino para su descendencia, en una fuente de maldición. Así es la carne.

Una vez que la carne fue juzgada y fue puesta a un lado, «Jehová dijo a Abram, después que Lot se apartó de él: Alza ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre» (v. 14-15). Esta promesa alude a la posesión plena de las riquezas insondables de Cristo.

Conocemos la historia de Lot. La Escritura dice que Lot era un hombre justo y afligía su alma cada día estando en Sodoma (2ª Ped. 2:7-8). Y, ¿por qué estaba él allí? Porque había salido en su carne. Estaba atrapado en Sodoma, y no podía salir. Cuántas personas hemos conocido que se han deslizado, y llega un momento en que están atrapadas, se angustian y lloran, sin poder salir, porque un vicio, una adicción o alguna cosa terrible se apoderó de ellos.

La carne nunca tendrá frutos, pues Dios la condenó para siempre. Sin embargo, Dios tuvo misericordia de Lot y lo mandó a buscar a Sodoma, por la intercesión de Abraham. Él nunca nos abandona, ni aun en nuestros pecados más terribles. Lot se salvó, pero, como dice Pablo, «así como por fuego» (1ª Cor. 3:15).

La vida de Lot se consumió, y él lo perdió todo. Su mujer se convirtió en estatua de sal, porque Sodoma se había metido en su corazón. Sus hijas se corrompieron; tuvieron hijos de su propio padre. Así es la carne, lo corrompe todo, lo destruye todo. La descendencia de Lot fue maldecida, porque de él nacieron los amonitas y los moabitas, excluidos para siempre de la congregación; ellos han sido los grandes enemigos del pueblo de Dios.

Los resultados

¡Qué rastro de muerte dejó Lot! Sin embargo, Abraham siguió al Espíritu y continuó avanzando. Y, ¿qué pasó con él? «Era Abraham ya viejo, y bien avanzado en años; y Jehová había bendecido a Abraham en todo» (Gén. 24:1). Es maravilloso.

Las bendiciones de la vida de fe, y las maldiciones de la vida en la carne, están registradas en Deuteronomio capítulo 28. En la historia de Abraham y de Lot, vemos una vida que segó bendición y otra vida que cosechó maldición. Pero la bendición más grande de Abraham es que él conoció y caminó con Dios y, a lo largo de los años de su caminar con Dios, llegó a descubrir que la más grande de todas las promesas y del cumplimiento de ellas no era la tierra física, sino que su verdadera herencia era Dios mismo.

Quien gana a Cristo, lo gana todo. La vida en el Espíritu, la vida de fe, no se apoya en lo que se ve, sino en lo que no se ve. No sigamos nuestra vista ni nuestros deseos, no obedezcamos a nuestra carne, sino aceptemos el juicio de Dios sobre ella y caminemos con nuestros ojos puestos en el Señor.

Mensaje impartido en Santa Clara, Cuba, en marzo de 2013.