«Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?».

– Mateo 18:32-33.

Casi todos los cristianos podríamos decir que hemos recibido ofensas de parte de muchas personas. En mayor o menor medida, , todos hemos sido traicionado, olvidados, ofendidos, calumniados y robados. Alguien se aprovechó de nosotros, alguien nos mintió, alguien nos hizo mucho mal; todo eso y muchas otras cosas más.

Pero igualmente es cierto que, en cierta medida, también nosotros hemos hecho esas mismas cosas a otras personas. A alguien ofendimos, a alguien le causamos mal, alguien se vio perjudicado por una mala acción de nuestra parte.

Y tanto a los unos como a los otros, Dios nos perdonó. Y nos perdonó gratuitamente, no porque alguno de nosotros lo mereciera. Nos perdonó una deuda impagable. En verdad, ni uno solo de nuestros pecados y ofensas a Dios y a los hombres podría ser pagado con el aval de la justicia propia o por medio de simples méritos humanos.

Por eso, no podemos, ante ninguna ofensa recibida, reaccionar como víctimas, con resentimientos ni con amarguras. No podemos guardar rencor, ni creer que no merecemos las afrentas recibidas. En realidad, merecíamos más que eso; de no ser por la gracia y misericordia de Dios, solo merecíamos la muerte eterna.

¿Cómo puedo guardar rencor a alguien que me ha ofendido, si primero ofendí yo la santidad de Dios? ¿Cómo puedo guardar rencor, si Dios perdonó todos mis pecados? ¿Con qué autoridad puedo sentirme ofendido, si mis ofensas a Dios han sido tan grandes que el Señor Jesucristo tuvo que morir en una cruz por mí? ¿Cómo podría yo ser tan hipócrita? O, en palabras del Señor, cómo podría yo ser tan malvado?

¡Señor, ayúdame a perdonar!

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