Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico; con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.

La vara de Moisés

El tercer símbolo que consideraremos es la  vara que aparece en Éxodo capítulo 4. Moisés dijo: «He aquí que ellos no me  creerán, ni oirán mi voz; porque dirán: No se te ha aparecido Jehová».  Entonces, Dios no le dijo: «Voy a darte una gran señal», sino: «¿Qué es eso  que tienes en tu mano?». Y él respondió: «Una vara». Esta fue la  señal de Dios, para Moisés, de que Dios estaba con él.

Querido  amigo, cuando Dios quiere darte una señal, para el mundo, de que él está contigo,  no lo hará por medio de un símbolo asombroso. Él te dirá: «¿Qué es eso que  tienes en la mano?». Él tomará lo más común que haya en tu vida y lo hará  poderoso en su servicio; mostrará que su presencia está en ti y que él hará la  obra contigo, que no eres nada.

Aquello  sobre lo cual descansaba la comisión de Moisés era lo más pequeño y débil que  él poseía. Un cayado de pastor, una simple rama de arbusto del desierto sería  el arma con la cual él desafiaría a Faraón y su poder, abriendo camino en el  mar para el pueblo de Dios, y traería la columna de gloria para guiarlos en su  avance. Esta vara insignificante era el símbolo del poder de Dios y la prueba  de su presencia.

Amado,  ¿quieres saber si Dios está realmente en tu corazón? Entonces, responde: ¿Qué  estás haciendo con aquello que tienes en la mano? ¿En qué forma está usando  Dios las cosas pequeñas que te rodean, aun tu misma debilidad? ¿Qué ha hecho  Dios de tu vara? Tal es el significado de esto. No significa que has de llegar  a un estado ideal, y que cuando seas fuerte y capaz, Dios va a usarte; sino que  él empezará ahora. Él quiere tomarte hoy, no con algo que tú esperas poseer a  futuro, sino con lo que tienes hoy día mismo.

La  misma prueba por la que pasa tu vida y de la cual quieres librarte para luego  estar a disposición de Dios, es lo que él quiere tomar ahora y hacer de ella la  oportunidad de tu servicio y una muestra de su poder. Dios viene a ti; él  quiere usarte con lo que tienes y lo que eres y prepararte para lo que él te  tiene reservado en sus sabios propósitos.

En  toda la Biblia, vemos que Dios toma a las personas en cualquier lugar, en las  relaciones que Su providencia ya les ha dado, y él las hace instrumentos de su  poder. Así pasó con Moisés y con muchos más. Fue a Josué y lo usó para lo que  estaba preparado, como soldado. Fue a Ana, que tenía un corazón de madre, y de  allí tuvo a Samuel y su servicio. Fue a David el pastor, e hizo de él un rey  antes que tuviera preparación militar. Y, más tarde, usó a Pablo, que fabricaba  tiendas, a William Carey el zapatero, y a David Livingstone, un tejedor, e hizo  de él un misionero antes que hubiera visto África.

De  este modo, Dios echa mano de ti. No necesitas ser algo mejor que una zarza para  arder. Si el fuego no arde en tu corazón, no arrimes más leña verde a la  hoguera. ¿Qué estás haciendo hoy? ¿Qué le dejas hacer a Dios?

No  fue Moisés el que obró, fue Dios. Moisés procuró hacer algo cuarenta años  antes, pero Dios no prosperó aquel intento. Moisés mató a un egipcio al que  escondió luego en la arena, y entonces dijo: «Así haré con todo aquel que  maltrate a mis hermanos». Pero después tuvo que huir y ocultarse de las  consecuencias de su impulsividad. Sin embargo, en los cuarenta años siguientes,  Dios fue templándolo lentamente, humillándolo de modo que ahora era Él quien  tenía que aguijonearle.

Moisés  dijo: «No puedo hablar, Señor; envía a otro, no a mí». Cuando Dios le hubo  puesto en su lugar, como el más débil de los hombres, le dijo: «Moisés, ahora  estás listo para la obra. Yo voy a tomar esta vara para quebrantar con ella a  Faraón, para abrir camino para mi pueblo, para obtener agua de la roca en el  desierto y para hacer de ti un instrumento de mi poder».

¿No  es ésta la lección del Nuevo Testamento? «…lo necio del mundo escogió Dios,  para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para  avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y  lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su  presencia» (1ª Cor. 1:27-29). Él solo quiere tener a disposición nuestra  insignificancia; somos nosotros los que le necesitamos a él.

La  última lección que debemos aprender es que, tras la historia de la zarza  ardiendo y de la vara, hay otro hecho que hace sombra a ambos y los trasciende,  escrito en el cielo, escrito a partir de entonces en el corazón de Moisés, y  espero que también en el nuestro: el poderoso nombre que Dios pronuncia por  primera vez: «Yo soy». «Yo soy el que soy».

«Señor,  ¿cómo van a saberlo? ¿Cómo voy a lograr que me crean?». «No dudes que yo estaré  contigo. Yo soy el que soy. No tienes que hacer nada más que ir; basta con eso.  Pero yo soy, y tú no eres. Tú eres un pequeño arbusto. Yo soy el fuego que lo  hace arder, y ningún hombre se atreva a tocarlo». ¿Qué importa el pincel si  está en manos de un buen pintor? ¿Qué importa el arpa? Si está en las manos de  un músico de veras, puede sacar música de una cuerda rota.

«Yo  soy»,  y si quieres más, «Yo soy el que soy». Es de él que hemos aprendido a  recibir. No estorbes, hazte a un lado, para que él pueda pasar. Así que, por  sobre nuestra insignificancia, a pesar de todos nuestros temores y deseos en la  tierra o en el cielo, pongamos este «Yo soy».

Él  sigue diciéndolo a lo largo del Nuevo Testamento. Lo dice a sus discípulos en  el mar tormentoso: «¡Yo soy, no temáis!». Y cuando ya está a punto de  ascender, dice a sus discípulos: «Toda potestad me es dada en el cielo y en  la tierra… y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del  mundo». Todavía es «Yo soy». Y de nuevo, en el último libro, el  Apocalipsis, añade: «Yo soy… el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que  vivo por los siglos de los siglos».

Oh,  este es el secreto del poder. No es meramente cesar de ser uno mismo, sino  verle a él. No es meramente morir, sino dejarle a él que viva. No es meramente  decir: «Yo no soy bastante para pensar nada por mí mismo», sino que es extender  las manos y decir: «Nuestra competencia proviene de Dios». «No  teniendo nada –si parásemos aquí, esto nos eliminaría– mas poseyéndolo  todo». Esta es la razón por la cual él quiere que saltes de tu barca rota y  entres en su navío de poder y suficiencia. Esta es la razón por la cual él  quiere que dejes de arrastrarte y subas al tren de su poder arrollador.

¡Oh,  cuántos se han detenido, desanimados, porque no son nada! Pues bien, amado,  echa mano a tu fuerza. Por cada cosa de la cual te hayas desprendido, habrá  cien. Ven, que Dios te llene con su vida. Pon todo lo que tengas a sus pies, y  antes de que se ponga el sol, entonarás un cántico de victoria. El Señor y  Moisés – la vara basta, con tal que Dios la empuñe.

Alguien  quiso ver, un día, la espada de Ricardo Corazón de León – creo que fue Saladino  el sarraceno. Y cuando la vio, dijo: «¡Cómo! No vale ni la mitad de la mía;  esto es una cuchilla de carnicero. ¡Miren la mía!». Él desenvainó la bruñida  hoja y la dobló hasta que la punta tocó la empuñadura, diciendo: «Vean lo  flexible que es, y su filo, como el de una navaja». Otro hombre, que lo miraba  en silencio, dijo entonces: «Saladino, no es la espada lo que cuenta; es el  brazo de Ricardo».

Oh, amados, nosotros  somos suficientes, con tal que nos pongamos a su sombra y el Señor nos tenga de  la mano. «Yo soy el que tiene las siete estrellas en mi diestra». Oh, recibe,  toma este gran nombre hoy. Amén.