¿Cuál de estos le amará más?».

– Lucas 7:42.

El fariseo le ha invitado a su casa, y, para sorpresa de muchos, Jesús ha aceptado. El fariseo tiene curiosidad por conocer al profeta del que se habla tanto, y de manera tan controversial. Como la ocasión lo justifica, él invita a sus amigos para que compartan ese momento con él. Sin embargo, su afecto por Jesús no llega tan lejos. No le lava los pies ni le besa. No hay el afecto fraternal del judío piadoso hacia aquel que tiene una fe común, un llamamiento común, una ascendencia común. No es tampoco el reconocimiento respetuoso hacia el profeta de Dios. No va más allá de una recepción meramente cortés.

El Señor hace caso omiso del pequeño agravio, pues está acostumbrado a otros mayores. Pero entonces ocurre lo impensado: una mujer pecadora entra furtivamente y se pone detrás de Jesús, que está recostado a la mesa. La presencia de la mujer en aquel hogar es un atrevimiento. (Hay momentos en que nos olvidamos de todo, en que la vergüenza se desvanece ante la vista de Aquél que nos atrae y subyuga). Y entonces ella realiza, en silencio, un extraño ritual: riega con lágrimas los pies del Maestro; luego, como asustada, los seca con sus cabellos, los besa y los unge con ungüento.

Todos se percatan del acto, y les incomoda. Se susurran al oído unos a otros palabras de reproche. Jesús, en cambio, la deja hacer, también en silencio. Entonces el fariseo anfitrión concibe pensamientos de juicio hacia el Señor («Éste, si fuera profeta…»). Piensa que la acepta porque ignora qué clase de mujer ella es.

Entonces Jesús toma la palabra y le reprende con delicadeza. Le cuenta acerca de dos deudores, y luego le representa su falta de amor. La mujer se sabía perdonada, y había venido para mostrar su gratitud. Seguramente en una ocasión anterior, ella había oído sus palabras de gracia como una música celestial, como un cántico de ángeles. En cambio, el fariseo no amó a Jesús ni siquiera lo suficiente para honrarle con los dones de una afectuosa hospitalidad.

¡Cuántas veces hemos sido como el fariseo, recibiendo al Señor con un afecto forzado que no alcanza a ser amor! Para el Señor no cuenta otra cosa sino ésta: ¿Le amamos más? (Por eso a Pedro le preguntará más adelante: «¿Me amas más que éstos?»). «¿Cuál de estos le amará más?», pregunta Jesús acerca de los deudores perdonados. No importa nada más, sino el amor que el perdón ha generado en el corazón.

Tengámoslo por seguro: si nosotros no le estamos amando lo suficiente, otro(a) le amará más. El Espíritu Santo tocará el corazón de otro(a) –para nuestro despecho, más vil que nosotros– y lo(a) traerá a Jesús. Tal vez sea una ex-prostituta, un presidiario, un joven fracasado, o un hijo pródigo. En la lista de los favoritos de Dios no cuenta otra consideración sino ésta: quiénes le aman más.

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