Cuando Saúl es proclamado rey de Israel, joven, hermoso y humilde, parece representar todas las expectativas de la nación. Poco después de asumir el reino, él recibe una orden de Dios: debería destruir la pecadora ciudad de Amalec con todo lo que ella tenía. Amalec era la peor amenaza para Israel de una vida santa y consagrada a Dios.

Sin embargo, Saúl desobedece, perdona al rey de la ciudad, y a lo mejor de sus animales. Saúl usa su propio criterio, en vez de obedecer la clara orden de Dios. Por ésta y otras desobediencias, es desechado como rey – aunque sigue sentado en el trono. Con el tiempo, se convierte en un rey desquiciado que ve enemigos por todas partes, incluso entre sus hijos. Sus cuarenta años en el trono fueron una carga para Israel, y para Dios mismo.

Un día comete, tal vez, la mayor de las locuras. Una locura tal, que aun sus propios siervos no querían secundar: da muerte a 85 sacerdotes, y con ellos a sus familias y animales, toda una ciudad, la ciudad de Nob. ¿La causa? El sumo sacerdote, el jefe de aquella gran familia, había dado protección a David, su rival. El exterminio que hizo Saúl fue total e inhumano, una verdadera obra de la demencia.

Pero he aquí un triste hecho que llama la atención: Que aquello que Saúl no hizo a Amalec, lo hizo a la ciudad de Nob; lo que no fue capaz de hacer en obediencia a Dios, lo hace por despecho, como una venganza contra su enemigo. Así también, ¡cuántas veces los hijos de Dios matan lo que debieran dejar vivir, y dejan vivir lo que debieran matar!

Amalec ya había representado un peligro para Israel en tiempos de Moisés, y por eso fue atacado. Y para los cristianos hoy, en este tiempo de la gracia, también representa un peligro en lo que tipológicamente significa. Amalec es la carne, con todos sus apetitos y deseos. Junto con el mundo y el diablo, conforman esta tríada de enemigos permanentes del cristiano.

¿Cómo no debía morir Amalec? ¿Cómo no debe ser llevada a la muerte la carne? Pablo dice al respecto: «Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría; cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia, en las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo cuando vivíais en ellas» (Col. 3:5-7). Saúl, un hombre sin discernimiento espiritual, apuntó mal su odio. Él debió aborrecer lo que Dios aborrece, y amar lo que Dios ama.

La vida de muchos cristianos tal vez ofrezca ésta y otras severas contradicciones. ¿Cuántas veces aman lo que Dios aborrece, aborrecen lo que él ama, recuerdan lo que él olvida, olvidan lo que él recuerda? ¿Cuántas veces se quejan cuando debieran agradecer, soportan cuando debieran resistir, recriminan cuando debieran bendecir?

Que Dios conceda a sus hijos la gracia y el discernimiento espiritual para atacar donde realmente deben hacerlo.

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