Yo había dado muerte a su esposa en un accidente automovilístico, y ahora él deseaba hablar conmigo.

Mi primer año de secundaria estaba lejos de tener un gran inicio. Al tercer día, finalmente memorizaba mi horario de clase, mi combinación del armario y la mayor parte de mis rutinas de aquella nueva vida. Esa mañana me puse mis nuevos jeans y sandalias, tomé mis libros y útiles, y besé a mi mamá despidiéndome. Desde nuestra casa de campo, había un trayecto de 15 kilómetros al colegio. Mientras subía a mi pequeño coche marrón, tomé el cinturón de seguridad, pensando: «Nunca me acuerdo de usar esta cosa, pero lo haré ahora que lo he pensado».

Mientras ascendía una colina, recordé que aún necesitaba pintar mis labios. Ajusté el espejo retrovisor para una aplicación rápida. Cuando mis ojos volvían al camino, tuve vislumbre de algo que se movía, y entonces sentí mi coche sacudirse repentinamente. Yo había golpeado algo. Mi pensamiento inicial fue de que quizás fuese un animal del campo. Pero tuve la sensación abismante de que era algo mucho peor.

Cuando detuve el coche y corrí atrás a ver lo que había impactado, mi sensación fue confirmada. Permanecí temblando ante el cuerpo de una mujer de cabellos rizados yaciendo boca abajo sobre la hierba junto a una bicicleta destrozada.

Sin un teléfono celular, miré hacia el camino buscando algún lugar desde donde llamar una ambulancia. Había solo dos viviendas a la vista. Corrí a la más cercana y llamé a la puerta. Como no hubo respuesta, subí a mi coche y manejé hasta la otra casa. Me sentí aliviada cuando un anciano abrió la puerta y me señaló rápidamente hacia su teléfono. Llamé al 911. Entonces, llamé a casa y pedí a mi mamá que viniese por el camino hasta que ella me viera. No me atreví a decirle todo lo demás.

En el momento en que regresé a la escena, otro coche había parado, y un hombre estaba parado junto al camino, cerca de la mujer. Él miró mi coche y preguntó: «¿Tú la atropellaste?». Respondí a través de mi llanto de pánico: «Sí, señor, pero no trataba de escaparme, solo la dejé para ir a llamar una ambulancia». Mi madre llegó en un par de minutos, y me abalancé a ella mientras ella corría hacia mí con sus propias lágrimas de pavor. Mientras esperábamos ayuda, todo lo que yo podía pensar era que la mujer a la que había atropellado era probablemente madre de alguien, hija o esposa de alguien.

Cuando finalmente llegó un paramédico y examinó a la mujer, él nos dijo fríamente que llamáramos a una funeraria, porque no había nada que él pudiese hacer. Yo abandoné el lugar sin siquiera saber quién era la víctima.

Las dos horas siguientes fueron un caos. Recuerdo haberme derrumbado en el sofá de la sala de estar, sollozando, y despertando más tarde cuando un policía llamó a la puerta, para interrogarme. Pensé: «Esta calamidad fue absolutamente culpa mía. Yo debí haber sido la muerta, no ella». Aterrorizada ante la idea de enfrentarme a la familia de la difunta mujer, esa tarde consideré el suicidio más de una vez.

Más adelante ese día, recibí una llamada telefónica de un hombre que dijo ser vecino de Marjorie Jarstfer – la mujer a quien yo había atropellado. Él me dijo que Gary, el marido de Marjorie, estaba fuera de la ciudad. Agregó que él y su pastor habían viajado para ver al señor Jarstfer y decirle que su esposa había muerto en un accidente. Me sentí abrumada. La familia ahora lo sabía. De seguro, ellos probablemente también me deseaban la muerte.

Mi interlocutor continuó: «Shannon, quiero que sepas que la respuesta inmediata de Gary fue: ‘¿Cómo está la muchacha? ¿Está herida?’». Yo no podía creer que la primera reacción de este hombre a tales noticias devastadoras fuera preocuparse por mí. ¿Cómo podía él pensar en mí, cuando yo acababa de arrebatarle a su esposa?

Quedé aún más atónita cuando el hombre dijo que Gary deseaba que yo fuese a su casa en la víspera del funeral. Quise rehusarme, pero supe que no podía. Necesitaba encontrarme con él, aunque me invadía un pánico de muerte. Cuando fui a verlo, salí del coche con mi corazón sobresaltado y muchos nudos en mi garganta.

Apenas entré a la casa, vi a un hombre alto, de mediana edad, que venía hacia mí sin animosidad en sus ojos, con sus brazos ampliamente abiertos. Gary Jarstfer me abrazó con calidez, y las lágrimas que yo había estado intentando dominar comenzaron a fluir libremente sobre su camisa de franela mientras sus propias lágrimas caían sobre mi cabeza. Yo no podía parar de repetir: «¡Lo siento tanto! ¡Lo siento tanto!». Una vez recuperada la calma, Gary me presentó a su pastor y a dos de sus hijos adultos. Luego me llevó de la mano hacia un asiento y comenzó a decirme cosas que él quería que yo supiera sobre la vida de Marjorie.

«Mi esposa era una mujer muy piadosa, y hemos servido muchos años con los editores de la Biblia de Wycliffe. No había límite para lo mucho que Marjorie amaba al Señor», explicaba Gary. «Ella tenía un andar muy cercano e íntimo con Dios, tanto así que ella me decía que sentía que el Señor la llamaría pronto a Su hogar. Ella vivía cada día como si fuera su último día en la tierra, y nunca salía de esta casa en su paseo matinal sin abrazarme y besarme como si me dijese adiós por última vez».

Yo trataba de desentrañar la idea de que alguien pudiera estar tan cerca de Dios al extremo de saber cuándo su tiempo en la tierra estaba cumplido para ascender arriba. Gary tenía mi completa atención a medida que él continuaba: «Shannon, Dios estaba listo para llevar a Marjorie al hogar celestial. Aun cuando esto nos ha tomado a todos por sorpresa, esto no es ninguna sorpresa para él. Tú puedes preguntarte por qué Dios permitió que esto te sucediera, pero quisiera que lo vieras de esta manera. Él sabía que tú serías lo suficientemente fuerte para sobrellevar esto, y eso es lo que quiero que hagas. No puedes permitir que esto arruine tu vida, Shannon. Dios desea fortalecerte por medio de esto. Él quiere utilizarte. De hecho, yo te estoy pasando el legado de Marjorie. Quisiera que amaras a Jesús sin límites, así como Marjorie lo hizo. Quisiera que tú le permitas al Señor utilizarte para su gloria».

Algunas semanas más tarde, a Gary se le sugirió demandar a mis padres por más dinero del que nuestra póliza de seguro podía cubrir, pero él rehusó, diciendo: «¿Cuál sería el propósito de agregar dolor a esa familia haciendo sus vidas más desdichadas?». El fiscal quería procesarme por homicidio involuntario, pero Gary insistió en que todos los cargos fuesen retirados. Él tuvo una oportunidad perfecta de hacerme pagar por lo que yo había hecho; sin embargo, eligió la misericordia.

Temía que Gary cambiara de parecer y pidiera el castigo que yo merecía. Sin embargo, el tiempo probó que yo estaba equivocada. Semanas después de la catástrofe, Gary vino a mi trabajo solo para saber cómo estaba yo.

Las acciones misericordiosas de Gary – junto con sus palabras alentadoras en aquella noche anterior al funeral de Marjorie – serían mi fuente de fuerza y de consuelo en los años venideros. Dios tomó este hecho horrible y lo convirtió en algo hermoso. Como resultado de ello, puedo decir junto con el apóstol Pablo: «Nos regocijamos … no sólo en esto, sino también en nuestros sufrimientos, porque sabemos que el sufrimiento produce perseverancia; la perseverancia, entereza de carácter; la entereza de carácter, esperanza» (Rom. 5:3-4, NIV).

Fui gradualmente del sentimiento de «ser culpable» al sentimiento de «elegida» – elegida para tomar el legado de Marjorie como una mujer piadosa que ama a Jesús sin medida. Deseé ser totalmente suya, no solo de labios, sino con mi vida.

Shannon Ethridge
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