Pilato sabe que Jesús es inocente, y que si los judíos quieren matarlo, es por envidia. Pilato conoce las mezquindades de la política y la ambición del poder, porque él mismo está sumido en ellas. Los jerarcas judíos no quieren que nadie les haga sombra en su oscuro liderazgo religioso, así que –para convencer al gobernador– acusan a Jesús de alterar el orden político, disfrazando así sus verdaderas razones.

Pilato sabe de la inocencia de Jesús, y procura libertarlo. Hay en Pilato, como buen romano, algún sentido de buena justicia. Seis veces procura dejarlo libre, alegando su inocencia, y proponiendo a cambio de la muerte algunos castigos menos severos. Sin embargo, la presión se hace insostenible.

Estaba cercado por una encrucijada múltiple: los judíos, que le presionaban con la amenaza de acusarle al César, su mujer, que martilleaba su débil conciencia dándole testimonio de la inocencia de Jesús, y las palabras mismas del Señor acerca de un reino superior que rige el destino de los hombres.

Pilato era un hombre pecador y, por tanto, miedoso. Su pasado estaba marcado por los errores, y por graves desavenencias con los judíos. Los temores le atenazaban el corazón. Temía al César, temía la existencia de un reino superior, temía las advertencias de su mujer. En esa encrucijada, eligió lo aparentemente mejor para sí mismo, pero en definitiva, lo peor. Luego, como para intentar borrarlo todo, se lavó las manos.

Pilato buscó la decisión que le trajera menos pérdida. Entregar a Jesús apaciguaba a los judíos y le evitaba problemas con el César. ¿Las advertencias de su mujer? Podía sofocarlas. ¿La idea de un reino superior? Podía suplantarla por otras más plausibles. Pero, ¿y la justicia? Pilato no podría decir: «Fiat justitia, ruat caelum» (Hágase justicia, aunque los cielos caigan). ¿Y la verdad? Él era un escéptico, no creía que existiera la verdad. ¿Y la conciencia? Lavarse las manos en público la tranquilizaría. Todas estas cosas –la justicia, la verdad, la conciencia– pertenecían al reino de los valores, en el cual –según su formación filosófica griega– no existían muy claras demarcaciones.

Pilato era un «animal político». Su sentido político era más fuerte que sus convicciones. Él nunca sospechó que sus oscuros procedimientos serían exhibidos a los siglos bajo la luz de Cristo, que todo lo revela. Por aferrarse a los valores terrenos, perdió los valores eternos; por mantener un miserable puesto político, perdió el reino de los cielos. Muchos hoy, como él, se lavan todavía las manos. Han sacado algunas cuentas, y no les conviene perder una gloria real presente por una recompensa futura, según ellos, tan incierta. Sin embargo, ellos no pueden escapar a este hecho irrefutable: el que no da testimonio a favor de Cristo, lo crucifica. El que no defiende la verdad, la mata. Y el que mata la verdad, muere a manos de ella.

Pilato se suicidó.

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