Y se paró y dio voces a los escuadrones de Israel, diciéndoles: ¿Para qué os habéis puesto en orden de batalla? ¿No soy yo el filis­teo, y vosotros los siervos de Saúl? Escoged de entre vosotros un hombre que venga contra mí”.

– 1 Samuel 17:8.

Los israelitas habían olvidado quiénes eran y cuáles eran las prome­sas de Dios para ellos. Esa pérdida de identidad les causó muchos daños. Goliat, tal vez sin saberlo, sacó provecho a esa situación. Al retarlos se refirió a ellos como “siervos de Saúl”. Él pudo haber utilizado otra frase, pero no lo hizo; utilizó aquella que más convenía a sus propósitos: la que los hacía siervos de un hombre corrompi­do y degradado espiritual y moralmente.

Ellos habían asumido esa identidad, y eso les producía mucho miedo ante el gigante filisteo: “Y todos los varones de Israel que veían aquel hombre huían de su presencia, y tenían gran temor” (1 Samuel 17:24). Sin embargo, la verdadera identidad de ellos era otra: “Y te daré a ti, y a tu descenden­cia después de ti, la tierra en que moras, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua; y seré el Dios de ellos” (Génesis 17:8).

En verdad, ellos eran el pueblo de Dios, amados y protegidos por Él bajo esta promesa: “Cuando salgas a la guerra contra tus enemigos, si vieres caballos y carros, y un pueblo más grande que tú, no tengas temor de ellos, porque Jehová tu Dios está contigo, el cual te sacó de tierra de Egipto” (Deut. 20:1). David era el único que conocía su identidad real y las promesas de Dios; por eso, no sintió miedo ante aquel gigante. “En el nombre del Señor, te mataré”, le dijo resueltamente. ¡Y lo hizo!

Hoy, nosotros, como cristianos, sin orgullo ni autosuficiencia, sino en el nombre del Señor, confiados solo en el poder de Su fuerza, debemos enfrentar con la misma autoridad nuestros problemas y dificultades, sabiendo que somos hijos de Dios y que nuestros triunfos engrandecerán Su santo nombre.

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