Por medio de la manifestación de su amor, Dios obtiene un fruto que no pudo cosechar en Adán: nuestro amor.

La tercera vez que habló Dios a Moisés en  el libro de Levítico fue para revelarle la ofrenda por la culpa del pecado.

La culpa podía  producirse por haber ofendido las cosas consagradas a Dios (5:14-19), o por  haber ofendido al prójimo (6:1-7). Este segundo aspecto le fue declarado a  Moisés la cuarta vez que Dios le habló desde el tabernáculo de reunión.

Una conciencia culposa

El pecado no solamente  ofende la santidad de Dios, sino que también hace que nos sintamos culpables.  El pecado origina un problema delante de Dios y delante de nuestra conciencia.  El pecado está sobre nosotros y está en nosotros. Cada vez que pecamos la culpa  se aloja en nuestra conciencia. El primero es un problema objetivo que tenemos;  el segundo, en cambio, es subjetivo.

La ofrenda por el  pecado resolvió, de una vez por todas, nuestro pecado delante de Dios.  Jesucristo, con su preciosa sangre quitó de en medio el pecado que había entre  Dios y nosotros.

Sin embargo, el Señor  es tan precioso y su obra tan completa que quiso además, aliviar la culpa de  nuestra conciencia. El Señor hizo una provisión tan preciosa y tan completa, no  solo para quedar él satisfecho, sino para que nosotros también lo estuviésemos,  de manera tal, que no solo tuviésemos paz para con Dios, sino también para que  quedásemos en paz con nosotros mismos. ¡Bendito sea el Señor!

Cristo, nuestra ofrenda por la culpa

El sacrificio de Cristo  está aquí representado por el «carnero sin defecto» (5:15). No obstante, esta  quinta ofrenda no es otro sacrificio, sino otro aspecto del único sacrificio de  Cristo. El mismo sacrificio que quitó el pecado de delante de Dios, lo quita  también de nuestras conciencias. Así quedaba totalmente pagada la deuda por la  culpa.

Lo novedoso de esta  ofrenda, sin embargo, consistía en que al sacrificio del carnero –estimado su  precio en siclos de plata– el oferente debía añadir la quinta parte en  restitución por el pecado.

Aquí, entonces, Cristo no  solo es nuestro carnero sacrificado, sino también la quinta parte añadida. Pero,  ¿qué significa este hecho? Que por el bendito sacrificio de Cristo, Dios ha  obtenido algo que no tenía antes. Con la expiación o propiciación, Cristo no  solo obtuvo el perdón de nuestros pecados, sino trajo, además, ganancia para  Dios.

Por medio de la  redención, Dios obtuvo algo del hombre que no tenía como resultado de la  creación. Por medio de la muerte de Cristo no solo fue restaurado o reparado el  daño causado por el pecado, sino que también hubo ganancia extra para Dios.

Un «quinto» para Dios

¿Qué gana Dios mediante  el sacrificio por la culpa? ¿Qué produce en nosotros el hecho de que sean  limpias nuestras conciencias por la sangre de su Hijo? ¿Para qué Dios limpia  nuestras conciencias? Para «que librados de nuestros enemigos, sin temor le sirviéramos en santidad y en justicia… todos nuestros días» (Luc. 1:74-75). ¡Aleluya!

El escritor a los  Hebreos lo pregunta así: «¿Cuánto más la sangre de Cristo… limpiará vuestras  conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?» (9:14).  Por medio de la manifestación de su amor, Dios obtiene un fruto que no pudo  cosechar en Adán: nuestro amor. Claro está, que nosotros le amamos, porque él  nos amó primero (1ª Juan 4:19).

El libro de  Deuteronomio insistirá una y otra vez que lo que Dios buscaba finalmente del  hombre y de su pueblo, era su amor (Dt. 6:5; 7:9; 10:12; 11:1). No obstante, no  era posible –por causa del pecado- que ese fruto lo produjera el hombre por sí  mismo. El amor humano no podía dar esa medida que Dios esperaba. Solamente la  ofrenda del Señor por la culpa podía obtener este «quinto» para Dios. Solo su  gracia podía lograrlo, porque el perfecto amor de nuestro Señor ha echado fuera  el temor.

Detrás del temor, dice  Juan, se esconde el miedo al castigo. Pero cuando la deuda está absolutamente  cancelada, entonces el temor da paso al amor. En el amor no hay temor. Estamos  cubiertos por una ofrenda tan perfecta y completa, que no queda lugar para el  más mínimo miedo al castigo, sino, por el contrario, deja un amplio espacio de  libertad para amar a Dios.

Por eso, Pablo,  exhortando a los gálatas, les dice: «Porque vosotros, hermanos, a libertad  fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la  carne, sino servíos por amor los unos a los otros» (5:13).

Es verdad que podemos  convertir la libertad en libertinaje; de otra manera, la exhortación de Pablo  no tendría sentido. Pero si así ocurriera, significaría una sola cosa: Que aún  no hemos visto como debiéramos la preciosa obra de Cristo. Indicaría que  todavía estamos esclavos del temor.

Es cierto, como vimos  en el libro sobre el Éxodo, que según la ley de los esclavos, un esclavo podía  hacer uso de su libertad y marcharse de su amo al séptimo año. Sin embargo, no  era menos cierto también que el esclavo podía decir: «Yo amo a mi señor… no  saldré libre» (Éx. 21:5). La pregunta que surge entonces, es: ¿qué podría  hacer que una vez libre del pecado quisieras abandonar a tu Señor? Una sola  cosa: Que aún no lo conocieras. Que todavía no conozcas su bondad y hermosura.  Que mantengas todavía algún miedo de él.

La novedad del Nuevo  Pacto es que una vez que hemos sido alcanzados por la ofrenda de la culpa,  surge una sola manera normal de servir a Dios: Por amor. Cualquier otro  motivo para explicar nuestro seguimiento de Cristo, es antiguo testamentario.

Pablo, lo dijo así: «Entre  tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo» (Gál. 4:1).  Pero con esta expresión, Pablo no estaba diciendo que, ahora, había dos formas  de servir a Dios. Una, siendo niños; y otra, siendo maduros. No, lo que él está  explicando es que «cuando éramos niños» –en la dispensación antiguo  testamentaria– estábamos en esclavitud. Pero cuando vino el cumplimiento del  tiempo1, es decir, el tiempo de la madurez, Dios envió a su Hijo.

En otras palabras, con  Cristo llegó el tiempo de la madurez, a fin de que recibiésemos la filiación de  hijos. Entonces, objetivamente, Cristo nos trajo la madurez; la calidad de  hijos maduros. Y ¿cómo fue posible esto? Por la redención que nos hizo hijos, y  porque siendo hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el  cual clama: ¡Abba, Padre! (Gál. 4:1-7).

La madurez es posible,  ahora, porque nos ha sido dado el Espíritu de su Hijo. Y el fruto del Espíritu  es amor. Así que ya no somos esclavos, sino hijos maduros. Hijos que servimos a  Dios por amor. Esta es la normalidad que hizo posible Cristo.

Un «quinto» para mi prójimo

Pero la «ganancia»  obtenida por el sacrificio de la culpa, no se aplicaba solo con respecto a  Dios, sino también con respecto al prójimo.

En efecto, cuando la  culpa estaba producida por causa de haber defraudado al prójimo, el oferente debía  no solo restituir íntegramente lo defraudado a quien perteneciera, sino debía  también añadir la quinta parte de su valor (Lv. 6:1-7).

Por lo tanto, Dios  obtuvo un «quinto» más con la ofrenda de su Hijo, no solo con respecto a él,  sino también en relación con nuestro prójimo.

Esto significa, que  Cristo también hizo posible nuestro amor al prójimo, de manera tal que no solo  hagamos con él lo que es legal, sino también lo que es de gracia. Así, por  ejemplo, Pablo exhorta que «no paguemos a nadie mal por mal», sino que  con el bien venzamos el mal (Rom. 12:17,21).

Amar al prójimo como a  uno mismo, es todavía la ley. Pero amarlo como Cristo nos amó, es gracia de  Dios. Este «quinto» solo es posible si, al igual que con respecto a Dios, la  deuda con el prójimo está también completamente pagada.

Mientras nos gobierne  el deber o, lo que sería peor, mientras nos gobierne la convicción de que debemos  merecer lo de Dios y, por tanto, hagamos las cosas para lograr la aprobación de  él, este «quinto» no se manifestará en nosotros.

Actuar por gracia es  actuar desinteresadamente; es actuar por amor. Solo la gracia puede más que la  ley. El fundamento de ella es la gloriosa obra de Cristo. Como él ha sido con  nosotros, podemos nosotros también ser con los demás.

Si Dios nos ha  perdonado gratuitamente en Cristo, ¿por qué no hacerlo nosotros con los demás?  ¿Por qué habría yo de exigirle méritos a mi prójimo para perdonarlo? Si Dios no  lo ha hecho así con nosotros, ¿por qué habríamos de hacerlo nosotros?

La ética del Nuevo  Testamento es una moral de gracia. No es para lograr nada ni para merecer algo.  Es simplemente «dar de gracia lo que de gracia hemos recibido» (Mt.  10:8). Pero, mientras creamos que Dios no está completamente agradado de  nosotros –gracias a la obra de Cristo- la gracia no fluirá de nosotros; seguiremos  presos por la camisa de fuerza del deber y del merecer.

Somos libres para amar y para hacerlo  gratuitamente. No hay nada que nosotros debamos añadir a la perfecta obra de  Cristo. No obstante, él nos ha añadido un «quinto»: Hizo posible que actuemos  como él, «pues como él es, así somos nosotros en este mundo» (1ª Juan  4:17).