Y me ha dicho: Bástate mi gracia…”.

2 Corintios 12:9.

La otra tarde iba de regreso a casa después de un pesado día de trabajo; me sentía muy cansado y muy deprimido, cuando, rápida y repentinamente como un relámpago, vino a mí el texto: “Bástate mi gracia”. Dije: “Creo que sí, Señor”, y me eché a reír.

Hasta entonces no había comprendido lo que era la santa risa de Abraham. Parecía hacer tan absurda la incredulidad. Era como si algún pececillo, teniendo mucha sed, estuviera preocupado por beberse el río hasta secarse, y el río Támesis dijera: “Bebe, pececillo, mi corriente te basta”. O, parecía como un ratoncito en los graneros de Egipto, después de los siete años de abundancia, temiendo morir de hambre, al cual José dijera: “Alégrate, ratoncito, mis graneros son suficientes para ti”.

De nuevo, me imagino a un hombre, allá en lo alto de una elevada montaña, diciéndose a sí mismo: “Respiro tantos pies cúbicos de aire cada año; temo agotar el oxígeno de la atmósfera”; pero la tierra podría decir: “Respira, oh hombre, y llena tus pulmones por siempre, mi atmósfera es suficiente para ti”. ¡Oh, hermanos, sed grandes creyentes! La poca fe llevará vuestras almas al cielo, pero la gran fe llevará el cielo a vuestras almas.

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