El misionero inglés Charles T. Studd, que en su juventud fue un deportista destacado en su país y poseedor de una gran fortuna, cuenta que mientras estaba sirviendo en el interior de la China como misionero vivió experiencias muy dramáticas, pero también milagrosas.

Cierta vez se quedaron sin provisiones ni dinero. No había esperanza aparente de que llegaran suministros de ninguna fuente humana. El correo llegaba una vez cada quince días. El cartero había salido recién esa tarde y en quince días traería el correo de vuelta. Las cinco pequeñas hijas ya se habían acostado esa noche.

Entonces, la esposa se acercó a la pieza de charles Habían comprobado la realidad de la situación. Si el regreso del correo no traía ayuda, les esperaba el hambre. Decidieron tener una noche de oración. Se pusieron de rodillas con ese propósito. Pero después de unos veinte minutos se levantaron de nuevo. En esos veinte minutos habían dicho a Dios todo lo que tenían que decir. Sus corazones estaban aliviados; no les parecía ni reverente ni de sentido común que continuaran clamando a Dios como si fuera sordo o no pudiese comprender su lenguaje sencillo, o la gravedad de su circunstancia, o el valor de las palabras de su Hijo, quien declaró que Dios sabía todo antes de que se lo dijéramos.

El correo volvió en el tiempo establecido. No demoraron en abrir la valija. Dieron una ojeada a las cartas; no había nada. Se miraron el uno al otro. Studd fue a la valija otra vez, la tomó de los ángulos inferiores y la sacudió boca abajo. Salió otra carta, pero la letra les era completamente desconocida. Otro desengaño. La abrió y empezó a leer.

Studd y su esposa Priscilla fueron totalmente diferentes después de la lectura de esa carta, y aún toda su vida fue diferente desde entonces. La firma les era totalmente desconocida. He aquí el contenido de la carta: “He recibido, por alguna razón u otra, el mandamiento de Dios de enviarle un cheque de 100 libras esterlinas. Nunca lo he visto, solamente he oído hablar de usted, y eso no hace mucho, pero Dios me ha privado del sueño esta noche con este mandamiento. Por qué me ha ordenado que le envíe esto, no lo sé. Usted sabrá mejor que yo. De cualquier modo, aquí va y espero que le sea provechoso.”

El nombre de ese hombre era Francisco Crossley. Nunca se habían visto ni escrito.

En «C.T. Studd, deportista y misionero», por Norman P. Grubb.