Jack Riemer, Houston Chronicle
Feb. 2001 (Adaptado).

En Noviembre 18 de 1995, el violinista israelí Itzhak Perlman, subió al escenario para dar un concierto en el «Lincoln Center» en la ciudad de Nueva York. Para Perlman, subir al escenario no es un logro pequeño. Él padeció de polio cuando era niño, así que usa abrazaderas en ambas piernas y camina con muletas. Verlo caminar sobre el escenario de un lado al otro, paso a paso, lentamente, es una escena impresionante. Él camina penosa, pero majestuosamente hasta alcanzar su silla.

Después se sienta y lentamente pone las muletas sobre el piso, abre los broches de las abrazaderas en sus piernas, recoge un pie y extiende el otro hacia adelante. Después se inclina y recoge el violín, lo pone bajo su barbilla, hace una seña al Director y procede a tocar.

Hasta ahora, la audiencia ya estaba acostumbrada a este ritual. Todos permanecían silenciosamente sentados mientras él caminaba por el escenario hasta su silla. Permanecían respetuosamente en silencio hasta que él estuviera listo para tocar.

Pero esta vez, algo ocurrió. Justo cuando él terminaba de tocar los primeros acordes, una cuerda de su violín se rompió. Se pudo oír claramente el estallido. Salió disparada como bala por el salón. No había duda de lo que ese sonido significaba, ni tampoco había duda de lo que él tendría que hacer.

Los que estaban ahí esa noche tal vez pensaron: «Para esta, él va a tener que ponerse de pie, abrocharse las abraza-deras, recoger las muletas, y cojear hasta fuera del escenario para traer otro violín u otra cuerda.»

Pero no fue así. En su lugar, él espero un momento, cerró sus ojos y después hizo una seña al Director para que volviera a tocar. La orquesta empezó y él tocó desde donde había parado. El tocó con tanta pasión, con tanto poder y con una claridad que nunca antes nadie había escuchado.

Claro, cualquiera sabe que es imposible tocar una obra sinfónica con sólo tres cuerdas. Pero esa noche Itzhak Perlman se rehusó a saberlo. Uno podía observar como modulaba, cambiaba y recomponía esa pieza en su cabeza. Por instantes, sonaba como si él estuviera desentonando las cuerdas para obtener sonidos que ellas nunca habían hecho.

Cuando él terminó, había un silencio impresionante en el salón. Luego, la gente se levanto y lo aclamó. Se produjo una explosión de aplausos desde cada rincón del auditorio. Todos estaban de pie, gritando y aclamando, haciendo todo lo posible para mostrar cuánto apreciaban lo que él había hecho.

Entonces él sonrió, se secó el sudor de sus cejas, alzó su arco pidiendo silencio, y después dijo, no presumidamente, sino en un tono tranquilo, pensativo, y reverente: «Ustedes saben, algunas veces la tarea del artista es la de averiguar cuánta música podemos producir con lo que nos queda».

Dios también a menudo se queda con un violín de tres cuerdas en su mano. Este violín puede ser un hombre con un corazón destrozado, una mujer con su honra perdida, o un joven con una temprana devastación y un futuro incierto.

Dios pudo haber arrojado el violín malogrado y coger otro nuevo. Hubiera sido más fácil. Sin embargo, Dios es persistente con lo suyo, y diestro. Él no hace lo que nosotros haríamos. Él sabe cómo pulsar cada una de las cuerdas que le quedan a ese violín herido, y cuándo, a fin de obtener las notas más excelentes – para que no quede ninguna duda que no es por la excelencia del instrumento, sino por quien lo toca. Cuando eso ocurre, todos nosotros nos ponemos en pie para aclamar al gran Artista. Entonces le damos gracias por no haber desechado el desdichado violín, ni haber reemplazado su cuerda rota.

***

Itzhak Perlman es considerado, desde hace más dos décadas, tal vez el violinista más virtuoso del mundo. De técnica perfecta por antonomasia, su afinación siempre es impecable, y su musicalidad intachable. Discípulo de Isaac Stern, ha sabido convertirse en el favorito del público norteamericano, que le considera el sucesor de Jascha Heifetz. Pero la figura de Perlman trasciende el campo de la música docta. Primero, por saber sobreponerse a la poliomelitis que le dejó inválido a los cuatro años, y también por su apoyo a la causa judía, cuyo ejemplo más conocido es la grabación de la parte del violín en la banda sonora de la película «La lista de Schindler». (Nota del Editor).