Sujetando la naturaleza humana bajo el gobierno del Espíritu Santo.

Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne».

– Flp. 3:3.

Una de las grandes virtudes del apóstol Pablo es que, en algunos pasajes, él logra resumir gran parte de la vida cristiana en un pequeño versículo. Aquí, hablando del servicio en la obra de Dios, vemos uno que contiene muchas riquezas, mucha verdad resumida.

La vida cristiana es una vida de unión con Cristo, en todos los aspectos de nuestra naturaleza humana: espíritu, alma y cuerpo. La obra de Dios en nosotros tiene un orden, que va desde adentro hacia afuera, partiendo desde el espíritu. Es tan profunda esa unión, que no es posible separarlos. En la obra que el Señor hace en nuestros corazones, a veces es imposible distinguir al Espíritu Santo del espíritu humano.

Espíritu y «espíritu»

«…los que en espíritu servimos». Podemos pensar que se refiere al espíritu humano. Y es cierto, la energía para el servicio tiene que brotar de nuestro espíritu. El espíritu debe ser el que gobierna. Pero esto ocurre porque el espíritu humano es el asiento del Espíritu de Dios. Por lo tanto, aquí está lógicamente implicado que el espíritu humano está unido al Espíritu Santo.

El Señor Jesús dijo: «El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva» (Juan 7:38). De su interior, de lo más profundo, del espíritu humano. Pero esos ríos, ¿qué son? Dice el mismo escritor: «Esto dijo del Espíritu Santo que habrían de recibir los que creyesen en él» (v. 39). Del interior del hombre regenerado por el Espíritu, fluyen ríos de agua viva, para inundar todo nuestro ser, y no solo eso, sino para alcanzar y tocar a otros.

El espíritu humano es el punto de partida de la obra de Dios, cuyo propósito es formar a Cristo en nosotros. Esto comienza mediante la unión de nuestro espíritu con el Espíritu Santo, y continúa hacia el resto de nuestro ser. No solo es una vida de unión con Cristo en el espíritu, sino también en el alma.

¿Cómo el alma puede vivir una vida de unión con Cristo? Nuestra mente tiene que ser conformada a la mente de Cristo. Sus pensamientos, sus sentimientos y su voluntad tienen que llegar a ser nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestra voluntad, de manera que la vida de Cristo también se convierta en la vida de nuestra alma.

Alma y cuerpo

Y no solo eso; también nuestro cuerpo tiene que llegar a ser la habitación, el vehículo, de la poderosa vida de Cristo. Pablo dice que aun nuestro cuerpo físico, por causa de esa unión, es miembro de Cristo, y como tal, tiene que experimentar también esa vida de unión con Cristo.

«Todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida del Señor Jesucristo» (1a Tes. 5:23). Cristo es la vida de nuestro espíritu, pero también llegará a ser la vida de nuestra alma y aun de nuestros cuerpos. «Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros» (Rom. 8:11).

Problema de origen

«Porque nosotros somos la circuncisión» (Flp. 3:3). Pablo alude a los judaizantes, que intentaban reintroducir el judaísmo en las iglesias gentiles, confundiendo a los hermanos. Ellos querían imponer a todos la circuncisión, invalidando así la obra de Cristo y la obra del Espíritu Santo, haciendo que los creyentes volvieran atrás.

Pablo discierne más profundamente el asunto. No era solo regresar a la Ley; peor aún, era volver a la esclavitud de la carne. Por eso, él dice: «Nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios». Es decir, el origen de nuestro servicio no está en nuestra capacidad natural, sino en el Espíritu de Dios.

«…y nos gloriamos en Cristo Jesús», es decir, no creemos ser nosotros la fuente de nuestra obra; porque el poder y la gracia están en el Espíritu, y por tanto, en Cristo. Él es la fuente de nuestro poder, nuestro servicio y nuestra vida.

Ámbitos excluyentes

«…no teniendo confianza en la carne». Para servir en espíritu, que es el lado positivo, hay un lado negativo: tener confianza en la carne. Estas dos cosas son mutuamente excluyentes, no pueden caminar juntas; si una está presente, la otra no lo está. Es imposible confiar en la carne y, a la vez, servir a Dios en espíritu. Pero, si servimos en espíritu, entonces no confiaremos en la carne. Veamos un poco más este aspecto de la vida cristiana.

«Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne» (Gál. 5:16). Aquí hay una pequeña dificultad, porque la versión Reina-Valera no da el significado exacto. Ésta dice que, por un lado, nos esforcemos por andar en el Espíritu; pero que, por otro lado, procuremos no satisfacer los deseos de la carne. Así, tendríamos una tarea doble.

Otra traducción más adecuada es: «Andad en el Espíritu, y no satisfaréis los deseos de la carne». Es decir, si tú te ocupas de andar en el Espíritu, él mismo se ocupará de la carne. No trates de mortificar tu carne, no de manera directa, porque nadie tiene poder para tratar con ella. Si lo intentas en tu propia fuerza, solo lograrás fortalecer la carne.

Pero, si nosotros nos ocupamos del espíritu, él mismo tratará con la carne. Carne y Espíritu son mutuamente excluyentes. «Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis» (v. 17). Es una oposición rotunda; no hay reconciliación posible entre ambos.

Cuando la carne está gobernando la vida, necesariamente, el Espíritu está fuera. La unción del Espíritu nunca desciende sobre la carne; él nunca actúa en unión con la carne. Por otro lado, si el Espíritu está en el trono de nuestra vida, gobernándola, la carne está excluida.

Por eso, el gran secreto que muestra Pablo a los gálatas es: «Andad en el Espíritu». ¿Y qué ocurre si ellos andan en el Espíritu? «No satisfaréis los deseos de la carne». La carne no tendrá poder sobre sus vidas.

La sutileza de «la carne»

Ahora, ¿qué es la carne? Recuerden que aquellos discípulos eran tentados por los judaizantes a regresar a las normas de la Ley. La Ley es santa, justa y buena, porque es la expresión del carácter de Dios. El problema no está en la Ley, sino en nosotros.

La Ley, dice Pablo, es débil por causa de la carne; no tiene poder para cambiarnos. La carne impide la obra de la Ley en nuestra vida y, peor aún, ella es tan engañosa, que puede usar la Ley para fortalecerse a sí misma.

La Escritura llama «la carne» al viejo hombre, la concupiscencia, la naturaleza pecaminosa. Es un término difícil de definir. El apóstol, a veces, usa expresiones que no define, y además, no las usa siempre con el mismo significado. A veces usa «carne», literalmente, como sinónimo del cuerpo físico. Pero acá la está usando metafóricamente.

Ahora, en este caso, con significado negativo, la carne es la naturaleza humana bajo el poder del pecado. La naturaleza humana, en sí misma, no es mala. Por eso, a veces, la carne se usa en sentido positivo, cuando se toma desde el punto de vista de la creación de Dios, porque ella fue creada por él, y todo lo que Dios hace es bueno. La mente humana, en sí misma, como creación de Dios, no es mala. La voluntad, los sentimientos, el cuerpo humano, en sí, no tienen nada malo; son diseño de Dios. No estamos hablando de bondad moral, sino de bondad natural, creacional.

Naturaleza sin gobierno

Separado de Dios, separado de esa vida de dependencia, de obediencia y de unión con Dios, la vida del hombre se convirtió en un jardín abandonado. Eso es la carne: la naturaleza humana sin el gobierno del Espíritu. Sin este gobierno, la naturaleza humana crece de manera desordenada, sin control ni propósito.

Recuerden, en el diseño original, Dios hizo al hombre con espíritu, alma y cuerpo. El espíritu es el órgano de unión, que nos habla del propósito divino de que el hombre pudiese vivir una vida de unión con Dios. Sin esa unión, la naturaleza humana se convierte en carne.

El hombre fue creado para depender del Espíritu, para que su vida viniese del Espíritu Santo. Cuando eso no ocurre, el hombre ya no tiene una fuente de poder, de conocimiento, ni de entendimiento en Dios. Y si Dios ya no es más esa fuente, ¿qué le queda al ser humano? Solo su naturaleza humana caída.

Entonces, la obra de restauración de Dios tiene que ver, esencialmente, con que seamos sacados de esa vida de confianza, de dependencia de la carne, y traídos a una vida de dependencia del Espíritu. Eso es lo que Dios quiere hacer en nosotros.

Diseño original

Recordemos que en Génesis 2, en el centro del huerto, Dios plantó el árbol de la vida, figura de Cristo, que representaba el principio por el cual el hombre debería vivir.

Pero nosotros crecimos bajo el gobierno del pecado, y aprendimos desde el principio a confiar en nuestra carne. De manera que la obra de Dios en el corazón humano, desde el momento en que nacimos de nuevo, consiste en traernos a ese lugar donde el Espíritu es el centro que sostiene nuestra vida. Eso es aprender a andar en el Espíritu.

Cuando eso ocurre, la naturaleza humana es traída al lugar donde siempre debió estar: bajo el gobierno del Espíritu. Este es un proceso doloroso, pero necesario, una obra que Dios hace por su Espíritu Santo.

Nuestro consentimiento

El Espíritu trabaja en nosotros y con nosotros; pero nunca sin nosotros. Él solo opera con nuestro consentimiento. Él no invade nuestra vida; él conquista por amor.

Necesitamos conocer al Espíritu Santo. Una de las tragedias de la iglesia es su desconocimiento de él. Para muchos, es una especie de fuerza. Pero el Espíritu Santo es infinitamente más que una influencia o un poder: él es Dios, la tercera persona bendita y gloriosa de la Trinidad. Es el Espíritu de Dios, idéntico en todos sus atributos al Padre y al Hijo. Porque hay una sola esencia divina, de la cual el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo participan en plenitud.

Doctrina versus realidad

Muchas veces, nuestra comprensión del Espíritu es simplemente teológica. Por eso, no conocemos lo que significa realmente vivir en el Espíritu. Sabemos, doctrinalmente, que la vida espiritual no es posible sin el Espíritu. No obstante, en la práctica, tú puedes vivir sin el Espíritu, cuando lo haces confiando en tu carne. Más que un entendimiento teológico, necesitamos un entendimiento espiritual y una experiencia real en nuestras vidas. Sin el Espíritu Santo, no es posible vivir unidos a Cristo. En Romanos capítulos 5 y 6, tenemos el fundamento de una vida de unión con Cristo: la obra objetiva del Señor en la cruz.

Todos nosotros, habiendo sido salvos y justificados, estamos de hecho, unidos a Cristo. Incluidos en él, hemos muerto y resucitado, y estamos sentados en los lugares celestiales. Y esa verdad de nuestra unión con Cristo es lo que Pablo señala con la expresión «en Cristo».

«En Cristo», significa unido a Cristo. Es una unión vasta e inclusiva, una unión jurídica, legal, una unión orgánica, real y espiritual, completa, con Cristo, forjada por Dios a través de la obra de Cristo.

Eso tenemos que asumirlo con fe, fijando la mente en esa verdad, y persistiendo allí, contra todo lo que  experimentemos en nuestra vida. Pero, aun con todo eso, cuando todas estas verdades han sido afirmadas, tenemos ahora Romanos 7, donde todo parece no funcionar. «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom. 7:24). ¿Qué pasó? ¿Por qué todas esas riquezas de Cristo no están fluyendo en mi vida? ¿Por qué Cristo no está llenando mi vida?

Hay una clave esencial para la posesión efectiva de la vida y de las riquezas insondables de Cristo, y esa clave es el Espíritu Santo. Sin él, es imposible experimentar a Cristo de manera real. Esto tiene que llegar a ser una verdad aprendida, por decir así, a sangre y fuego. Es como cuando tú aprendes por experiencia.

Aprender como niños

Si tú le dices a un niño pequeño: «No acerques las manos al fuego, porque te vas a quemar», ¿qué hace él?  Va y mete la mano, porque no basta con saberlo mentalmente. Pero, cuando pone la mano al fuego, aprende para siempre. No necesita más lecciones; nunca más hará aquello.

Así tiene que ser con respecto a las verdades fundamentales de la vida cristiana.

Tenemos que ser como niños. No hay otra forma de aprender nuestra necesidad radical del Espíritu Santo, sino de esta manera dolorosa. Entonces, Dios hace lo que hizo con Pablo, cuando lo dejó batallar con los recursos de la carne.

Pablo era un hombre capaz, decidido, un hombre extraordinario. Entonces, el trato de Dios con él tuvo que ser radical. Mientras tuviera esperanza en su carne, nunca aprendería a andar en el Espíritu. Dios permitió que fracasara una y otra vez, hasta que llegó a un punto de desesperación. Allí, entendió finalmente que no había esperanza alguna en su carne. «¡Miserable de mí!».

Esa carne «buena»

No hablamos aquí, necesariamente, de la carne pecaminosa, sino de esa carne ‘buena’, las cosas ‘buenas’ que tú tienes. ¿No eres acaso una persona inteligente, con habilidades, una persona de carácter, decidida? Eso es la carne. Es todo eso que tú crees es tan bueno, y que traes al altar de Dios y lo pones allí, diciendo: «Señor, úsame».

¿Crees que al Señor le hace falta todo aquello? Sin darte cuenta, le estás diciendo a él que use tu carne. Y ya sabes la respuesta: La carne no tiene ninguna utilidad para Dios. Eso, Dios lo sabe; el problema es que tú y yo no lo sabemos. Somos como los niños. Si Dios nos dice: «Tu carne no sirve; es peligrosa. Ten cuidado», ¿qué respondemos? «No, no, no. No lo creo». ¿No es así? «La voy a usar igual». Pero, cuando te quemas, entonces empiezas a aprender.

Hábitos arraigados

Pablo fue aprendiendo esta verdad, hasta que llegó el día en que advirtió que le faltaba la capacidad que viene del Espíritu. Si no es por el Espíritu, todo lo que está en Cristo es para nosotros un concepto ideal, y nunca llega a ser real en nuestras vidas, a menos que abandonemos la confianza en la carne.

Hasta qué punto dependemos de la carne, ni tú ni yo lo sabemos. Y no lo podemos saber, a menos que Dios trate con nosotros. Depender de lo que ven tus ojos y oyen tus oídos, depender de la sabiduría que aprendes a través de tu cuerpo, de tus sentidos, eso es depender de la carne. Todos somos así, desde niños.

Nunca supiste nada del Espíritu Santo ni de la vida que viene de Cristo. ¿Cómo podrías aprender a vivir por ella? En tu vida, se crearon hábitos, costumbres automatizadas. Pero, ¿sabes lo que es el carácter? La suma de nuestros hábitos, la suma de todas nuestras conductas habituales. Por eso es tan difícil tratar el carácter, porque los hábitos están arraigados en la carne. Y como tú no puedes tratar con la carne, no tienes cómo modificar tu carácter.

El carácter no puede ser modificado. Por eso Pablo dice: «Pero veo otra ley en mis miembros» (Rom. 7:23). Hay hábitos implacables en mi cuerpo. El pecado es automático. «Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí» (7:21). Y no puedo luchar contra eso, porque, mientras más lucho, más fortalezco la carne.

La cruz: único remedio

La carne es intratable para nosotros. En términos prácticos, solo hay uno que puede tratar con ella. «Los que son de Cristo han crucificado la carne» (Gál. 5:24). De manera objetiva, Dios ya trató con ella. La carne fue crucificada con Cristo; pero el único que puede hacer real esto en nuestra experiencia es el Espíritu Santo. Necesitamos aprender a vivir bajo su unción.

El camino de Pablo llegó al fin cuando descubrió la maldad radical de su carne. Al llegar a ese punto, comenzó a conocer que hay otra fuente de poder, diferente a él mismo – el Espíritu Santo, por quien todo lo que es de Cristo se hace real en la vida de Pablo, y en nuestras vidas.

No podemos vivir una vida cristiana real si solo conocemos la obra de Cristo en los capítulos 3 a 6 de Romanos, y aun si vemos nuestro fracaso en el capítulo 7. La vida cristiana plena solo llega en el capítulo 8, con la obra del Espíritu Santo.

La vida del Señor Jesús

Ninguno de nosotros vivió de otra manera, excepto el Señor Jesucristo. Él es el comienzo de una nueva historia, una nueva raza. Dios recomenzó todo, ahora con un nuevo Adán: Cristo. Todo lo que se perdió en Adán, se recuperó en Cristo. Y no solo fue recuperado lo que se perdió en Adán, sino mucho más; aquello que Pablo llama «el misterio escondido desde los siglos en Dios» (Ef. 3:9). Todo eso fue añadido en Cristo. Este es el hombre que Dios quería en el principio.

«Y aquel  Verbo fue hecho carne» (Juan 1:14). Él asumió la naturaleza humana, despojándose de esa vida que él vivía en la gloria con el Padre. No se despojó de sus atributos divinos, porque si lo hiciera, dejaría de ser Dios. Lo que él hizo fue ocultar sus atributos divinos, limitándose a sí mismo voluntariamente, para vivir una vida completamente humana.

El Verbo asumió la naturaleza humana, en espíritu, alma y cuerpo. Toda la raza humana cayó en Adán, pero Dios, de esa misma raza, de María, tomó la naturaleza humana. Dios no creó otra humanidad, sino que tomó la naturaleza humana antigua, la libertó del poder del pecado, y le dio esa naturaleza a su Verbo. Cristo tenía una humanidad completa, como la nuestra, pero sin pecado. Desde que él fue engendrado, su naturaleza humana estuvo unida a Dios, en espíritu.

Por primera vez, vemos al hombre según el pensamiento de Dios, hecho a imagen y semejanza de Dios: el Señor Jesucristo. Y en él, desde el principio, la naturaleza humana creció y se desarrolló bajo el gobierno, el poder y la gracia del Espíritu Santo.

«Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová» (Is. 11:1-2). Desde el momento en que Jesús fue engendrado, el Espíritu Santo estuvo sobre él. Mientras él crecía en el vientre de su madre, todo estaba bajo el control del Espíritu. Su naturaleza humana se desarrolló bajo la unción del Espíritu.

Dependiendo del Espíritu

¿Cuántas cosas sabemos nosotros, que no hemos aprendido del Espíritu Santo? No podrás entender la palabra de Dios, a menos que el Espíritu te enseñe. ¿Hemos aprendido a depender del Espíritu para leer la palabra de Dios? ¿O todavía lo hacemos en nuestra habilidad mental?

Jesús, siendo el más sabio de todos los hombres, dependía del Espíritu Santo, para conocer a Dios y su Palabra. Porque él sabía que los recursos de la carne son limitados, y los recursos del Espíritu son infinitos.

¿Dependeremos de la carne o del Espíritu? Así como la carne crea hábitos, cuando se aprende a depender del Espíritu, él crea hábitos; y después, confiar en el Espíritu, será algo automático. Tu voluntad se habituará a depender de él.