En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba [se tornó] desordenada y vacía … Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas».

– Génesis 1:1-4.

Es posible que la creación original de Dios se haya corrompido, tornándose desordenada y vacía. En los seis días de la creación, sobre los cuales leemos en el primer capítulo de Génesis, Dios reordenó la tierra. Su primera acción fue crear la luz, y así separó la luz de las tinieblas. En el segundo día, Dios separó las aguas de arriba de las aguas de abajo. En el cuarto día, Dios nuevamente separó la luz de las tinieblas.

Así como la creación se tornó desordenada, el hombre, como consecuencia del pecado, también cayó, «desordenándose» espiritualmente. El corazón del hombre natural está desordenado por el pecado, está vacío de la presencia de Dios y, por eso, está en tinieblas. Pero ¿cómo se refiere la palabra de Dios al momento en que él, por su Santo Espíritu, viene a morar en nosotros los que creemos? «Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Cor. 4:6).

¿No es curioso que tanto al reordenar la creación, como al reordenar la vida del pecador, el método de Dios sea el mismo? Él hace brillar su luz y así separa la luz de las tinieblas. ‘Separación’ es el bendito método divino.

Al considerar ‘separación’, la tendencia humana es focalizar su atención en aquello de que se es separado. Al separarnos, lo más importante es notar que el objetivo de Dios no es la separación en sí, sino la unión con él mismo. La separación es necesaria para que seamos unidos a él y por él.

Uno de los tipos más claros de la conversión de un pecador es la salida del pueblo de Israel desde Egipto. Ese movimiento de Dios también fue caracterizado por la separación. Inicialmente, Dios separó al niño Moisés de las aguas del río (de la muerte para la vida). Luego separó a Moisés de su pueblo para ser criado en el palacio de Faraón. Ya adulto, Moisés fue separado de Egipto para el desierto de Madián y, cuarenta años después, Dios lo separó de Madián para Su pueblo. Finalmente, Dios separó a su pueblo de Egipto para servirle a él como reino de sacerdotes.

Gracias a Dios, también ocurre así con los que creen en el Señor Jesucristo, pues el Padre «nos ha librado [separado]de la potestad de las tinieblas, y trasladado [para] al reino de su amado Hijo» (Col. 1:13). ¡Qué bendita separación! ¡Qué elevado y eterno destino!

Es fundamental percibir que el estándar de Dios consiste en separarnos (del mundo, del pecado, de las cosas, de nosotros mismos) para que seamos totalmente suyos. Al darnos cuenta de eso, no resistamos a su llamamiento y dejemos que él continúe su bendita obra de separación.

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