Regresando a las Escrituras y a Cristo.

Para volver a la Palabra hay que volver a las Escrituras

Lo primero que es necesario establecer a la hora de hablar de volver a la Palabra, es que para volver a la Palabra hay que volver a las Escrituras. En efecto, la Palabra está contenida en las Escrituras. Ellas son el registro inspirado de la Palabra. Las Escrituras son, pues, el referente objetivo y absoluto, divinamente garantizadas, de la bendita y viva Palabra de Dios.

Hoy en día, cuando la iglesia se mueve en medio de tantos y variados énfasis, y todos ellos presentados como «la Palabra», necesitamos más que nunca, revisar, reflexionar y asegurarnos hasta qué punto estos énfasis se conforman a lo establecido en las Escrituras. ¿Por qué? Porque sencillamente, lo que no es bíblico, no puede ser «la Palabra».

Ya en la época del Nuevo Testamento, el apóstol Pablo reprochaba a los corintios: «Porque si viene alguno predicando a otro Jesús que el que os hemos predicado, o si recibís otro espíritu que el que habéis recibido, u otro evangelio que el que habéis aceptado, bien lo toleráis» (1ª Cor. 11:4).

Aquí, Pablo no habla de énfasis, sino de otro Jesús, otro espíritu y otro evangelio. Como puede ver, el asunto puede ser más grave que hablar simplemente de énfasis. Pero, ¿cuál era el Jesús verdadero, el espíritu correcto y el legítimo evangelio? En ese tiempo, no se podía aún hablar de Jesús, el espíritu y el evangelio bíblicos, por la sencilla razón de que las Escrituras estaban recién en formación. En esa época, el Jesús verdadero era el que predicaban los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Por ello, el apóstol Juan, hablando en representación de los Doce, dice: «Lo que hemos visto y oído (refiriéndose a Cristo) eso os anunciamos, para que tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo» (1ª Jn. 1:3).

Y más adelante, en el 4:6, agrega: «Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos oye; el que no es de Dios, no nos oye. En esto conocemos el espíritu de verdad y el espíritu de error». ¿En qué consistía el espíritu de error? En no oír a los apóstoles que habían visto y oído a Jesucristo.

Hermanos, la iglesia cree en el Señor Jesucristo revelado por los apóstoles del Cordero. Creemos en el Cristo de Mateo, de Marcos, de Lucas, de Juan, de Pablo. Es en ese evangelio que creemos. Pues bien, ese mismo Cristo, ese espíritu y ese evangelio, está hoy para nosotros registrado en las santas Escrituras. El Cristo de los apóstoles es el Cristo de la Biblia. Por lo tanto, necesitamos volver a las Escrituras; necesitamos estudiarlas con seriedad y conocerlas profundamente. No es suficiente conocer y predicar de versículos por aquí y por allá. No debemos mirar en menos el principio hermenéutico que dice: «Un texto fuera de contexto es un pretexto».

Volver a la Palabra es volver a Cristo

En segundo lugar, cabe preguntarse: ¿Qué es volver a la Palabra? Volver a la Palabra es volver a Cristo. La Palabra de Dios no es una idea o un concepto como lo es la palabra humana; no, la Palabra de Dios es una persona, nuestro Señor Jesucristo. Él es la Palabra viva y eterna de Dios. «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó)» (1ª Jn. 1:1-2). Para volver a la Palabra entonces, debemos volver a las Escrituras; pero esa Palabra es Cristo mismo. En las Escrituras encontraremos a Cristo, al Cristo de los apóstoles; en definitiva, al Cristo de Dios (Luc. 9:20).

Jesús mismo advirtió a los judíos: «Ustedes estudian con diligencia las Escrituras porque piensan que por ellas tienen la vida eterna» (NVI). Pero «ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn. 5:39). Jesús declara que las Escrituras dan testimonio de él. La vida eterna no está, pues, en las Escrituras mismas, sino en aquel de quien ellas dan testimonio. Por eso, a continuación, agrega: «…y no queréis venir a mí para que tengáis vida» (Jn. 5:40).

Por si aún no está claro el punto de lo que venimos diciendo, observe el versículo 46: «Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él». ¿Qué está afirmando Jesús? Que en el Pentateuco, en la Torá, Moisés escribió de él. ¿Se habría usted imaginado que el libro de Génesis hablaba de Cristo? Quizá usted dice: «Yo he leído Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, y nunca vi a Cristo en las páginas del Pentateuco. Allí, leí de la creación, de Adán, de Abraham, de José, pero nunca de Cristo». Pero aquí está el punto. ¿Nunca se dio cuenta que la «palabra» por la cual fueron creados los cielos y la tierra, era Cristo mismo? (Jn.1:3). ¿Nunca pensó que la simiente de Abraham, a la cual fueron hechas las promesas, era Cristo? (Gálatas 3:16). ¿Nunca vio que la escena tan desgarradora de Abraham ofreciendo en sacrificio a su hijo Isaac, era una parábola de lo que, miles de años después, haría nuestro propio Dios, cuando entregó a su unigénito Hijo por nosotros? (Heb. 11:17-19). ¿Nunca descubrió que lo que se escribió de José, fue dicho como tipo de Cristo? ¿Nunca cayó en la cuenta que Cristo es nuestra Pascua de Éxodo 12? ¿Y qué decir del libro de Levítico? Que no hay ningún otro libro en toda la Biblia que revele tan perfecta, completa y profundamente el sacrificio de Cristo en la cruz, como el libro de Levítico.

Claro que el Pentateuco es historia. Pero ese es sólo su sentido primario. Su sentido pleno es su significado espiritual. Y ese significado es Cristo Jesús. El sentido gramático-histórico de las Escrituras no agota, en ningún caso, el significado de ellas.

Como dijera el propio Señor Jesucristo: «Porque todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan» (Mat. 11:13). Con la expresión «los profetas y la ley», el Señor Jesucristo está designando todo el AT. Y ¿qué es lo que dice? Que todo el Antiguo Testamento fue profecía. No solo algunas partes, no solo los profetas, sino toda la ley también. Por lo tanto, el Antiguo Testamento no sólo fue historia, sino principalmente profecía.

¿Profecía de qué? No ¿de qué?, sino ¿de quién? De nuestro bendito Señor Jesucristo. Por ello, con la misma fuerza que afirmamos que Jesucristo, su persona, su obra y sus enseñanzas, es el tema de las Escrituras, afirmamos también que, en definitiva, el único intérprete de las Escrituras es el Espíritu Santo. Solo él puede quitar el velo a la hora de leer las Escrituras, a fin de encontrarnos personalmente con el Autor de ellas. ¡Qué distinto es y será considerar así las Escrituras! Desde esta perspectiva, el Antiguo Testamento es un libro actual y vigente al igual que el resto de las Escrituras. Amén.