El valioso testimonio de quien fuera un íntimo colaborador del gran evangelista norteamericano.

El 5 de febrero de 1837 nació de padres pobres en una humilde granja en Northfield, Massachusetts, un bebé que sería el hombre más grande, según creo, de su generación – Dwight L. Moody. Nuestros grandes generales, estadistas, científicos y hombres de letras han pasado y han sido olvidados, y su obra y su influencia provechosa ha acabado; sin embargo, la obra de Moody continúa y su influencia salvadora sigue y se incrementa, trayendo bendición a cada nación de la tierra.

¿Por qué Dios usó a Moody? No puedo pensar en ningún otro tema sobre el cual diría algo. Porque no intentaré glorificar a Moody, sino al Dios que por su gracia, su totalmente inmerecido favor, lo usó tan poderosamente, y a Cristo que lo salvó por su expiatoria muerte y vida de resurrección, y al Espíritu Santo que vivió en él y que lo forjó, haciendo de él el gran poder que tuvo en este mundo. Además, espero dejar claro que el Dios que usó a Moody en su día está listo para usarnos a ti y a mí hoy, si nosotros, por nuestra parte, hacemos lo que Moody hizo, que fue lo que permitió a Dios usarlo tan abundantemente.

El secreto de por qué él fue tan poderosamente usado se encuentra en el Salmo 62:11: «Una vez habló Dios; dos veces he oído esto: Que de Dios es el poder». Me alegra que sea así, que el poder no perteneció a Moody, ni a Finney, ni a Lutero, ni a ningún otro hombre cristiano a quien Dios haya usado. El poder pertenece a Dios. Si Moody tenía cualquier poder, y él lo tuvo, lo obtuvo de Dios.

Pero Dios no da su poder arbitrariamente. Es verdad que lo da a quien él quiere, pero él quiere darlo en ciertas condiciones, que se revelan claramente en su palabra. Moody reunió esas condiciones y Dios le hizo el predicador más maravilloso de su tiempo.

Pero, ¿cómo fue que Moody tuvo aquel poder de Dios manifestado tan maravillosamente en su vida? Reflexionando sobre esta pregunta, me parece que hubo siete cosas en la vida de Moody que explican por qué Dios lo usó tan ampliamente.

1. Un hombre totalmente rendido

La primera cosa que explica por qué Dios usó a Moody tan poderosamente es que él era un hombre completamente rendido. Cada gramo de su cuerpo pertenecía a Dios; todo lo que él era y todo que él tenía, pertenecía enteramente a Dios. Ahora, no estoy diciendo que Moody era perfecto; él no lo era. Si yo lo intentara, presumo que podría precisar algunos defectos en su carácter. No se me ocurre en este momento cuáles eran; pero creo que podría pensar en algunos.

Nunca he encontrado a un hombre perfecto. He conocido a hombres perfectos en el sentido en el cual la Biblia nos ordena a que seamos perfectos, es decir, hombres que son de Dios por entero, vueltos hacia Dios, entregados por entero a él, sin otra voluntad que la voluntad de Dios; pero nunca he conocido a un hombre en quien no pudiese ver algún defecto, algo en lo cual él pudiese haber sido mejorado.

No, Moody no era un hombre intachable. Si él tenía defectos en su carácter, presumo que yo estuve en posición de conocerlos mejor que casi cualquier otro hombre, debido a mi asociación muy cercana con él en los postreros años de su vida; y además, supongo que en sus últimos días él abrió su corazón a mí más completamente que a cualquier otra persona. Pero aunque reconocí sus defectos, sin embargo, yo sé que él era un hombre que pertenecía enteramente a Dios.

El primer mes que estuve en Chicago, tuvimos una conversación acerca de algo sobre lo cual diferíamos ampliamente, y Moody volviéndose hacia mí muy franco y muy amablemente, dijo en defensa de su propia posición: «Torrey, si yo creyera que Dios quisiera que saltara de esa ventana, saltaría». Creo que él lo haría así. Si él pensaba que Dios quería que él hiciera cualquier cosa, él lo haría. Él perteneció por entero, sin reservas, sin condiciones, enteramente, a Dios.

Henry Varley, amigo íntimo de Moody en los inicios de su obra, contaba que él le dijo una vez a Moody: «Queda por ver qué hará Dios con un hombre que se dé totalmente Él». Cuando Varley habló, Moody se dijo a sí mismo: «Bueno, yo seré ese hombre». Por mi parte, no creo que «queda por ver» qué hará Dios con un hombre tal. Pienso que se ha visto ya en Moody.

Si tú y yo vamos a ser utilizados en nuestra esfera como Moody lo fue en la suya, debemos poner todo lo que tenemos y todo lo que somos en las manos de Dios, para que él nos utilice como él quiera, nos envíe donde él quiera, para que él haga con nosotros su voluntad, y nosotros, en nuestra parte, hacer todo lo que Dios nos impulsa a hacer.

Hay miles y decenas de miles de hombres y mujeres en el trabajo cristiano, hombres y mujeres brillantes, muy dotados, que están haciendo grandes sacrificios, hombres y mujeres que han puesto todo pecado consciente fuera de sus vidas, pero que, sin embargo, se han detenido justo antes de una rendición absoluta a Dios, justo antes de la plenitud del poder. Pero D.L. Moody no se detuvo allí; y si tú y yo vamos a ser utilizados como él lo fue, debemos ser hombres y mujeres enteramente consagrados.

2. Un hombre de oración

El segundo secreto del gran poder exhibido en la vida de Moody fue que él era en el sentido más profundo y significativo un hombre de oración. La gente a menudo me dice: «Bueno, recorrí muchas millas para ver y oír a Moody y él es en verdad un predicador maravilloso». Sí, Moody fue el predicador más maravilloso que he oído jamás, y era un gran privilegio oírlo; pero puedo atestiguar que el hombre de oración era mayor que el predicador.

Una y otra vez, él se enfrentó con obstáculos que parecían insuperables, pero siempre conocía la manera de vencer todas las dificultades. Él conocía y creía en lo más profundo de su alma que «nada es imposible para el Señor» y que la oración podía hacer todo aquello que Dios puede hacer.

A menudo Moody me escribía cuando estaba a punto de emprender una nueva obra, diciendo: «Estoy comenzando a trabajar en tal y tal lugar, tal y tal día. Quiero que reúnas a los estudiantes para un día de ayuno y oración». Yo tomaba esas cartas y las leía a los estudiantes, diciéndoles: «Moody quiere que tengamos un día de ayuno y oración, primero por la bendición de Dios en nuestras propias vidas y luego por la bendición de Dios sobre él y su trabajo».

A menudo nos reuníamos en la sala de lectura, avanzada la noche, a veces hasta, las tres, cuatro o aún cinco de la mañana, clamando a Dios, solo porque Moody nos instaba a esperar en Dios hasta que recibiésemos su bendición. ¡Cuántos hombres y mujeres he conocido cuyas vidas y caracteres fueron transformados y que labraron cosas poderosas en muchas tierras debido a esas noches de oración!

Un día, Moody viajó en un carruaje hasta mi casa en Northfield y dijo: «Torrey, quisiera que dieras un paseo conmigo». Subí al vehículo y fuimos hacia Lover’s Lane, hablando de las dificultades inesperadas que se habían presentado en la obra en Northfield y Chicago, y con respecto a otra obra que era muy querida para él.

Mientras avanzábamos, aparecieron nubes negras de tormenta delante de nosotros, y entonces repentinamente, comenzó a llover. Él guió al caballo a un cobertizo para protegerlo, puso las riendas sobre el cabezal, y dijo: «Torrey, ora»; y entonces, lo mejor que pude, yo oré, mientras él en su corazón se unía a la oración.

Cuando mi voz calló, él comenzó a rogar. ¡Oh, deseo que hubieses podido oír esa oración! Nunca la olvidaré, tan sencilla, tan confiada, tan definitiva, tan directa y tan poderosa. Cuando la tormenta pasó y volvimos a la ciudad, los obstáculos habían sido superados y la labor de las escuelas y el otro trabajo que estaba amenazado avanzaron como nunca antes.

Cuando regresábamos, Moody me dijo: «Torrey, dejaremos a los demás hombres hablar y criticar, y nosotros nos dedicaremos al trabajo que Dios nos ha dado para hacer, y lo dejaremos a él ocuparse de las dificultades y contestar a las críticas».

En una ocasión, Moody me dijo: «Acabo de encontrar, para mi sorpresa, que tenemos un déficit de veinte mil dólares en nuestras finanzas para la obra aquí y en Northfield, y necesitamos conseguir esos veinte mil dólares, de manera que vamos a pedirlos en oración». Él no habló con nadie que tuviese la capacidad de solventar aquel déficit, sino que se encomendó a Dios diciendo: «Necesito veinte mil dólares para mi trabajo; envíamelos de manera tal que sepa que viene directo de ti». Y Dios oyó esa oración. El dinero vino de una forma que era evidente que venía de Dios en respuesta a la oración.

Sí, Moody era un hombre que creía en el Dios que contesta la oración, y no sólo creía en él de una manera teórica sino de una manera práctica. Él resolvió cada dificultad que se presentaba en su camino, mediante la oración. Todo lo que él emprendía era sostenido por la oración, y en todo, su última dependencia estaba en Dios.

3. Un estudiante profundo y práctico de la Biblia

El tercer secreto del poder de Moody, o la tercera razón por la que Dios lo utilizó, fue que él era un estudiante profundo y práctico de la palabra de Dios. Hoy en día, a menudo se dice que Moody no era un estudiante. Debo decir enfáticamente que él sí era un estudiante. No era un estudiante de psicología, ni de de antropología –estoy seguro que él no habría sabido lo que significa esa palabra–; no era un estudiante de biología, ni de filosofía; ni aun de teología, en el sentido técnico del término; pero era un estudiante profundo y práctico del único libro más digno de estudiar que todos los libros del mundo – la Biblia.

Cada día de su vida, él se levantaba muy temprano por la mañana para estudiar la palabra de Dios, hasta el final de sus días. Solía levantarse cerca de las cuatro de la mañana. Él me decía: «Si voy a avanzar en cualquier estudio, tengo que levantarme antes de que la otra gente se levante»; y se encerraba en su cuarto, solo con su Dios y su Biblia.

Nunca olvidaré la primera noche que pasé en su hogar. Él me había invitado a asumir la dirección del Instituto Bíblico y había comenzado ya mi trabajo; yo iba en camino a una ciudad en el este para presidir en la convención internacional de obreros cristianos. Él me escribió diciendo: «Tan pronto como la convención termine, ven a Northfield». Él aguardó mi llegada y viajó hasta South Vernon para llevarme. Aquella noche él había invitado a su casa a los profesores de la escuela de Mount Hermon y del seminario de Northfield para conversar sobre los problemas de ambas escuelas. Hablamos hasta tarde, y luego, cuando los invitados se habían ido, Moody y yo dialogamos más largamente.

Era muy tarde cuando me fui a acostar, pero a la mañana siguiente, cerca de las cinco, oí un golpecito apacible en mi puerta. Entonces oí a Moody que susurraba: «Torrey, ¿estás en pie?». Así era. Yo nunca me levanto tan temprano, pero así sucedió en esa mañana particular. Él dijo: «Quiero que vengas conmigo», y fui abajo con él. Entonces descubrí que él había estado ya cerca de una hora o dos en su cuarto estudiando la palabra de Dios.

Oh, tú puedes hablar de poder; pero, si descuidas aquel Libro que Dios te ha dado como el único instrumento a través del cual él imparte y ejercita su poder, no lo tendrás. Puedes leer muchos libros e ir a muchas convenciones y puedes tener reuniones de oración para rogar por el poder del Espíritu Santo; pero a menos que te mantengas en constante e íntima asociación con el único Libro, no tendrás poder. Y si alguna vez tuviste poder, no lo mantendrás sino por el estudio diario, serio e intenso de la Biblia. El 99% de los cristianos simplemente juegan a estudiar la Biblia; y por lo tanto 99 de cada 100 cristianos son débiles, debiendo ser gigantes, en su vida y servicio cristiano.

En gran parte debido a su conocimiento cuidadoso y práctico de la Biblia, Moody atrajo a aquellas inmensas multitudes. El «día de Chicago», en octubre de 1893, ninguno de los teatros de Chicago se atrevió a abrir porque se esperaba que todos irían en ese día a la Feria Mundial; y, de hecho, cerca de 400.000 personas visitaron la Feria ese día. Pero Moody me dijo: «Torrey, contrata el Central Music Hall y anuncia reuniones a partir de las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde». «¿Por qué?», contesté, «nadie estará en esta parte de Chicago ese día; ni siquiera los teatros abrirán; todos irán a la feria». Moody contestó: «Haz lo que te digo». Y así lo hice, con pesar, pensando que habría muy poca asistencia.

Yo estaba en el programa a mediodía. Muy ocupado en mi oficina con los detalles de la campaña, no fui al teatro hasta esa hora. Pero, cuando llegué, para mi sorpresa, no sólo el salón estaba repleto sino también el vestíbulo y los pasillos, y no había modo de entrar por la puerta. Tuve que rodear el local y subir por una ventana posterior. Pero la multitud no se había reunido para oírme a mí; era la magia del nombre de Moody que los había cautivado, porque sabían que, aunque no era versado en las filosofías, modas y fantasías del día, él conocía el único Libro que este viejo mundo más anhela conocer.

Nunca olvidaré la última visita de Moody a Chicago. Los ministros me habían enviado a Cincinnati para invitarlo a predicar en Chicago. Respondiendo, Moody dijo: «Si arriendas un local para las mañanas y tardes de los días laborables y tenemos reuniones a las diez de la mañana y las tres de la tarde, iré». Contesté: «Moody, tú sabes cuán atareada es la ciudad de Chicago. Es imposible que los hombres de negocios salgan a las diez de la mañana y las tres de la tarde en un día laborable. ¿No harás reuniones por las noches y el día domingo?». «No», contestó, «porque interferiría con el trabajo normal de las iglesias».

Regresé a Chicago y contraté el local con mayor capacidad en la ciudad – cerca de siete mil personas sentadas. Anuncié reuniones de día laborable, con Moody como orador, a las diez en las mañanas y a las tres en las tardes. De inmediato comenzaron las protestas. Una de ellas vino de Marshall Field, un prominente empresario de Chicago. «Sr. Torrey», me escribió, «los hombres de negocios de Chicago deseamos oír a Moody, y usted sabe perfectamente cuán imposible es que salgamos a las diez de la mañana y a las tres de la tarde; tenga reuniones en la noche». Hubo muchos reclamos similares y escribí de nuevo a Moody, pero él contestó simplemente: «Haz lo que te digo», y así lo hice.

En la primera mañana de reuniones fui al auditorio media hora antes del tiempo fijado, con mucho temor y aprensión, pensando que el auditorio estaría casi vacío. Cuando llegué, para mi asombro, había una fila de público en cuatro columnas que se extendía por varias cuadras. Tuve que entrar por la puerta trasera, y allí había muchos que exigían entrar. Cuando las puertas se abrieron a la hora señalada, la multitud era tal que rompió el cordón policial y ocho mil personas entraron en el edificio antes de que pudiésemos cerrar las puertas. Había tanta gente afuera como en el interior del edificio.

Nadie en el mundo habría podido atraer a tal multitud en tal hora. ¿Por qué? Porque aunque Moody sabía muy poco sobre ciencia, filosofía o literatura en general, él conocía el único Libro que este viejo mundo está muriendo por conocer; y este viejo mundo se reunirá para oír a los hombres que conocen y predican la Biblia como no se reunirían para oír otra cosa. Durante todos los meses de la Feria Mundial en Chicago, nadie reunió a tantas personas como Moody.

A juzgar por la prensa, uno habría pensado que el gran acontecimiento religioso en Chicago en aquel tiempo fue el Congreso Mundial de Religiones. Se invitó a un hombre de letras muy erudito a que hablara en este congreso. Él vio en esta invitación la oportunidad de su vida y preparó su estudio, cuyo título era algo así como «Nueva luz sobre viejas doctrinas». Él preparó cuidadosamente su exposición, y luego la envió a sus amigos de más confianza y más dotados para su revisión. Ellos le enviaron sus sugerencias. Entonces él perfeccionó la redacción y volvió a enviarla. Por fin, escribió su papel una tercera vez, y fue a Chicago al Congreso Mundial.

Eran las once de la mañana el sábado en que él debía hablar. Él permanecía fuera de la puerta de la plataforma esperando el gran momento para entrar, y cuando el reloj marcó las once, se encaminó a la plataforma para hacer frente a una audiencia de… once mujeres y dos hombres. Pero ese mismo día, no había ningún edificio en Chicago que pudiese acomodar a la multitud que se reunía para oír a Moody.

Oh, hombres y mujeres, si ustedes desean conseguir una audiencia y desean hacer de ella algo bueno, estudien, prediquen y enseñen el único Libro, la Biblia, la palabra de Dios, el único que tiene el poder de reunir, de sostener y de bendecir a las gentes en cualquier tiempo.

4. Un hombre humilde

La cuarta razón por la que Dios utilizó a D.L. Moody durante tantos años fue porque él era un hombre humilde. Pienso que él fue el hombre más humilde que conocí en toda mi vida, es decir, el hombre más humilde considerando las grandes cosas que él hizo y la alabanza que le fue prodigada. Él amaba situarse en el fondo y poner a otros hombres en el primer plano.

A veces permanecía en el estrado con algunos de nosotros, pequeños compañeros, sentados detrás de él y mientras hablaba decía: «Hay hombres mejores que vienen después de mí». Cuando lo decía, él nos señalaba con su pulgar detrás sobre su hombro. Él no pretendía una humildad que no poseyera. En su corazón, se subestimaba constantemente, y sobrestimaba a otros. Él realmente creía que Dios utilizaría a otros hombres en una medida más grande de la que él había sido utilizado.

Moody amaba mantenerse en segundo plano. En sus convenciones, él impulsaba a otros hombres al frente, para que ellos hicieran la predicación – McGregor, Campbell Morgan, Andrew Murray, y otros. La única manera en que podíamos lograr que él tomara parte en el programa era anunciar que oiríamos a Moody en la reunión siguiente. Él se ponía constantemente fuera de la vista.

¡Oh, cuántas veces un hombre ha sido lleno de promesas y Dios lo ha utilizado, y entonces el hombre ha pensado que él mismo lo es todo, dejando a Dios de lado! Muchos obreros promisorios han caído sobre las rocas a través de la autosuficiencia y la autoestima más que por cualquier otra causa. Miro hacia cuarenta años atrás, o más, y pienso en muchos hombres que ahora están en ruinas, de quienes el mundo pensaba que iban a ser algo grande, pero han desaparecido de la visión pública; hombres y mujeres que han sido puestos de lado porque empezaron a pensar que eran ‘alguien’, y por lo tanto Dios los desechó.

Recuerdo a un hombre con quien estuve asociado en un gran movimiento en este país. Teníamos una convención exitosa en Buffalo. Un día, mientras íbamos hacia una reunión, él me dijo: «Torrey, tú y yo somos los hombres más importantes de la obra cristiana en este país». Contesté: «Me apena oírte decir eso; porque en mi Biblia encuentro a muchos hombres, que lograron grandes cosas, a quienes Dios desechó debido al sentimiento de su propia importancia». Y Dios también puso de lado a ese hombre a partir de ese tiempo. Pienso que él todavía vive, pero nadie oye hablar de él o ha oído hablar de él por años.

Dios usó a Moody más que a cualquier hombre de su día; Sin embargo, él nunca se enalteció. Un día, hablándome de un gran predicador de Nueva York, ahora muerto, Moody dijo: «Él hizo una vez una cosa muy necia, lo más absurdo que vi hacer jamás a un hombre, aun tan sabio como él era. Él se me acercó al final de una pequeña charla que yo había dado y me dijo: ‘Joven, usted ha hecho un gran discurso esta noche’».

Entonces Moody continuó: «¡Cuán tonto de su parte fue haber dicho eso! Casi trastornó mi cabeza». Pero, gracias a Dios, aun cuando muchos ministros en Inglaterra, Escocia e Irlanda estaban listos a seguir a Moody dondequiera que él los guiara, él nunca volvió su cabeza un ápice. Él inclinaba su rostro ante Dios, sabiendo que él era humano, y pedía que Dios lo vaciara de toda autosuficiencia. Y Dios lo hizo.

Oh, hombres y mujeres, especialmente jóvenes, quizás Dios están comenzando a utilizarles; la gente muy probablemente está diciendo: «¡Qué don maravilloso tiene como profesor de la Biblia, qué poder tiene como predicador, un hombre tan joven!». Escucha: inclina tu rostro ante Dios. He aquí una de las trampas más peligrosas del diablo. Cuando no puede desalentar a un hombre, él le tiende otro lazo peor; lo invita a elevarse, susurrando en su oído: «Eres el principal evangelista del día; eres el hombre que barrerá todo delante de ti, el hombre que viene, el Moody de hoy»; y si le prestas oído, él te arruinará.

Toda la ribera de la historia de los obreros cristianos está sembrada de naufragios de gallardos veleros que estaban llenos de promesas pocos años antes, pero estos hombres fueron soplados y golpeados en las rocas por los rugientes vientos salvajes de su propia autoestima.

5. Su completa libertad del amor al dinero

El quinto secreto del continuo poder y utilidad de Moody fue su plena libertad del amor al dinero. Moody pudo haber sido un hombre rico, pero el dinero no tenía atractivo para él. Él amaba recolectar dinero para la obra de Dios. Si él hubiera tomado para sí los derechos de los himnarios que publicó, estos ascendían a un millón de dólares; pero Moody los rechazó, aunque tenía perfecto derecho a tomarlos, porque él fue responsable de la publicación y fue su dinero el que se invirtió en la primera edición.

Sankey tenía algunos himnos que había llevado con él a Inglaterra y deseaba publicarlos. Sin embargo, los editores se rehusaron, porque otro autor había publicado un himnario recientemente y no le había ido bien. Sin embargo, Moody tenía un poco de dinero y decidió imprimir una edición económica. Los himnos tuvieron una venta notable e inesperada; entonces fueron publicados en forma de libro y los beneficios se acrecentaron. Las ganancias fueron ofrecidas a Moody, pero él se negó a tocarlas.

Fleming H. Revell era en ese entonces tesorero de la iglesia de la Avenida Chicago, conocida comúnmente como el Tabernáculo Moody. Solo el sótano de este nuevo edificio de la iglesia había sido terminado, los fondos estaban agotados. Oyendo hablar de la situación del himnario, Revell sugirió, en una carta a los amigos en Londres, que el dinero fuese destinado a la terminación de este edificio, y así fue. Después, siguió siendo recibido mucho dinero, que fue dado a varias empresas cristianas por el comité en cuyas manos Moody puso el asunto.

En cierta ciudad a la cual Moody fue en los últimos años de su vida, se anunció públicamente que Moody no aceptaría dinero por su servicio. De hecho, Moody era dependiente, en una medida, de lo que recibía en los servicios; pero cuando este aviso fue hecho, Moody no dijo nada, y dejó esa ciudad sin un penique de remuneración por su obra allí; y pienso que él pagó incluso su propia cuenta de hotel.

Millones de dólares pasaron por las manos de Moody, pero solo pasaron a través de él; no se pegaron a sus dedos. Este es el punto en el cual muchos evangelistas naufragan, y su gran obra acaba en forma prematura. El amor al dinero de parte de algunos evangelistas ha hecho más que cualquier otra causa para desacreditar la obra evangelística y aun para derribar a muchos evangelistas.

Mientras yo estaba ausente en uno de mis viajes, uno de los ministros más confiables en una de nuestras ciudades del este me habló de una campaña conducida por un predicador que había sido muy utilizado en el pasado. Este orador vino a una ciudad para una campaña evangelística unida y fue apoyado por cincuenta y tres iglesias. El ministro que me habló del asunto era él mismo presidente del comité de finanzas. El evangelista demostró tal avidez por el dinero y violó tan deliberadamente el acuerdo que él había hecho antes de venir a la ciudad, que este ministro amenazó dimitir del comité de finanzas. Sin embargo, fue persuadido a permanecer para evitar un escándalo.

«El resultado total de la campaña de tres semanas fueron solo veinticuatro conversiones claras», dijo mi amigo; «y después que los ministros se reunieron, acordaron enviar una carta al evangelista diciéndole con franqueza lo que ellos habían detectado en él y en sus métodos de evangelismo, y que consideraban su deber advertir a otras ciudades contra él y sus métodos y los resultados de su obra». Pongamos esta lección en nuestros corazones y tomemos la advertencia a tiempo.

6. Su ardiente pasión por la salvación de los perdidos

La sexta razón por la que Dios utilizó a Moody fue su ardiente pasión por la salvación de los perdidos. Moody tomó la resolución, poco después de ser salvo, de que él nunca dejaría pasar veinticuatro horas sin hablar por lo menos a una persona sobre su alma. La suya era una vida muy ocupada, y él se olvidaba a veces de su resolución hasta pasada la hora; entonces se levantaba de su cama, se vestía, salía y hablaba con alguien sobre la necesidad de su alma y sobre el Salvador que podría satisfacerla.

Una noche, Moody iba a casa desde su oficina. Era muy tarde, y él recordó que no había hablado a nadie ese día sobre aceptar a Cristo. Pensó: «Este es un día perdido. No veo a nadie a esta hora». Pero entonces vio a hombre parado bajo un farol. Era un perfecto desconocido para él, aunque resultó que éste sabía quién era Moody. Se le acercó y le dijo: «¿Es usted un cristiano?». El hombre contestó: «No es de su incumbencia si lo soy o no. Si usted no fuera un predicador lo arrojaría al canal por su impertinencia». Moody dijo algunas palabras serias y siguió su camino.

Al día siguiente, aquel hombre llamó a uno de los amigos que trabajaba con Moody y le dijo: «Ese hombre que trabaja con ustedes está haciendo más mal que bien. Tiene celo sin conocimiento. Me detuvo a mí anoche, un desconocido, y me insultó. Me preguntó si yo era un cristiano, y le dije que eso no le importaba y que si él no fuera un predicador yo lo lanzaría al canal por impertinente». El amigo de Moody envió por él y le dijo: «Moody, usted insultó a un conocido mío en la calle anoche, y él me dice que si usted no hubiera sido un predicador él le habría lanzado al canal por su impertinencia».

Moody salió de la oficina de ese hombre algo cabizbajo, preguntándose si en realidad estaba haciendo más mal que bien, si realmente tenía celo sin conocimiento. (Déjenme decirlo al pasar, es lejos mejor tener celo sin conocimiento que tener conocimiento sin celo. Algunos hombres y mujeres son tan llenos de conocimiento, tan profundamente versados en la verdad de la Biblia que se pueden sentar a criticar y dar consejos a los predicadores, pero tienen tan poco celo que no guían un alma a Cristo en un año entero).

Pasaron algunas semanas. Una noche, Moody estaba en cama cuando oyó un enorme estruendo en la puerta de calle. Saltó de su cama, pensando que la casa se quemaba. Abrió la puerta y allí estaba parado aquel hombre. Él dijo: «Señor Moody, no he dormido tranquilo desde aquella noche en que usted me habló bajo el farol, y he venido a esta hora intempestiva para que usted me diga lo que debo hacer para ser salvo». Moody lo llevó adentro, y entonces el hombre aceptó a Cristo.

Otra noche, Moody llegó a casa y se había ido a la cama cuando recordó que ese día no había hablado a nadie sobre aceptar a Cristo. «Bueno», pensó, «no es bueno que me levante ahora; no habrá nadie en la calle en esta hora». Sin embargo, se levantó, se vistió y salió a la puerta. Estaba lloviendo a cántaros. «Oh», se dijo, «no habrá nadie fuera con este temporal». Entonces oyó las pisadas de un hombre que venía por la calle en dirección a él, sosteniendo un paraguas sobre su cabeza. Entonces Moody se acercó al hombre y le dijo: «¿Puede compartir conmigo el refugio de su paraguas?». «Ciertamente», contestó el hombre. Entonces dijo Moody: «¿Tiene usted algún refugio en la época de tormenta?», y le predicó a Jesús.

Oh, si fuéramos tan llenos de celo por la salvación de almas como él, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que el país entero fuera sacudido por un poderoso avivamiento enviado por Dios?

Moody era un hombre encendido por Dios. No solo estaba él mismo siempre «en la obra» sino que conseguía siempre que otros también colaboraran. Él me invitó una vez a Northfield para pasar un mes allí con las escuelas, hablando primero a una escuela y en seguida cruzando el río a la otra. Fui obligado a utilizar mucho el ferry (balsa), antes de que el actual puente fuera construido en ese punto.

Un día él me dijo: «Torrey, ¿sabías que el hombre que conduce esa balsa a diario es inconverso?». Él no me dijo le hablara, pero yo sabía lo que él me quería decir. Cuando algunos días más adelante Moody supo que el balsero había sido salvo, él estaba tremendamente feliz.

Una vez, caminando por las calles de Chicago, Moody detuvo a un desconocido y le dijo: «Señor, ¿es usted cristiano?». «Ocúpese de su propio negocio», fue la respuesta. Moody replicó: «Este es mi negocio». El hombre dijo: «Ah, entonces, usted debe ser Moody». En esos primeros días, en Chicago lo llamaban «el loco Moody», porque él les hablaba a todos y no perdía ocasión de hablar acerca de la salvación.

Una vez él viajaba a Milwaukee, y junto a él se sentó otro pasajero. Moody comenzó de inmediato a hablar con él. «¿Donde va usted?», le preguntó. Cuando oyó el nombre de la ciudad, Moody dijo: «Pronto estaremos allí; tenemos que dedicarnos al negocio ahora mismo. ¿Es usted salvo?». El hombre dijo que no, y Moody sacó su Biblia y le mostró el camino de salvación. Luego le dijo: «Ahora, usted debe aceptar a Cristo». El hombre fue convertido allí en el tren.

La mayor parte de ustedes han oído, supongo, la historia que el presidente Wilson contaba acerca de Moody. El ex-Presidente Wilson decía que él entró una vez en una barbería y ocupó un sillón al lado del cual se sentó Moody, aunque él no sabía que Moody estaba ahí. No había estado sentado mucho tiempo, cuando, como el ex-Presidente lo expresó, él «sabía que había una personalidad en la otra silla», y él comenzó a escuchar cómo Moody hablaba al peluquero sobre el Camino de Vida. El presidente decía: «Nunca he olvidado aquella escena». Cuando Moody se fue, él preguntó al peluquero quién era; cuando le dijeron que era Moody, el presidente Wilson dijo: «Me causó una impresión que jamás he olvidado».

En una ocasión, en Chicago, Moody vio a una muchacha parada en la calle; él se acercó y la invitó a su escuela dominical, diciéndole cuán agradable era aquel lugar. Ella prometió ir el domingo siguiente, pero no lo hizo. Moody la esperó por semanas, y entonces un día la vio en la calle otra vez, a cierta distancia de él. Ella lo vio también y comenzó a correr alejándose. Moody la siguió. Ella corrió una cuadra y Moody detrás de ella; luego otra calle, y Moody la seguía; atravesó un callejón, y Moody igual. Entonces ella corrió hacia un bar y Moody corrió detrás de ella. Ella llegó a la puerta trasera y subió un tramo de escaleras, Moody la siguió; ella entró en un cuarto, y Moody igual. Ella se metió bajo la cama y Moody la alcanzó allí y tomándola de un pie la condujo a Cristo.

Moody descubrió que la madre de la muchacha era una viuda que había visto una vez circunstancias mejores, pero se había empobrecido y ahora vivían en los altos de aquel bar. Ella tenía varios hijos. Moody condujo a la madre y a toda la familia a Cristo. Varios de los niños fueron miembros prominentes de la iglesia Moody hasta que se trasladaron a otro lugar, donde también fueron fieles cristianos. Esta niña en particular, que él tiró de debajo de la cama, era, cuando yo era el pastor de la iglesia Moody, la esposa de uno de los funcionarios más destacados de la iglesia.

Hace solo dos o tres años, cuando yo salía de una boletería en Memphis, un hombre joven me dijo: «¿Es usted el doctor Torrey?». Le dije: «Sí.» Él se identificó; era el hijo de esa mujer. Él era entonces un hombre que viajaba, y funcionario en la iglesia en donde él vivía. Cuando Moody tiraba a esa jovencita hacia fuera de la cama por el pie, él tiraba de una familia entera para el reino de Dios, y solo la eternidad revelará cuántas generaciones él empujó hacia el reino de Dios.

La pasión que consumía a Moody por las almas no era por las almas de los que serían provechosos en la edificación de su obra aquí o allá; su amor por las almas no conocía limitación de clases. Él no hacía acepción de personas; podía ser un conde o un duque, o un ignorante muchacho de color en la calle; eran lo mismo para él; había un alma por salvar y él hacía lo que estaba en su poder para salvar a esa alma.

Un amigo una vez me dijo que la primera vez que él oyó hablar de Moody fue cuando un señor de apellido Reynolds le dijo que él encontró una vez a Moody sentado en una de las chozas de ocupantes ilegales que había en las riberas del lago, con un niño de color sobre su rodilla, una vela de sebo en una mano y una Biblia en la otra, y Moody le explicaba ciertos versículos de la Escritura, en un intento por conducirlo a Cristo.

Oh, jóvenes hombres y mujeres y todos los obreros cristianos, si tú y yo ardiéramos por las almas de esta forma, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que tuviéramos un avivamiento? ¡Que el fuego de Dios caiga y llene nuestros corazones, un fuego ardiente que nos envíe por todo el país, y más allá, a China, a Japón, a la India y a África, para hablar a las almas perdidas del camino de salvación!

7. Definitivamente dotado con poder de lo alto

La séptima cosa que fue el secreto de por qué Dios utilizó a Moody era que él tenía una investidura muy definida de poder de lo alto, un bautismo claro y definitivo del Espíritu Santo. Moody sabía que él tenía «el bautismo del Espíritu Santo»; no tenía ninguna duda sobre ello. En sus días tempranos él era un gran trabajador; él tenía un enorme deseo de hacer algo, pero no tenía ningún poder real. Él trabajó mucho en el poder de la carne.

Pero había dos humildes mujeres metodistas que solían venir a sus reuniones en la YMCA. Una era la «tía Cook» y la otra, la señora Snow. Ambas mujeres venían a Moody al final de las reuniones y decían: «Estamos orando por usted». Finalmente, Moody se sintió molesto y les dijo una noche: «¿Por qué están orando por mí? ¿Por qué no ruegan por los inconversos?». Contestaron: «Estamos rogando para que usted pueda conseguir el poder». Moody no sabía lo que significaba aquello, pero meditó en el asunto, y después les dijo: «Quiero que me expliquen lo que quieren decir»; y le hablaron sobre el bautismo del Espíritu Santo. Entonces él preguntó si podía orar junto con ellas. La tía Cook me habló una vez del fervor intenso con el cual Moody rogó en esa ocasión.

Poco después, en vísperas de su viaje a Londres, él caminaba por Wall Street en Nueva York y en medio del alboroto y la prisa de esa ciudad su oración fue contestada; el poder de Dios bajó sobre él mientras caminaba por la calle y tuvo que entrar rápidamente en casa de un amigo y pedir un cuarto para estar a solas, donde permaneció por horas. El Espíritu Santo vino sobre él, llenando su alma de tal gozo que al final él tuvo que pedir a Dios que retuviera su mano, pues temió morir allí mismo de alegría.

Cuando Moody llegó a Londres, el poder de Dios fluyó a través de él poderosamente en el norte de Londres. Centenares fueron agregados a las iglesias, y a causa de ello, Moody fue invitado a la campaña maravillosa que siguió hasta sus últimos años.

A menudo, Moody venía y me decía: «Torrey, quiero que prediques sobre el bautismo del Espíritu Santo». Cierta vez fui invitado a predicar en la iglesia Presbiteriana de la 5ª Avenida de Nueva York. Momentos antes de salir para Nueva York, Moody vino a mi casa y me dijo: «Torrey, sólo quiero pedirte que prediques allí ese sermón tuyo sobre ‘Diez razones por las que yo creo que la Biblia es la palabra de Dios’ y tu sermón sobre ‘El bautismo del Espíritu Santo’».

Otra vez, él reunió a algunos profesores en Northfield – todos ellos hombres refinados, pero no que creían en un bautismo individual del Espíritu Santo. Moody vino y me dijo: «Torrey, ven a mi casa después de la reunión de esta noche y habla sobre el tema a estos hombres». Consentí fácilmente, y Moody y yo hablamos durante mucho tiempo, pero ellos no concordaron plenamente con nosotros. Cuando se fueron, Moody me indicó que me quedara un momento. Se sentó allí, con su barbilla en su pecho, como hacía a menudo cuando estaba en pensamiento profundo; entonces miró hacia arriba y dijo: «Oh, ¿por qué no verán que esto es justamente lo que ellos necesitan? Son buenos profesores, son profesores maravillosos, y estoy tan feliz de tenerlos aquí; ¿pero por qué no verán que el bautismo del Espíritu Santo es el único toque que ellos mismos necesitan?».

Nunca olvidaré el 8 de julio de 1894. Era el día de clausura de la conferencia de los estudiantes de Northfield. Moody me había pedido que predicara la noche del sábado y la mañana del domingo sobre el bautismo del Espíritu Santo. La noche del sábado había hablado acerca del bautismo del Espíritu Santo, qué es, qué hace, y la necesidad y la posibilidad de él. La mañana de domingo hablé sobre cómo conseguir el bautismo del Espíritu Santo.

Eran exactamente las doce horas cuando acabé mi sermón de la mañana, saqué mi reloj y dije: «Moody nos invita a todos a que vayamos hasta la montaña esta tarde a las tres, a orar por el poder del Espíritu Santo. Faltan tres horas. Si algunos de ustedes no pueden esperar tanto, vayan a sus cuartos, vayan al bosque, vayan a sus tiendas, vayan donde puedan estar a solas con Dios y hablen de esto con él».

A las tres, todos nos reunimos frente a la casa de la madre de Moody, y entonces comenzamos a subir la ladera. Éramos cuatrocientos cincuenta y seis personas. Al poco rato, Moody dijo: «No creo que necesitemos ir más lejos; sentémonos aquí». Nos sentamos en troncos y en el suelo. Moody dijo: «¿Alguien de ustedes tiene algo que decir?». Cerca de setenta y cinco de ellos se presentaron, uno tras otro, y dijeron: «Señor Moody, yo no podía esperar hasta las tres; he estado solo con Dios después del servicio de la mañana, y puedo decir que he sido bautizado con el Espíritu Santo».

Cuando estos testimonios cesaron, Moody dijo: «Jóvenes, no veo ninguna razón por la que no debamos arrodillarnos aquí ahora y pedir a Dios que el Espíritu Santo descienda sobre nosotros tan definitivamente como él bajó sobre los apóstoles en el día de Pentecostés. Oremos». Y rogamos, allí en la ladera del monte.

Durante nuestro ascenso, se habían estado reuniendo pesadas nubes, y justo cuando empezamos a orar, grandes gotas de agua comenzaron a caer a través de los pinos. Pero había otra nube que había estado reuniéndose sobre Northfield durante diez días, una gran nube con la misericordia, la gracia y el poder de Dios; y cuando empezamos a orar, nuestros ruegos parecían perforar esa nube y el Espíritu Santo cayó sobre nosotros. Esto es lo que todos nosotros necesitamos – el bautismo del Espíritu Santo.

R.A. Torrey (1856-1928)
Evangelista, pastor y escritor norteamericano.