Si la Palabra de Dios tiene como una de sus tareas separar el alma y el espíritu, éstos no deben permanecer juntos.

Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta».

– Hebreos 4:12-13.

Una distinción necesaria

Es indispensable saber distinguir entre el alma y el espíritu, ya que ello concierne al crecimiento espiritual del creyente. ¿Cómo podrá éste buscar lo espiritual si ni siquiera sabe qué diferencia hay entre el espíritu y el alma? En efecto, a menudo confunde los impulsos del alma con lo espiritual, y así permanece por largo tiempo en el ámbito de la vida mental en vez de buscar la vida espiritual. Muchas veces la Palabra de Dios hace mención de ciertos aspectos del espíritu, así como del alma. Por ejemplo, la Biblia se refiere a la tristeza del espíritu y también a la tristeza del alma; y de igual modo, al gozo del espíritu y al gozo del alma.

Viendo, pues, que el espíritu y el alma se manifiestan de la misma manera, hay muchos que llegan a la precipitada conclusión de que el espíritu tiene que ser el alma. Esto sería lo mismo que decir: «Puesto que usted come, y yo también, usted tiene que ser yo». Pero Hebreos 4:12 nos dice que «la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu». Así que, como el alma y el espíritu se pueden separar, el alma tiene que ser el alma, y el espíritu el espíritu.

La Escritura nos dice que cuando Dios creó al hombre, lo formó «del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente» (Génesis 2:7). El original hebreo dice, literalmente, alma viviente; y así aparece en nuestra versión «antigua» (1909). Este aliento de vida es el espíritu del hombre, puesto que vino directamente de Dios. Cuando este aliento de vida tocó el cuerpo del hombre, se originó el alma – y el hombre fue un «alma viviente». Por su origen divino, el espíritu del hombre era consciente de la existencia de Dios, conocía la voz de Dios y podía comunicarse con Dios. Pero cuando el hombre cayó, su espíritu murió para Dios. De allí en adelante el espíritu de Adán – al igual que el de todos sus descendientes – sufrió tal opresión de parte del alma, que quedó unido íntimamente a ésta. Con todo, cuando una persona es salva, su espíritu revive para Dios; pero debido a que por tanto tiempo el espíritu y el alma han estado estrechamente unidos, es necesario que la Palabra de Dios los parta o separe.

La diferencia de origen

Si bien las manifestaciones del alma y del espíritu se parecen, éstos pertenecen a reinos diferentes, porque proceden de dos fuentes diferentes. Cuando usted siente gozo, por ejemplo, tal manifestación puede ser de su alma o de su espíritu. En uno u otro caso es gozo; pero hay diferencia en cuanto a su origen. Y lo mismo ocurre cuando usted está triste. La tristeza es tristeza, pero puede venir de distintas fuentes. Pues, ¿de dónde viene? ¡Ah! Esa es la pregunta que Dios mismo quiere hacerle. ¿Viene esta tristeza de su alma o viene de su espíritu?

Permítame ponerle este otro ejemplo. Cuando Dios le prometió un hijo a Abraham, éste ya era anciano y al parecer no abrigaba muchas esperanzas. Y así fue como, después de esperar largos años y sin haberse cumplido aún la promesa de Dios, Sara, su esposa, le propuso que tomara por mujer a Agar, la sierva egipcia que ella tenía. Abraham lo hizo así y tuvo con Agar a su hijo Ismael. Pero al cabo de catorce años, Dios hizo que Sara diera a luz a Isaac. Cuando leemos los capítulos 15, 16, 17 y 21 de Génesis, puede que no nos percatemos de lo que representan Isaac e Ismael; pero leamos Gálatas 4 en el Nuevo Testamento y comprenderemos de inmediato lo que ambos significan. Pablo nos dice que uno de ellos (Isaac) nació por la promesa, pero que el otro (Ismael) nació según la carne (v.23). ¿Nota usted la diferencia? El hombre razona que todo está bien con tal de tener un hijo; pero Dios quiere saber cómo va a nacer ese hijo. Nosotros queremos un hijo, ya sea Isaac o Ismael; pero la Palabra de Dios nos dice que Ismael representa lo carnal, mientras que Isaac representa lo espiritual. Ismael simboliza lo que el hombre obtiene con su sabiduría y poder; en cambio, Isaac simboliza lo que es de Dios y dado por Dios.

¿Qué es, pues, anímico? Lo que hace uno mismo. ¿Y qué es espiritual? Lo que hace Dios. Y estos dos son radicalmente diferentes. En efecto, una persona puede hacer algo sin necesidad de esperar en Dios ni confiar en él. Tal acto es carnal y anímico. Pero si una persona no puede hablar antes de que lo haga Dios, ni moverse sin que él lo haga primero –esto es, si tiene que acudir a Dios y esperar y confiar en él–, tal persona y tal acto son espirituales.

Preguntémonos, pues, si todo lo que hacemos lo hacemos en el Espíritu Santo. Verá usted que ésta es una pregunta sumamente importante. Con frecuencia no hay nada de malo en lo que hacemos; no obstante ello, sentimos reprobación en lo íntimo de nuestro ser. ¿A qué se debe este sentimiento? No es que necesariamente sea malo lo que hacemos, sino que aquello no se ha originado en Dios. Es decir, no es el resultado de la acción del Espíritu Santo en nosotros.

Obra superficial vs. obra profunda

En 1ª Corintios 3, el apóstol trata de la construcción de un edificio, metáfora con la cual se refiere a la obra que hacemos para Dios y al servicio que le prestamos. En este edificio, algunos construyen con oro, plata y piedras preciosas, mientras que otros lo hacen con madera, heno y hojarasca. Pues bien, ¿cuál es la obra hecha con oro, plata y piedras preciosas? ¿Y cuál la hecha con madera, heno y hojarasca? En la Escritura, el oro, la plata y las piedras preciosas simbolizan lo que es de Dios, a saber: el oro, la gloria que viene del Padre; la plata, la redención que el Hijo llevó a cabo; y las piedras preciosas, la obra del Espíritu Santo, ya que éstas son compuestos que se han formado bajo tierra y mediante la acción de un calor muy intenso. Así, se llama oro, plata y piedras preciosas a lo que se caracteriza por reunir en sí la eterna gloria de Dios, la cruz del Hijo y la organización del Espíritu Santo. ¿Y qué simbolizan, entonces, la madera, el heno y la hojarasca? Obviamente, todo lo que procede del hombre mismo. En efecto, la gloria del hombre es como la hierba (el heno) y las flores; su naturaleza, como la madera; y su obra, como la hojarasca.

Ahora bien, el oro, la plata y las piedras preciosas no están en la superficie de la tierra; hay que extraerlos de sus profundidades. En cambio, la madera, el heno y la hojarasca se hallan a flor de tierra y, en consecuencia, se pueden obtener fácilmente. De esto podemos inferir que todo lo que sale de lo profundo de nuestro ser, como resultado de lo que allí ocurre, muestra en sí la obra de Dios, pero que todo lo que es hecho por la carne, procede del hombre. Lo que se puede hacer fácilmente no tiene mucho valor espiritual, puesto que es algo puramente superficial; pero lo que viene de lo profundo de nuestro ser tiene mucho valor, porque es de Dios.

Se puede notar esta diferencia en la predicación. En efecto, algunos, cuando tienen que predicar, necesitan esperar en Dios hasta que sienten una carga en su corazón. Esta es la obra de oro, plata y piedras preciosas. Otros, en cambio, predican porque tienen una mente aguda y son elocuentes. Y no sólo esto, sino que también pueden recordar muchas cosas. Por eso les es fácil predicar. Desde luego, trabajan activamente; pero a los ojos de Dios todo esto es sólo madera, heno y hojarasca y, por consiguiente, tiene muy poco valor espiritual.

Una vez en cierto lugar un hermano estaba predicando. Desde el punto de vista humano, las circunstancias eran excelentes y, por tanto, debía haberse sentido razonablemente feliz. Pero por extraño que parezca, a medida que transcurría el tiempo, se sentía cada vez más vacío y seco, aun cuando predicaba con vehemencia. Cuando hubo terminado, tuvo que confesar sus pecados delante de Dios y reconocer que había hecho las cosas por su propia cuenta.

El asunto no depende aquí de las circunstancias en que se halla la obra, sino fundamentalmente de quién la hace; o en otras palabras, de dónde se origina. Por ejemplo, un predicador puede aprender a decir las mismas palabras y a predicar el mismo mensaje que otro, pero los que lo escuchan, sienten que es sólo una persona inteligente; en cambio, todos se dan cuenta de que el otro es un hombre que conoce a Dios. Cuando escuchamos a algunos siervos de Dios, inclinamos la cabeza y decimos: «Dios está aquí». Pero cuando escuchamos a otros, podemos decir tan sólo que son inteligentes y elocuentes. Si usted llega a Dios, podrá hacer que otros también lleguen a él; pero si llega tan sólo al alma, hará que la gente llegue sólo a usted. ¡Y qué tremenda es esta diferencia!

¿Genuino o imitado?

No sólo es cierto esto en lo que se refiere a ver a Dios, sino también en nuestra vida aquí en la tierra. Un día un creyente fue a hablar con un siervo de Dios. Como estaba un tanto temeroso de ser criticado, este creyente hacía todo lo posible por mantenerse humilde durante la conversación. Tanto su actitud como sus palabras denotaban humildad. Pero mientras él procuraba ser humilde, los que estaban sentados a su alrededor, notaron el esfuerzo que hacía. Ahora bien, si una persona es verdaderamente humilde, no necesita hacer un esfuerzo tan grande. Pero como este creyente aparentaba humildad, sí que tenía que hacerlo. ¿Puede decirse, entonces, que no era humilde? Bueno, parecía serlo; pero de hecho su humildad era artificial y, por consiguiente, del alma. Porque si Dios hubiera actuado en ese hermano, bien habría podido él ser humilde con toda naturalidad. Él mismo no se habría percatado de su humildad y los que lo rodeaban habrían visto la obra de Dios en él.

La mujer que se empolva, necesita con frecuencia mirarse al espejo; pero el rostro de Moisés resplandecía sin que él se diera cuenta siquiera. En realidad, el que manifiesta los efectos de lo que Dios hace en su vida, ése puede ser llamado espiritual. Pero el que trata de elaborar algo, tiene que esforzarse mucho; por lo cual se siente cansado de ser cristiano, si bien el cristiano nunca debe hacer nada con sus propias fuerzas. La verdad es que muchas veces nosotros creemos que si una cosa parece buena, probablemente lo es; pero Dios mira la procedencia de tal cosa, para ver si es de él o se trata de una imitación hecha en el poder de la carne.

Lo mismo se podría decir de otros casos. Digamos, por ejemplo, que alguien trata de ser paciente. Pero cuanto más procura serlo, tanto más usted, con espíritu perspicaz, se compadece de él. En cambio, otra persona puede ser paciente sin darse siquiera cuenta de ello. En tal caso usted inclina la cabeza en señal de agradecimiento y dice que en verdad Dios ha actuado en esa vida. Usted nota que lo segundo es de Dios, pero que lo primero es del hombre mismo. La diferencia radica no en la manifestación misma, sino en la fuente de donde procede.

Oh, sí; debemos comprender que aunque algo que es de la vida natural puede manifestarse espontáneamente, no por ello tal manifestación es del espíritu. Por ejemplo, alguien nace con un carácter dócil; pero un día se dará cuenta de la gran diferencia que hay entre su docilidad natural y la docilidad que da Cristo. Otro puede haber nacido con la disposición natural de amar a la gente, pero también un día comprenderá la enorme diferencia que hay entre su amor natural y el amor que viene del Señor. Y lo mismo se puede decir del hombre que nace con un carácter humilde; porque también él notará un día la diferencia que hay entre su humildad natural y la humildad que da Dios.

Esta disposición con que nace una persona tiende a sustituir más fácilmente a lo que es espiritual que a lo que puede ser estimulado por el hombre. ¡Cuántas veces, en efecto, la gente suele tomar lo que es natural en ellas, como sustituto de lo que el Señor procura hacer en sus vidas! Pero en realidad, lo que viene del alma no tiene ninguna conexión con Dios, ya que sólo se relaciona con él lo que viene del espíritu.

Aun el más manso de los hombres descubrirá algún día que la tentación es más fuerte que su mansedumbre natural. Porque entonces dejará de ser manso y se le acabará la paciencia. Efectivamente, él puede soportar y ser manso sólo hasta cierto punto. Pero mientras que la fuerza natural del hombre tiene su límite, la fuerza que nos da el Señor es algo totalmente diferente. Lo que puede hacer el Señor no lo puedo hacer yo; porque lo que puedo hacer espontáneamente no lo hago yo, sino el Señor que está en mí. Y una vez que lo he hecho, suelo maravillarme de cómo fue posible tal cosa. Entonces sólo puedo inclinar la cabeza y decir: «Yo no tengo paciencia; pero tú, Señor, me la estás dando». Y sin duda, esto es algo verdaderamente espiritual.

Necesidad de luz espiritual

Debemos reconocer, sin embargo, que no nos es fácil distinguir entre lo espiritual y lo anímico si nos guiamos tan sólo por las apariencias. Y no vale la pena que todos los días nos preguntemos si esto es espiritual o si aquello es anímico, ya que el hacernos tales preguntas en nada contribuirá a nuestro crecimiento espiritual. Desde luego, podemos hacérnoslas, pero no tendremos respuesta. Asimismo podemos hacernos un autoanálisis, pero tampoco conseguiremos ningún resultado. Si no nos preguntamos nada al respecto, no lo sabremos jamás; pero tampoco lo sabremos si nos lo preguntamos.

En las cosas espirituales, el autoanálisis, además, de no servir para mostrarnos la realidad, produce una verdadera parálisis espiritual. La verdadera comprensión, en cambio, viene con la iluminación de Dios. Cuando resplandece su luz en nosotros, comprendemos con toda naturalidad. Así pues, no necesitamos hacernos preguntas; todo lo que necesitamos hacer es pedirle a Dios que haga resplandecer su Palabra en nosotros. Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz; es más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, así como también las coyunturas y los tuétanos. Tan pronto como la Palabra de Dios penetra en nosotros, podemos discernir entre lo que es anímico y lo que es espiritual.

Entonces tenemos un discernimiento que es más perspicaz que el discernimiento humano. Por ejemplo, si tomamos una decisión errada, nuestro sentido interno nos hace ver que cometimos un desatino, que no hicimos lo mejor o que hacemos las cosas por nuestra cuenta y tratamos de influir en la gente. Esto quiere decir que vemos realmente cuando miramos dentro de nosotros. Quiera Dios tener misericordia de nosotros y concedernos esa luz interior con la cual podamos distinguir lo que hay en nuestra vida.

Para que el cristiano tenga el poder de discernir, es fundamental que la Palabra de Dios penetre en él hasta partir (separar) el alma y el espíritu. Pero el tener o no este poder de discernir depende de la iluminación divina interna y no de la instrucción humana externa. Por tanto, lo que tenemos que hacer es esperar delante de Dios que su Palabra nos ilumine al penetrar en nosotros. Entonces ella nos mostrará qué es anímico y qué es espiritual en nuestra vida y en nuestra obra.

Tomado de «EL Mensajero de la Cruz».