Cuando la Palabra es poesía inspiradora y a la vez espada que traspasa.

Cuando Jehová hiciere volver la cautividad de Sion, seremos como los que sueñan. Entonces nuestra boca se llenará de risa, y nuestra lengua de alabanza; entonces dirán entre las naciones: Grandes cosas ha hecho Jehová con éstos. Grandes cosas ha hecho Jehová con nosotros; estaremos alegres. Haz volver nuestra cautividad, oh Jehová, como los arroyos del Neguev. Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas”.

– Salmo 126.

En los inicios de nuestra carrera cristiana, cantábamos mucho la letra de este Salmo, aunque tal vez sin mucho conocimiento. Era una esperanza de algo que ocurriría a futuro, sin saber en realidad lo que el Señor haría con nosotros. Hoy, por la gracia del Señor, hay una nueva medida de entendimiento de esta palabra que es poesía y al mismo tiempo profecía. Como poesía, es algo hermoso que puede tocar las emociones, pero como profecía puede también traspasarnos como una espada de dos filos.

Cautiverios y liberaciones

En la versión Reina-Valera 1960, el sentido de los primeros versículos es de esperanza, de algo que habrá de acontecer. «Cuando Jehová hiciere volver la cautividad de Sion, seremos como los que sueñan», algo que está en el futuro.

Curiosamente, otras versiones lo dan como hecho. «Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sion, éramos como los que sueñan. Entonces nuestra boca se llenó de risa, y nuestra lengua de gritos de alegría; entonces dijeron entre las naciones: Grandes cosas ha hecho el Señor con ellos» (LBLA).

La historia del pueblo de Israel es una historia de cautiverios y de liberaciones. La entrada de Jacob con sus hijos en Egipto es un relato conmovedor. Él tenía temor de ir allí, pero Dios le dijo: «No temas de descender a Egipto, porque allí yo haré de ti una gran nación» (Gén. 46:3), y después ellos volverían a tomar su tierra.

Al principio ellos tuvieron muchos privilegios en Egipto. Pero, pasado el tiempo, se transformaron en esclavos. Sin embargo, después vemos cómo Dios libertó a su pueblo a través de Moisés y Josué. Cuando el ejército de Faraón quedó sepultado en el mar, ¡cómo se gozaron y cantaron! De verdad se pudo decir: «Grandes cosas ha hecho el Señor con ellos».

Pasado el tiempo, también hubo días de mucha gloria y victoria, como el reinado de David, o la construcción del templo por Salomón. En la época de oro de Israel, todas las naciones podían declarar: «Grandes cosas ha hecho el Señor con ellos».

Sin embargo, más adelante, por su idolatría, de nuevo fueron llevados cautivos. En Babilonia, ¡cómo colgaron las arpas en los sauces, sin poder cantar los cánticos de Sion! Pero hubo hombres que lloraron y clamaron esperando su liberación, y aquel día también llegó. Fueron tiempos de restauración, y hasta sus enemigos tuvieron que reconocer: «Dios está con ellos» (Neh. 6:16), porque un puñado de judíos piadosos regresaron a reconstruir la ciudad santa de Jerusalén.

Realmente la mano de Dios estaba con ellos, porque eran un pueblo profético, y a través de ellos vendría el Mesías, nuestro bendito Señor Jesucristo. Así es la historia de Israel. ¡Y qué decir del Israel actual! Aún está fresca la memoria del Holocausto. Nunca en la historia se vio algo tan terrible. Sin embargo, hoy, sus líderes atribuyen la prosperidad de la nación al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Hoy también el mundo puede decir: «Grandes cosas ha hecho el Señor con ellos».

La habitación de Dios

El equivalente de Sion en el Nuevo Testamento, según enseña el hermano Stephen Kaung, es el Señor morando en nosotros; es la vida de Cristo en nosotros. La misma Biblia ayuda a explicar la Biblia. En el Salmo 132:13 leemos: «Porque Jehová ha elegido a Sion; la quiso por habitación para sí. Este es para siempre el lugar de mi reposo; aquí habitaré, porque la he querido». ¡Qué lindas palabras!

Y en Juan 14:23, una palabra muy familiar para nosotros, el Señor dice: «El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él». ¡Qué bendita realidad es Cristo en nosotros! Es el cumplimiento del Salmo 132. El Señor escogió a Sion como habitación para él. ¡Dios no habita en templos hechos por manos humanas!

¡Qué contraste es todo esto! Los judíos levantaron el magnífico tabernáculo, mas la profecía dice: «El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies; ¿dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo?» (Is. 66:1). Aquello era figura de lo que vendría más adelante, esto es, la iglesia, esta riqueza inescrutable, fruto del evangelio.

Pablo lo dice con profundidad, en un lenguaje superlativo: «El misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria» (Col. 1:26-27). ¿No es hermoso esto?

«Grandes cosas ha hecho el Señor con nosotros». Los redimidos del Señor, los que somos de Cristo y le tenemos como Señor y Salvador tenemos este testimonio permanente, porque conocemos sus obras a nuestro favor.

También, esta es una de las bellezas de este Salmo: hay cosas consumadas y otras que aún falta que se completen. Esto esperamos: que allí donde vivimos, estudiamos o trabajamos, otros puedan decir de verdad: «Grandes cosas ha hecho Dios con ellos». Que, sin necesidad de palabras, ya sea evidente que Cristo está en nosotros.

Dios obrando

Ahora pues, ¿qué ha hecho el Señor por nosotros? Lo resumiremos en un solo versículo: «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Cor. 4:6).

Esta palabra tiene un antes y un después. El antes, es solo tinieblas. Es imposible oír esta palabra y no recordar el Génesis. «Dios mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz». Antes de aquello, solo había caos, tinieblas, confusión. Nosotros éramos personas que no teníamos rumbo, pero Dios iluminó nuestros corazones. Y ahí está el después: aquellas grandes cosas que ha hecho Dios con nosotros. ¡Gloria al Señor! Nadie podrá gloriarse en sí mismo diciendo: «Yo busqué, yo tenía hambre de Dios». ¡Dios lo hizo! Fue él quien nos miró con amor y resplandeció dentro de nuestros corazones.

Las tinieblas huyeron; la luz prevaleció. Pero, ¿qué luz? Esto es tan preciso, tan perfecto: «…resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo». ¡Dios se nos revela poniendo en el primer lugar, a su Hijo. Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último; el que era, y el que es, y el que ha de venir. ¡Qué maravilloso!

Y también este versículo dice: «en la faz de Jesucristo», el rostro del Señor. ¿Qué significa para nosotros el rostro del Cristo crucificado? Él estaba padeciendo por nosotros. Él pagó el precio del rescate. Mirándolo a él, con el Espíritu de sabiduría y revelación que Dios nos da, nuestra alma descansa. ¡Gracias al Señor por nuestra eterna redención!

¡Y qué decir del rostro de Cristo resucitado! ¡Qué tremendo es esto, qué iluminación, qué riqueza más grande! Cuando Pablo describe en 1 Corintios cap. 15 al Cristo resucitado, parte con el pobre argumento de los incrédulos. «Pero si se predica de Cristo que resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Cor. 15:12-14).

Con prisa, Pablo desecha ese argumento ignorante, y se produce una verdadera explosión de vida dentro de él, al declarar con autoridad: «Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida» (vv. 20-23).

Y el apóstol termina diciendo: «Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre … para que Dios sea todo en todos» (vv. 24, 28). Porque la revelación, la iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo está tan arraigada en su corazón, como una riqueza tan profunda.

¡Y qué decir del Señor ascendido, sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, que vive para interceder por nosotros ante Dios! Todos los pasajes a los que hacemos referencia son parte de los tesoros que tenemos en el Cristo poderoso y glorioso. ¡Y qué decir del Cristo eterno, cuyo rostro es como el sol cuando resplandece en su fuerza, y su voz como el estruendo de muchas aguas! (Apoc. 1:16).

«Grandes cosas ha hecho el Señor con nosotros». Que esta palabra nos provoque, nos despierte el corazón: es «el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo». El Señor dice: «Yo conozco tu pobreza (pero tú eres rico)» (Apoc. 2:9). Esta riqueza es nuestra, es Cristo mismo.

Una aparente contradicción

Regresemos al Salmo: «Haz volver nuestra cautividad, oh Jehová, como los arroyos del Neguev» (Sal. 126:4). Este versículo es una aparente contradicción, pero en realidad no lo es.

Dijimos en la primera parte que el Señor ya nos restauró. Pero aquí se ruega por ser restaurado. O sea, hay una obra que ya fue hecha, pero hay algo pendiente. Hay un cautiverio del cual ya fuimos liberados, pero hay otro cautiverio que aún parece oprimirnos.

«Haz volver nuestra cautividad». Aquí hay un contraste: que siendo tan ricos, a veces vivimos como pobres. Que, siendo Cristo en nosotros la esperanza de gloria, todavía nuestro rostro no lo refleja. Que, teniendo nosotros un llamamiento celestial, teniendo por delante una carrera, una batalla, a veces parecemos cristianos derrotados y sin rumbo.

A menudo nos traiciona nuestro carácter, y aparecen áreas oscuras que los demás desconocían. Y Dios prepara circunstancias de las cuales quisiéramos huir, pero los siervos más experimentados aconsejan: No trates de huir de aquello que te quema; antes bien, que el Señor te muestre por qué estás pasando esa situación. El Señor todo lo regula, dosificando el fuego de prueba.

¿Te ha pasado que te sientes como nada y que lo perdiste todo? El fuego quita las impurezas que no percibimos. Pero Dios, que nos conoce, quiere vernos puros, y nos purifica por el fuego de la prueba, para que nuestra fe sea hallada como oro puro (1 Ped. 1:7). ¡Cuántas veces una circunstancia difícil, sirve para que aflore una soberbia oculta!

Tal como los judíos, en nuestra carrera hemos pasado por duros cautiverios, tiempos en que no tenemos fuerzas para hablarle a nadie. Pero hemos visto también días preciosos, en que el río fluye y el fuego arde. Cuando esto ocurre, nada ni nadie puede callar nuestro testimonio. Así es nuestra historia, como la de Israel, una historia de cautiverios y de liberaciones, de dolor y de alegría.

Sion es la riqueza de la habitación gloriosa y poderosa de Cristo en nosotros. Entonces, nuestro clamor ha de ser: «Haz volver, Señor, nuestra cautividad, porque ese tesoro escondido que tenemos, está  cautivo en nosotros». Algo de nuestro yo, de nuestra soberbia natural, impide que fluya la vida. Ya no se trata del enemigo faraónico o babilónico. Egipto para nosotros es el mundo que se supone ya dejamos, y Babilonia es el sistema religioso del cual también huimos, escapando de la apariencia para venir a la realidad que es el Señor.

Pero, aun estando posicionados en Cristo, no somos espirituales de manera automática. La cruz no puede ser rehusada, la muerte tiene que operar para que la vida fluya. Un hermano nos decía: «Me da un dolor intenso cuando Cristo no sale por mí; cuando salgo yo, y en esa salida mía, en vez de producir vida produzco muerte y confusión». La vida que está en nosotros nos dice: «Eso no estuvo bien».

Ruego de restauración

«Haz volver nuestra cautividad, oh Jehová, como los arroyos del Neguev». En la geografía de Israel, Dan está al norte y Beerseba al sur, y junto a Beerseba está el Neguev. En el hemisferio norte es más calurosa la zona sur, y en tiempos de sequía los arroyos del Neguev se secan. Pero también existen tiempos hermosos, cuando la lluvia viene, entonces el cauce seco vuelve a tener agua, y si hay agua, hay vegetación y hay vida.

Pero la poesía aquí se transforma en profecía. ¿Cómo nos ve hoy el Señor? ¿Será que estamos pasando por un tiempo de sequía, en que los ríos de agua viva han cesado de fluir? Entonces seremos estériles, o nuestros frutos serán malos; en vez de traer alegría, traeremos dolor, y nuestra vida espiritual se transformará en una miserable rutina. Pero nuestro Dios no nos llamó para eso.

Que el Señor despierte ese clamor en nosotros: ¡Haz volver, Señor, nuestra cautividad como los arroyos del Neguev! Tú y yo fuimos hechos para ser un río. Jesús dijo: «El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva» (Juan 7:38), refiriéndose al Espíritu Santo que habría de venir.

No fuimos llamados para ser un río seco. Que sea insoportable sentir la sequedad; resistamos cuando la sequía amenaza, porque nuestro Dios es fuente de aguas vivas. «Jehová … manantial de aguas vivas. Sáname y seré sano, sálvame y seré salvo» (Jer. 17:13-14). Si estamos secos, ¿qué verá el mundo?

En estos días se nos dijo que el desafío de los primeros cristianos era estar dispuestos a morir por Cristo, y muchos murieron por su fe. Gracias al Señor por los mártires. Pero el gran desafío de nuestros días no es morir, sino vivir la vida de Cristo. Necesitamos ser liberados para que el mundo vea un brillo que aún no ha visto, oiga un testimonio que aún no ha oído, y pueda ver una gloria que aún no ha sido expresada.

Tenemos que sentir dolor en el corazón y aun llorar por esto, cuando vemos hermanos ocupados de causas políticas, enredados en cuestiones sociales, como si eso tuviese alguna razón o alguna ganancia. ¡Con qué facilidad nos desviamos de Cristo!

Fuimos hechos para ser un río que fluye y fluye. El agua de Su palabra nos ha estado regando, y nos ha hecho bien. Nos restaura, nos ayuda, nos hace orar, nos hace desear que el Señor venga, nos hace anhelar ver la iglesia gloriosa. Cuando alguien dice: «Sí, en general, como iglesia, estamos bien», pero, ¿no será que en la realidad esa iglesia está seca? ¡El Señor nos libre! Atesoremos su palabra, porque a través de ella, los ríos volverán a fluir.

Lágrimas y regocijo

«Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla» (Sal. 126:5-6). Los que cultivan los campos no siembran cualquier semilla, sino aquella que les da garantía de calidad. Pero esta es la preciosa semilla: el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo. Cuando ésta es bien sembrada, produce fruto.

El sembrador solo tiene que sembrar generosamente. Los campesinos antiguos llevaban un capacho lleno de granos, tomaban un puñado y lo tiraban, paso a paso, hasta sembrar todo el campo. ¡Qué linda figura!

La preciosa semilla es como una pérdida, algo que va a la muerte. El sembrador se desprende de algo valioso, lo lanza a la tierra, y se olvida. Luego la lluvia riega la tierra, pasa el tiempo, y nacen los brotes. Y el que hizo bien el trabajo, cosecha a treinta, a sesenta y a ciento por uno, porque la semilla, siendo tan pequeña, tiene el potencial de crecer y de multiplicarse.

¿Cuándo Dios añade?

Amados hermanos, nosotros hemos olvidado algunos versículos de la Biblia y otros los hemos interpretado mal. Por ejemplo, éste: «Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos» (Hech. 2:47). Cuando alguien razona diciendo: «¿Para qué vamos a predicar? Si él Señor quiere, él añadirá a la iglesia», este es un pensamiento no inspirado por el Espíritu del Señor.

No malentendamos la Escritura, porque aquella iglesia a la cual el Señor añadía hijos, era una iglesia que vivía la Palabra. En el libro de Hechos leemos que, aunque algunos resistían, el pueblo los alababa grandemente (Hech. 5:13), porque se estaba viviendo el evangelio en el poder del Espíritu. Los hermanos se reunían a orar y eran llenos del Espíritu Santo. La semilla era sembrada por el testimonio de vida de la iglesia y por la proclamación del evangelio, y las personas se convertían. No era algo automático: para cosechar, hay que sembrar.

Y olvidamos otro versículo: «Entonces las iglesias tenían paz por toda Judea, Galilea y Samaria. Y eran edificadas, andando en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo» (Hech. 9:31). Estos eran tiempos de normalidad, no tiempos de sequía. Cuando llega la sequía, no hay siembra ni cosecha.

Aquellos eran tiempos de normalidad; el río de Dios estaba fluyendo. La iglesia amaba al Señor y era fiel obedeciendo el mandato: «Id y predicad» (Mar. 16:15). Los siervos tenían esa carga. «¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!» (1 Cor. 9:16). ¡Que el Señor nos recupere! Lo normal es que la iglesia se multiplique. Si pasan años y no bautizamos a nadie, ¿no deberíamos estar llorando y clamando?

Todos hemos sido testigos del dolor y la frustración de una familia estéril, esperando la venida de un hijo que nunca llega. Pero también somos testigos de hermanos que han visto el milagro: «¡Hermanos, mi esposa está embarazada! ¡Un hijo está en camino!». Toda la iglesia se llena de gozo. Amados, no nos acostumbremos a la anormalidad, recuperemos el gozo de ver personas de todas las edades rendirse a los pies de Cristo. Soñemos con conversiones auténticas; que veamos a muchos pecadores recibiendo la salvación poderosa de nuestro Señor.

Andando y llorando

«Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla» (Sal. 126:6). Un comentarista dice que es difícil expresar la fuerza de esta palabra tal como fue inspirada. La idea es «andar y andar», y en ese andar, lloramos, llevando la preciosa semilla. Es tan grande lo que tenemos, y por causa de nosotros mismos, esta semilla no es compartida con suficiente poder. Pero vamos de nuevo, esta vez con más lágrimas, sembrando con esperanza, hasta ver el fruto del evangelio.

El Señor no quiere tenernos en duro trato para siempre. Debe llegar un día en que él levanta la disciplina y nos dice: «¡Ahora, vayan, llenen el mundo, mejor preparados, fortalecidos, más humildes de corazón, dependiendo de mí!», viviendo la vida corporativa, la realidad de Cristo, en comunión unos con otros, humillados ante el Señor, para que su Espíritu fluya.

«Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hech. 1:8). El Espíritu fue dado para testificar. Porque el Espíritu Santo utilizará aun una pequeña palabra. Y la preciosa semilla que está en ti brotará en aquel que la reciba.

En estos días se nos ha dicho que somos siervos. Los siervos obedecen. «Id y predicad el evangelio». Las iglesias que se multiplicaban, llevaban poco tiempo; algunos tal vez tenían solo unos cuantos meses de convertidos. Pero si tienes el tesoro, esa riqueza se nota en tu rostro, porque tu boca se llenó de risa, porque grandes cosas ha hecho el Señor con nosotros, y entonces otros también querrán tener lo que tú tienes.

Fruto y aprobación

«Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla». Lloramos porque no sembramos bien, o porque el fruto ha sido poco, comparado con el potencial que tiene. Andando y llorando, una y otra vez. Si tan solo nos disponemos, ¡qué cantidad de puertas abrirá el Señor! Si él te ve dispuesto, con el corazón lleno, él te utilizará y podrás hablar a quienes nunca pensaste hablar. «Mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas». El siervo fiel va y siembra, y vuelve, lleno de gozo, trayendo su cosecha.

La figura aquí es muy hermosa, especialmente si vemos que  salimos a sembrar enviados por nuestro Señor Jesucristo, y cuando «volvemos», somos los siervos que volvemos a rendir cuentas ante él. ¿Cómo será aquel bendito día que tenemos por delante?

«Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos» (Mat. 25:20). ¡Qué maravilloso! Fuimos llorando y sembrando, pero regresamos. Porque hay un día señalado, en el cual tú y yo vendremos ante nuestro Señor, y no queremos llegar con las manos vacías como aquel otro siervo negligente.

Si esto no nos quiebra, ¿qué nos quebrantará? ¿Cómo te presentarás delante del Señor? «Señor, tú me diste el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo, y yo lo creí. Tu palabra me traspasó, y yo me convertí. Y te amé y amé a los hermanos. Fui frágil, fui torpe, cometí muchos errores. Perdóname todo, pero aquí vengo, Señor. Aquí tienes lo tuyo».

Y el Señor nos dirá: «Bien, buen siervo y fiel». Amén.

Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2019.