Las palabras de un hombre pueden dar la vida o quitarla. Salomón dijo: “La lengua apacible es árbol de vida; mas la perversidad de ella es quebrantamiento de espíritu» (Pr. 15:4). También dijo: “Los labios del justo apacientan a muchos”.

¿Qué maravillosa atracción ejercía la palabra del más maravilloso de los hombres, el Señor Jesucristo? Él es presentado en el evangelio de Juan como el Verbo eterno de Dios, es decir, la Palabra, que da a conocer los pensamientos de Dios. ¿Qué sublime atracción poseían sus palabras, que aún hoy las leemos con emoción? Verdaderamente, sus palabras, como Él dijo, son espíritu y son vida.

Los hijos de Coré, inspirados por el Espíritu Santo, dijeron de Él, varios siglos antes de su venida: “Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios” (Sal.45:2). Lucas da testimonio de lo mismo después de su venida, diciendo: “Y todos … estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca” (4:22). Las multitudes acudían de todos los lugares, y, oyéndole, se olvidaban incluso de comer. ¿Cuál fue su palabra?

Su palabra fue el evangelio (que es “buena noticia”) de Dios. La buena noticia de Dios, la buena nueva de salvación. Por eso, su palabra era suave y delicada. El profeta había dicho: “No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz” (Mt.12:19).

De sus labios amorosos, la mujer pecadora escuchó palabras de perdón, la viuda doliente escuchó palabras de consuelo, la mujer samaritana escuchó palabras de salvación. ¿Cuántos oyeron estas hermosas palabras: “Tus pecados te son perdonados”, o “Tu fe te ha salvado”? ¿Cuántos que pidieron sanidad escucharon de sus labios el “Quiero” que los sanaba?

Su atención estaba centrada en los pequeños, de los cuales los niños eran un ejemplo. Enseñó que el mejor es el que sirve, y que el más pequeño es verdaderamente grande; que a los pequeños no se les debe hacer tropezar, que si se alejan, hay que recuperarlos, que si ofenden, hay que perdonarlos, que si se acercan, hay que recibirlos.

Sacó a luz las hipocresías de los seudo religiosos que se complacían en el formalismo, pero que habían dejado de lado la justicia y el amor. Dijo, citando al profeta: “Misericordia quiero, y no sacrificio”, y: “Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí.” Los sacrificios pueden transformarse en un ritual externo, vacío de toda piedad; en cambio, la compasión toca a lo profundo del corazón. Los labios pueden perfectamente decir lo que el corazón no siente.

Enseñó, además, que el juicio debe estar en manos de Dios, quien es el único capaz de hacer un juicio justo, y que la misericordia triunfa sobre el juicio. Dijo que son declarados justos por Dios, no los se justifican, sino los que se juzgan a sí mismos.

Luego, en la cruz, en el máximo de su debilidad, tuvo palabras de salvación y de perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” El malhechor le oyó decir: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Hoy todavía el Señor Jesús sigue hablando así. Todavía sale de su boca la palabra de perdón para todo aquel que se acerca a Él en busca de socorro. La buena noticia de Dios es para usted: Si confiesa con su boca que Jesús es el Señor, y cree en su corazón que Dios le levantó de los muertos, es salvo.