Reflexiones acerca de la visión espiritual.

Lectura: 2 Crónicas 26:1-5, 16-21, 23; Is. 6:1-10.

Esta es una historia impresionante y sorprendente, y gira alrededor del tema que tenemos delante, es decir, el tema de la visión espiritual. «Vi al Señor … mis ojos han visto…», y todo gira alrededor de esto.

Lo que surge de todo el incidente es esto, que el rey Uzías era en lo moral y espiritual una representación de Israel y, en gran medida, de los profetas de Israel. Esta es la significación de la doble declaración del profeta Isaías: «Soy un hombre inmundo de labios, y soy vuestro profeta; y habito en medio de un pueblo de labios inmundos». Y esto, como se ve claramente, se relaciona con Uzías; porque como sabéis, los leprosos tenían que ponerse un velo sobre el labio superior y gritar por donde fueran: «¡Inmundo!». Las palabras: «Soy un hombre de labios inmundos y vivo en medio de un pueblo de labios inmundos», significan sencillamente que todos somos leprosos.

Lo que de hecho está diciendo Isaías es: Lo que es cierto en cuanto a Uzías, es cierto en cuanto a todos nosotros: profeta y pueblo. Vosotros no os dais cuenta, ni yo tampoco me daba hasta que vi al Señor. Todos estábamos profunda y terriblemente impresionados con lo que ocurrió en el caso de Uzías. Hemos vivido en una atmósfera cargada con el horror de lo ocurrido; hemos estado hablando en susurros sobre ello, diciendo lo terrible que era, lo malo que era lo que hizo Uzías, y qué horroroso el que nuestro rey resultara ser así, y que tuviera un final como éste, qué cosa tan horrible es la lepra. Hemos estado diciendo cosas duras sobre Uzías y pensando mucho sobre lo doloroso de su caso, pero yo he llegado a ver que todos estamos en su mismo caso. Yo que os he estado predicando a vosotros (no olvidéis que el sexto capítulo de Isaías ha estado precedido por otros cinco capítulos de profecía). He llegado a ver que yo no soy mejor que Uzías. Y vosotros, con todos vuestros ritos y ceremonias; yendo al templo; ofreciendo los sacrificios; usando vuestros labios en adoración; estáis en el mismo caso de Uzías, todos somos leprosos. Quizás no os dais cuenta, pero yo he llegado a ver. Y ¿cómo he llegado a ver? ¡He visto al Señor! «Mis ojos han visto al Rey, Jehová de los ejércitos … Vi al Señor … Alto y Sublime». Todo esto es impresionante cuando lo piensas.

¿Qué vamos a hacer con ello? Quizás haríamos bien en dejarlo todo a un lado y considerar todo esto durante un rato, simplemente darle vueltas.

Desechemos algo de inmediato. Me refiero a una idea popular que de algún modo ha brotado y que se ha apoderado de algunos de nosotros, la idea de que fue esta visión lo que hizo de Isaías un profeta o predicador. Seguro que hemos oído esto, puede que incluso lo hayamos dicho. ¡Oh, no! ¿Por qué si el libro de Isaías es inspirado y dirigido por Dios, la visión ha de acontecer cuando ya ha profetizado tanto? Mira estos cinco capítulos de profecías. Qué cosas tan tremendas hay en esos capítulos. No, no fue eso lo que le convirtió en el profeta, el predicador. Dios estaba tratando con un hombre, no con un profeta.

Dios estaba tratando con un pueblo, no con un oficio. Está llegando al fondo de lo que somos ante él. De modo que no podemos transferirlo a un tipo de persona llamados profetas o predicadores, y sentir que algunos de nosotros no estamos involucrados porque no formamos parte de este colectivo, somos simples creyentes de a pie que no aspiramos a ser profetas ni predicadores. No es esto. El Señor esta aquí apuntando al pueblo, quiere dejarles claro cómo les ve en sí mismos, aunque hayan incluso predicado mucho; lo que son ante él, en sí mismos. Tarde o temprano esta realidad ha de alumbrarnos para salvaguardarlo todo y para asegurar Sus propósitos.

Lo que busca Dios

¿Qué está buscando Dios? Si puedes ver, si tienes los ojos abiertos para ver lo que Dios se propone, entonces entenderás también su método y el por qué emplea tal método. El capítulo 5 deja claro lo que Dios está buscando. Está buscando un pueblo que satisfaga su propio corazón. Se le llama un remanente. Se le llama así sencillamente porque tal pueblo no será más que un remanente. Él sabe muy bien que la totalidad del pueblo no se conformará a su propósito. Él ha visto de antemano la historia de este pueblo hasta el tiempo de la venida de Su Hijo, y lo que este mismo pueblo le va a hacer a Su Hijo. Él conoce sus corazones. Esta es la razón por la que le dice a Isaías las cosas terribles que va a hacer: engrosar el corazón de este pueblo, cerrar sus ojos y oídos. Él sabe.

Sin embargo, habrá algunos que responderán. No serán mas que un remanente, y este remanente se menciona concretamente al final del capítulo 6 en estas palabras: «Y si quedare aún en ella la décima parte, esta volverá a ser destruida; pero como el roble y la encina, que al ser cortados aún queda el tronco, así será el tronco, la simiente santa».

En el tronco que ha sido cortado (y nota que lo que precede es la tala del árbol) Israel será cortado por las naciones a quienes Dios va a llamar, usándolos como sus instrumentos de juicio, para cortar a Israel, y cortarán al árbol de Israel. Pero el tronco permanecerá, y en el tronco habrá una décima parte, habrá un remanente, una simiente santa cuando Dios haya ya acabado de tratar con todo el árbol. Dios está buscando un grupo, un grupo de entre la compañía general de su pueblo, que satisfaga su corazón. Y para conseguir este remanente Dios toma a Isaías y trata con él de esta forma, y le da esta visión.

Amados, para que Dios consiga su propósito, hemos de estar por completo desilusionados en cuanto a nosotros mismos y ver con claridad lo que somos en nosotros mismos delante de Dios. ¡Terrible revelación! Todo lo que sea una sospecha o sugerencia de autosatisfacción, autocomplacencia, de haber conseguido algo o de estar satisfechos con nuestra condición presente, nos descalificará para formar parte del remanente o de ser de alguna manera instrumentos en el plan y propósito de Dios.

De modo que una vez este hombre (Isaías) se puso en camino para hablar de la magnitud de los juicios soberanos de Dios en los cinco primeros capítulos, de repente parece como si Dios le detiene. Tiene lugar una crisis en su propia vida y ministerio. Dios le conduce para que vea en profundidad lo que él mismo es y lo que es el pueblo delante de Él. Él y todos los que habían juzgado y condenado y comentado con aliento contenido lo que le había ocurrido a Uzías, son llevados a darse cuenta de que ellos mismos son exactamente iguales; no había diferencia. A la vista de Dios todos estaban con el velo sobre el labio superior, en la necesidad de gritar: «¡Inmundo, inmundo!».

La lepra de la vida del «yo»

Pero ¿qué era esa lepra? Contestamos enseguida: El pecado, por supuesto. Sí, el pecado; pero, ¿de qué se trata exactamente? Demos una mirada a Uzías y veamos lo que significó su lepra, veamos lo que la lepra representó en el caso de Uzías. «Hizo lo recto ante los ojos de Jehová, conforme a todas las cosas que había hecho Amasías, su padre», y mientras anduvo en los caminos del Señor, el Señor le prosperó.

Vemos que Uzías era un hombre bendecido por el Señor, andando en la luz del Señor y experimentando Su favor, y al mismo tiempo, vemos ese algo, profundamente arraigado en el corazón de cada hombre, siempre dispuesto a levantarse y a convertir las mismas bendiciones de Dios en algo que se atribuye a sí mismo, para hacerse un nombre, para ganar una posición de preferencia, para atraer sobre sí mismo grandeza, gloria, poder e influencia y satisfacción, para darle reputación y posición. Se trata de esto.

¿Qué es lepra? ¿Qué es esto que Dios abomina? Es esta vida del yo que está en todos nosotros, que está siempre procurando que, incluso las cosas de Dios, le sean de ganancia y ventaja personal. El Señor bendice, y nosotros llegamos a creernos alguien en lo secreto de nuestro corazón por que el Señor ha bendecido. Olvidamos que las bendiciones de Dios han llegado a nosotros por Su gracia y misericordia, y secretamente empezamos a pensar que tiene que haber algo en nosotros que tenga mérito en ello. Es nuestra habilidad o inteligencia, algo en nosotros mismos. Comenzamos a hablar de nuestra bendición, nuestros éxitos. Se trata de ese algo allá en lo profundo, el germen de la lepra en todos nosotros, la vida del yo en sus múltiples formas que produce orgullo, incluso orgullo espiritual, y nos hace, como a Uzías, interferir en las cosas santas con nuestra propia energía, propia fuerza, autoafirmación, autosuficiencia. Sí, la lepra, no importa como se exprese, es la raíz del yo.

En ello –y es otra rama de cosas para la que no tenemos tiempo ahora–, en ello yace el peligro de la bendición y la prosperidad. ¡Cuán necesario nos es el ser crucificados en medio de nuestra prosperidad! Cuán necesario es que Dios salvaguarde su bendición de nosotros mostrándonos continuamente quiénes somos en realidad, mostrándonos que todo es por gracia, y que si Él ha concedido algún tipo de bendición, algún tipo de éxito, algún tipo de prosperidad no es porque en nosotros haya algo a Su vista, no importa lo que piensen los hombres.

Seamos lo que seamos entre los hombres, a la vista de Dios no somos más que leprosos, y lo que importa no es cómo aparezcamos ante los hombres, sino cómo aparezcamos ante Dios. Podemos llegar a altas posiciones de eminencia en este mundo, pero lo que realmente importa es si ante Dios llegamos a tales posiciones.

Es posible que lo que acabamos de decir no se aplique a la mayoría de nosotros, porque no seamos demasiado conscientes de haber sido bendecidos y prosperados ni de que tengamos demasiado de qué jactarnos. La mayoría de nosotros experimentamos más bien lo contrario, una buena medida de humillarnos y vaciarnos. Sin embargo, lleguemos al corazón del asunto. Incluso allí en lo más profundo existe una ansia que es del yo, existe una rebeldía que es la rebeldía de la vida del yo.

Uzías es sacado a la luz en este punto para mostrar que esto es ese algo en la vida del profeta y del pueblo que hace imposible que Dios consiga su propósito. Ha de ser expuesto, tratado. No puede pasarse por alto, ha de ser sacado a la luz y hemos de verlo.

El logro del objetivo de Dios – El fruto de ver al Señor

De modo que paso enseguida y directamente a este punto: que Dios ha de lograr el propósito sobre el que su corazón se ha establecido, es decir, un pueblo, aunque sea sólo una décima parte, un remanente; ha de conseguir un pueblo que responda al deseo de su propio corazón y le satisfaga en el completo propósito de su voluntad. Para que Él pueda conseguir esto ha de haber un ver, y un objeto a ser visto, lo cual hará el resto: el objeto a ser visto es el Señor. Ver al Señor, como queda tan claro en este pasaje, es ver santidad, y cuando vemos santidad vemos lepra allí donde nunca hubiéramos esperado, tanto en nosotros como en otros. Cuando hemos visto al Señor, vemos el verdadero estado de cosas tanto en nosotros como en aquellos a nuestro alrededor, incluso del pueblo de Dios. Ver al Señor es la gran necesidad para que podamos encaminarnos al objetivo hacia el que él se dirige.

«Vi al Señor»; «mis ojos han visto». ¿Cuál es el resultado? Es una revelación a nosotros mismos de lo que somos y es una revelación también del estado espiritual a nuestro alrededor. Cuando hemos visto al Señor clamamos: «¡Soy muerto!». Si miraras el significado de esta expresión, «soy muerto», verás que significa sencillamente: «Soy digno de muerte». Este es el significado de la palabra hebrea en este texto: Digno de muerte. ¡Soy digno de muerte! Tú y yo veremos nuestra necesidad de estar unidos a Cristo en su muerte si nuestros ojos están abiertos para ver al Señor, para ver que no hay otra alternativa, es el único camino.

Esto no son simplemente palabras e ideas. Lo que quiero que veamos es esto: que la obra del Espíritu de Dios en nosotros, por la que nuestros ojos son abiertos para ver al Señor, dará como resultado que sintamos que lo único, lo mejor que podemos hacer es morir, llegar a un fin. ¿Has llegado ahí? Por supuesto, Satanás jugará en este terreno, como ciertamente lo ha hecho con mucha gente, tratando de llevarles a que acaben con todo, tratando de conducir algo que el Espíritu de Dios está haciendo hacia sus propios intereses para convertirlo en algo trágico.

Mantengámonos en el reino espiritual y reconozcamos que el Señor obrará en nosotros para Su propia gloria y para posibilidades gloriosas, llevándonos a ese lugar en que sintamos profunda y terriblemente que lo mejor para nosotros es morir. Entonces nos habrá puesto de acuerdo con sus propios pensamientos sobre nosotros. ¡Soy muerto! El Señor hubiera podido decirle perfectamente: «Así es, yo lo he sabido todo este tiempo. Me ha sido difícil hacértelo saber. Eres digno de muerte».

Cuando llegas a tal lugar, has llegado al sitio desde donde puedes empezar. Sin embargo, mientras estemos interfiriendo constantemente, ocupando el lugar, como Uzías, yendo al templo, al santuario, ocupados, activos en nosotros mismos, en lo que somos, mientras estamos llenando el templo, el Señor no puede hacer nada. Él nos dice: «Mira, has de salir de ahí, y has de venir a este lugar en que, por propia voluntad, te des prisa en salir por que te das cuenta de que eres un leproso». Esto es lo que se dice de Uzías. «Y él también se dio prisa en salir». Al final se da cuenta de que este no es lugar para él. Cuando el Señor nos ha llevado a tal lugar –¡Soy muerto, este no es lugar para mí– entonces él podrá empezar en el lado positivo. Tiene el camino abierto. Este ver es algo terrible, y sin embargo es algo sumamente necesario, y en su resultado final es algo muy glorioso. Entonces llegó la comisión. Hay mucho más que decir sobre ello, pero hemos de continuar.

La razón para la necesaria experiencia

Solo quiero añadir esto: ¿Te das cuenta de lo necesario que era que a Isaías le ocurriera algo así? ¿Qué iba a hacer? ¿Iba a predicar un gran avivamiento? ¿Iba a salir para decir a la gente: «Todo está bien, el Señor va a hacer grandes cosas. Ánimo, va a despuntar un gran día?» ¡No! Su comisión era: «¡Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos!». Este no es un trabajo demasiado agradable que digamos. ¿Dónde nos lleva esto? El Señor conocía el estado del corazón del pueblo. El sabía perfectamente que en realidad no tenían ningún deseo de ver. Si de verdad quisieran ver tendrían actitudes completamente diferentes. Estarían libres de prejuicios, de sospechas, de criticismo. Estarían alargando las manos e investigando. Mostrarían los signos de su hambre, de sus anhelos. Estarían investigando y no se desanimarían fácilmente por los juicios y críticas de otros pueblos.

Sin embargo, Él sabía que dijeran lo que dijeran, en su corazón no querían ver, en realidad no querían oír. Este profeta diría mas adelante: «¿Quién ha creído a nuestro anuncio?» (Isaías 53:1). El Señor lo sabía, y el juicio siempre viene en consonancia con lo que hay en el corazón de un pueblo. Si no quieres, vas a perder la capacidad de querer. Si no quieres ver, perderás la capacidad de ver. Si no quieres oír perderás la capacidad de oír. El juicio no es mecánico; es orgánico. Viene en consonancia con tu vida. Siembras una semilla de inclinación o de no inclinación, y recogerás una cosecha de capacidad o incapacidad, y uno de los efectos de un ministerio de revelación es el de sacar a la luz la inclinación o la no inclinación de la gente para su propio juicio, y vas a descubrir que un ministerio de revelación y de vida sólo endurece más a algunas personas. El Señor lo sabe.

Seguir adelante con un ministerio así no es algo muy confortable. Para ello has de ser un hombre crucificado. Has de estar libre de todo interés personal en ello. Si deseas reputación, popularidad, éxito, seguidores, entonces es mejor no ir por este camino, mejor no ver demasiado, mejor no ver las cosas en profundidad. Mejor que te pongas anteojeras y que seas un incorregible optimista. Si estás transitando el camino de los propósitos de Dios, de un pueblo que verdaderamente responde a sus objetivos, será un camino abierto entre la masa que no quiere tal camino, y que te hará saber que no lo quiere, y habrás de andar un camino solitario. Puede que piensen que tienen razones válidas, pero el hecho es que no tienen el hambre y la desesperación suficiente como para investigar e inquirir por sí mismos. Son desviados fácilmente por el más ligero criticismo sobre ti, o sobre tu posición o tu ministerio y habrás de seguir adelante con unos pocos, el puñado que siguen adelante. Es el precio de la visión, el precio de ver.

Isaías había de ser un hombre crucificado para llevar a cabo un ministerio así. Para que tú y yo ocupemos una posición con Dios, hemos de ser crucificados a eso que había en Uzías, estas ansias de ocupar una posición. No satisfecho con tener realeza, él había de tener también sacerdocio. Incluso más que esto, no satisfecho con la bendición de Dios, ha de tener el mismo lugar de Dios. ¡Qué contraste hay en esto! Por un lado tenemos al rey Uzías, por el otro, «Mis ojos han visto al Rey».

¿Puedes tú seguir esto? Es muy penetrante, es tremendo, pero, oh amados, es el camino del verdadero deseo y propósito del Señor. Es un camino solitario y costoso, y el efecto es realmente sacar a la luz lo que Dios ve en el corazón de su pueblo. Para poder hacer esto, hemos de estar dispuestos a sufrir por nuestra revelación, por nuestra visión, por ver, hemos de pagar un alto precio. Para poder hacer esto hemos de estar bien crucificados, llegar al lugar en que digamos: «¡Soy muerto, merezco morir; no puedo hacer otra cosa que salir!». El Señor dice: «Correcto, esto es lo que quiero: que salgas. ¡Quería que Uzías saliera para poder así llenar el templo!». Uzías es el yo; es el hombre tal y como es, y Dios no ocupa Su casa juntamente con el hombre; Él ha de llenarla.