El escritor cristiano C. S. Lewis escribió: «Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero nos grita en nuestros dolores». La idea de Dios susurrándonos, hablándonos y gritándonos –así con esa gradualidad– no es en nuestros días una idea muy aceptada. Es más bien una imagen mística, casi medieval, propia de gente fanática. Sin embargo, esta frase la escribió quien fuera uno de los más eminentes catedráticos de Cambridge y Oxford del siglo XX. Los que tenemos el privilegio de conocer a Dios podemos percibir –según el decir de Lewis– que Dios le está gritando al mundo entero en nuestros días.

Los israelitas, en los tiempos bíblicos, tenían a los profetas que les gritaban mensajes de Dios desde los montículos en los campos, desde las esquinas de las plazas, o en los portales del templo. Ellos podían aceptar o rechazar el mensaje, pero Dios dejaba constancia que había hecho oír su voz a través de sus profetas. A Ezequiel, Dios le dice: «Yo, pues, te envío a hijos de duro rostro y de empedernido corazón; y les dirás: Así ha dicho Jehová el Señor. Acaso ellos escuchen; pero si no escucharen, porque son una casa rebelde, siempre conocerán que hubo profeta entre ellos» (2:4-5). Sus profetas daban testimonio de que Dios había enviado su palabra, y que su cumplimiento se apresuraba a venir.

Hoy, Dios ya no tiene esos profetas. Los tiene, pero no de esos que se paran a vocear en las calles los gritos de Dios por los pecados de la nación. Los profetas de Dios que llaman al arrepentimiento no son oídos hoy en día. Ellos no tienen espacio en los medios de comunicación, porque no son agradables de oír, y porque echan a perder los ‘shows’ de la televisión. Los que sí son escuchados son los que dan falsos mensajes de paz a un mundo que no conoce la paz.

Entonces, Dios tiene que hacerse oír de una manera extrema y dolorosa. Los susurros y la voz delicada de Dios no se pueden oír en el tráfago de las grandes urbes, en el ir y venir de las transacciones, y en el bullicio de las bocinas en las grandes avenidas.

Entonces, tiene que venir una gran detonación, que es como el grito de Dios. Y luego, ocurren cosas a veces terribles, como un gran terremoto, una tragedia imprevisible, una catástrofe que enluta a todo un país. Y la gente busca explicaciones inmediatas dentro de la esfera de lo visible. Y surgen recriminaciones e hipótesis. Sin embargo, pocas veces se detienen a mirar hacia el cielo para oír de Dios la explicación de ese grito desgarrador.

Incluso muchos siervos de Dios, que debieran saber esa explicación, no la conocen. Y también se unen al coro general de una humanidad confundida, diciendo: «Paz, paz», cuando no hay, ni podrá haber, paz.

329