Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz».

– Flp. 2:5-8.

Nos hemos familiarizado con estas palabras. Creo que casi todos nosotros podríamos repetirlas de memoria. Las proclamamos en nuestras reuniones. Sin embargo, hay una profundidad en ellas que tal vez nunca lograremos sondear. Se ha dicho muchas veces que no bastará la eternidad para conocer la gloria y admirar la persona gloriosa de nuestro bendito Salvador.

Del cielo a la tierra

«…el cual, siendo en forma de Dios…», nos habla de su eternidad, de su potencia sin límite. La palabra del Señor nos enseña que sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho. Por amor a nosotros, se despoja de aquella amplitud, libertad y gloria. No se aferra a su condición divina, toma forma de siervo y se hace semejante a los hombres. ¿Cómo podremos nosotros imaginar, desde nuestra pequeñez, algo tan grande; que, siendo Dios, haya venido a nacer en un pesebre? ¡Cómo no iban a cantar los coros angelicales: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Luc. 2:14). «He aquí os doy nuevas de gran gozo… que ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor» (Luc. 2:10-11).

Y, ¿qué vieron aquellos pastores testigos de la celestial anunciación? ¡Un pequeño niño envuelto en pañales! ¡El eterno restringido en el tiempo, en un cuerpo humano! En su condición divina, el Señor no se duerme ni se fatiga con cansancio (Salmos 121: 2; Isaías 40:28). Sin embargo, como hombre, él tuvo hambre, y necesitó comer. Tuvo sueño, y necesitó dormir. Se restringió al tiempo y al espacio.

Y, además de eso, tomó la condición de siervo. La traducción dice siervo, pero en realidad es esclavo, sin derecho alguno. Y vivió la humillación e injusticia más grande; fue golpeado y menospreciado, azotado, escupido, herido, restringido, hasta dar la vida por nosotros en la cruz. ¡Siendo el Rey! Esto no cabe en nuestra mente ¡Es digno de adoración el Señor!

Sin embargo, en su máxima restricción, pudo consolar muchos corazones, libertar a los cautivos, y sanar innumerables enfermos. Tales «limitaciones» no fueron un impedimento para que pudiese servirnos  y darnos salvación y vida eterna.

El Señor no reclamó, ni dijo: ‘¿Por qué me pasa todo esto?’. Simplemente, cargó su cruz y fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». ¡Glorioso Señor tenemos!

En los primeros capítulos del evangelio de Lucas, se habla del niño Jesús, creciendo bajo el atento cuidado de María y José (¡Qué admirable el servicio que prestó José protegiendo al Niño!). Transcurre un largo período de tiempo en que no se sabe nada de él, no hay un registro, como si nada hubiese hecho durante ese tiempo.

A los doce años, aparece un pequeño relato, cuando María y José le buscan con angustia, entre los parientes de la caravana que regresaba tras adorar en Jerusalén. Finalmente le encuentran en el templo, sentado en medio de los principales doctores de la ley (Lucas 2: 41-52), y todos se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas.

Años de silencio

Y pasan dieciocho años, aproximadamente, (según Lucas 3:23), y solo entonces fue bautizado por Juan en el Jordán. ¿Qué pasó en esos dieciocho años? Recordemos que su ministerio duró unos y tres años y medio. ¡Qué poco! ¿Cómo es posible que una persona de su estatura dispusiese de un tiempo tan reducido para ejercer su precioso ministerio? Y pasan años aparentemente perdidos, como si hubiese sido absolutamente ignorado. No hay un registro escrito donde se pueda glorificar a Jesús por lo que haya hecho entre los doce y los veintinueve años.

Hasta donde nosotros conocemos, en la Escritura, antes de su bautismo público, él no había hecho un solo milagro; sin embargo, el Padre dice desde los cielos: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mateo 3:17). ¡He aquí el Siervo, preferido, amado! Oculto, sin manifestación pública, pero ya agradaba Su corazón.

¿Qué vio el Padre en el corazón de su Hijo? Lo miró y examinó, durante esos dieciocho años, y no encontró falta en él. Lo vio en la intimidad, oculto. No visible para nosotros. Solo vemos al niño envuelto en pañales, y a María, guardando todas las cosas en su corazón. Mas unos cuantos pasajes de su niñez, pero después dejamos de verle, hasta los treinta años, aproximadamente.

Nosotros no podemos leer nada de él; pero, en ese agrado del Padre, podemos ver algo – se agradó de él en la intimidad, en la soledad. Nos gusta verlo con los milagros. Nos gusta verlo victorioso, expulsando a los demonios con tanta autoridad, ¡y cómo le obedecen! Impresiona leerlo en los evangelios, ¡nunca un problema quedó sin solución en su presencia!  Ninguna restricción fue un obstáculo para que él pudiese dar los mejores frutos y obtener las más grandes victorias.

Reclamos vs. soberanía

Oh, hermanos, en nuestra humana debilidad, nosotros tenemos la tendencia a reclamar por nuestra condición, y protestamos: ‘¡Oh, si tuviese más libertad para servir al Señor! Me falta el tiempo, mi salud  esta débil, necesito más recursos para servir; los problemas me agobian, etc.’, si tuviese libertad, entonces yo serviría al Señor’.

 En todo vemos que estamos restringidos. Sin embargo, hermanos, en ese sentido, es posible que no tengamos muy buenas noticias. El Señor no nos asegura una libertad externa, visible; la libertad es un asunto del corazón. El Señor necesita que, estando en nuestra condición, podamos ser obedientes, a pesar de todo lo que nos comprime o limita.

El Señor, en su soberanía, (quien es soberano no necesita pedir opinión), simplemente preparó un determinado ambiente para cada uno de nosotros. El nos conoce muy bien y no es injusto; él sabe cuál es nuestra necesidad, y también nuestra capacidad, y su provisión es abundante para todos.

Los frutos de Cristo

Estando en esa condición de máxima restricción, el Señor Jesús dio los más grandes frutos. Y nosotros debemos mirarle y aprender de él. Él no puso condiciones para servir, simplemente fue fiel, cuando aparentemente, nada hacía. Y esa obediencia íntima, esa fidelidad íntima le capacitó para luego hacer las más grandes obras.

Hermano, tenemos dos opciones ante El: agradarle o no agradarle. Y cada uno de nosotros sabe que, cuando el Señor ha estado agradado, ¡cómo se abren las puertas, hay bendición y paz en el corazón, y el permite que sus siervos den fruto para Su gloria!

Pero, también, cuando no le hemos agradado, sentimos una frustración muy grande, y le pedimos perdón, porque nos damos cuenta, por el Espíritu que nos habita, que hemos restringido su obra. Hermanos, pensemos en esos dieciocho años de obediencia oculta, íntima, del Señor. Y el Padre dice de su Hijo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17), antes que hubiese hecho un solo milagro.

Fieles en la intimidad

¿Qué está pasando con nosotros? ¿Cómo nos estamos invirtiendo? ¿Qué estamos haciendo? El Señor nos ve, ocultos. En realidad, de él no nos podemos ocultar. ¿Qué está pasando por dentro de nosotros? Estoy hablando de nuestros pensamientos, de nuestras intenciones, de nuestros juicios.

Desde la intimidad, donde nadie nos ve, nosotros podemos bendecir a nuestros hermanos, podemos bendecir a nuestro Señor y darle gracias, y esperar en él y adorarle y entregarnos a él, y orar por otros e interceder, buscando siempre el bien de su casa y de su obra.

Hermanos, la obra no es irse al fin del mundo. La obra la vivimos diariamente. Todos somos siervos, y cada día estamos sirviendo, o no estamos sirviendo, al Señor. A veces pensamos que un siervo es un misionero que se va a un lugar hostil, a predicar  y a dar su vida por el Señor.

Con frecuencia nosotros le ponemos obstáculos al Espíritu Santo, toda vez que no le permitimos expresar su vida, su potencia. Si no es posible que la vida del Señor se manifieste, menos se manifestará la potencia del Señor. La vida está, pero ella se limita por voluntad nuestra, porque no hay obediencia en lo íntimo, porque el Señor nos está enviando a bendecir y no a maldecir, nos está enviando a amar y no a juzgar. El Señor espera vernos fieles y santos.

Dios no renuncia

Hermanos, ¡el Señor nos ama tanto! ¡Cuán paciente ha sido con nosotros! Un hermano entre nosotros compuso esta canción: «Señor, yo sé que tú me amas, a pesar de mí». Comprendamos la inspiración del Espíritu. No podemos decir livianamente: ‘No importa, hermano; a pesar de todo, el Señor me sigue amando’. «Yo sé que tú me amas a pesar de mí» es una canción para cantarla llorando, llorando nuestros fracasos, mientras celebramos Su misericordia.

Sin embargo, el Señor no renuncia a sus siervos. Él te dice: ‘Yo no he renunciado a ti, ni a tu servicio, ni a la expresión de mi vida y de mi gracia y de mi poder a través tuyo’. No ha renunciado el Señor. Y nos espera, y nos habla una vez, dos y tres veces, y nos vuelve a hablar.

Su palabra nos llena de esperanza. «Siempre nos vuelves a levantar y celebramos, Señor, tu paciencia, tu misericordia. Y tenemos que juzgarnos a nosotros mismos una y otra vez: ‘Señor, te restringí; perdí un día entero, perdí horas preciosas, malgasté este espacio. Dentro de mi alma, le di lugar a amarguras, a resentimientos, a cosas pasadas que las traigo al presente, y que me matan’. El Señor no renuncia, y sigue amándonos, esperándonos, seduciéndonos. ¡Cómo nos ama el Señor, hermanos!

Ejemplos de Pablo y Juan

Ahora citemos al apóstol Pablo: «Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David, resucitado de los muertos conforme a mi evangelio, en el cual sufro penalidades, hasta prisiones a modo de malhechor; mas la palabra de Dios no está presa» (2ª Tim. 2:8-9). Un hombre con un llamado como él, ¿no debió haber tenido la máxima libertad, todos los recursos disponibles, todos los hermanos apoyándolo? Y tenía complicaciones grandes, a veces con los propios hermanos. Y sufrió penalidades y cárceles, y azotes y naufragios.

¿Recuerdan ese relato al final del libro de los Hechos? ¡Un naufragio! Pero, si es un apóstol, ¿por qué pierde su tiempo naufragando en el mar? Como si Dios mismo le hubiese olvidado. Llegan a una isla, se salvan todos los tripulantes. Y estando en esa restricción, semidesnudos, golpeados, cansados,  Pablo ora por el padre enfermo de un hombre llamado Publio, principal de la isla, el hombre se sana. Y le traen al resto de los enfermos de la isla, y todos se sanan. Ese fracaso aparente en lo externo, no fue obstáculo para que la gracia del Señor fluyera, y el Espíritu Santo le usara poderosamente.

¿Cuántas cosas las tenemos por restricciones y complicaciones? Y el Señor ha preparado, en su soberanía, que vivamos con esas presiones, para que en ese punto, o en ese ambiente, de alguna manera, pueda manifestar Su gloria. Tal vez aquello que nos desagrada, será usado por el Señor, para que su vida y poder se expresen, si tan solo somos obedientes en la intimidad.

El apóstol Juan, según Apocalipsis, estaba en la isla de Patmos, a causa de la tribulación. Estaba restringido, estaban siendo perseguidos los hermanos. Parece ser el ambiente más adverso, exiliado, seguramente sufriendo de frío y hambre. No sabemos, pero tal fue el ambiente escogido por Dios. Él no necesitó estar en un escritorio, con aire acondicionado, con el mejor computador. En esas limitaciones, nos dio el libro de Apocalipsis, ¡con qué gloria, hermanos!

Al leer Apocalipsis, ¿quién piensa en Juan? Cuando vemos al Señor Jesús con «sus ojos como llama de fuego», tú te olvidas de Juan. Ese «estruendo de muchas aguas», el «trono establecido en el cielo», cuando vemos «la esposa ataviada»«las bodas del Cordero»… ¿Quién se acuerda de Juan?  Y esa gloria tan grande fue escrita en el peor momento de la vida de este siervo que fue obediente en la intimidad, en medio de sus restricciones.

Elías, cercano a nosotros

Hemos considerado los ejemplos de Pablo y Juan; sin embargo, ellos todavía nos parecen casi inalcanzables; se ven tan santos, casi sin defectos. Así que, para acercar un poco el tema a nuestra condición, pensemos en el profeta Elías.

¿Qué tan grande era Elías? (1 Reyes 17). Elías oró, y no llovió, hubo sequía. Vivió en una cueva, y bebía agua de un arroyo, y los cuervos le traían pan y carne, en la mañana y en la tarde. Estuvo oculto; el siervo, oculto. Y el Señor le habla y le dice: «Levántate». (Llega un momento en que no estás más oculto, y el Señor te levanta). Y lo envía a Sarepta de Sidón, y va donde una viuda. Y la viuda estaba juntando dos palitos de leña, con la última medida de harina, para preparar un pancito para su hijo, y luego dejarse morir.

La condición no puede ser más triste. La restricción es sobremanera grande; pero llega el siervo del Señor. Y mientras el siervo del Señor estuvo ahí, no faltó la harina, ni faltó el aceite. Las limitaciones, no fueron problemas para que el poder de Dios se manifestase. Pero, en la intimidad, Elías fue fiel, fue obediente a su Dios.

Y después, peor todavía. Se enferma el niño, el hijo de la viuda, y muere. O sea, ¿no bastaba la sequía que había en Israel, que más encima viene esta crisis mayor? Vuelve a estar restringido el profeta, y el Señor se glorifica una vez más; la vida vuelve a vencer a la muerte.

Vida que vence

¡La vida vence a la muerte! No importa de cuánta muerte estés rodeado, hermano; la vida siempre vencerá a la muerte, ¡y esa vida nos ha sido dada de gracia! La vida de Cristo nos ha sido dada de gracia. Echemos fuera la incredulidad, resistamos al maligno, resistamos aun los pensamientos de nuestra propia mente, ese análisis maligno que a veces hacemos, donde parece que son más grandes los problemas, y sufrimos por lo que pasó y por qué pasó. Hermanos, es más grande la vida que tenemos, es más poderoso el Cristo que nos ha sido dado, que está trabajando dentro de nosotros, y encendiéndose dentro de nosotros.

¿Qué dice la Escritura, hermanos? «Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho» (Stgo. 5:16). Hermanos, no sea que pequeñas cosas perturben el corazón, y estas cosas, en la intimidad, entorpezcan el fluir de Su vida.

«Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras…» (Stgo. 5:17). ¡Cómo nos consuela esta palabra! Porque a cualquier otro siervo bíblico, tenemos la tendencia a verlo tan elevado. Pero Elías, «era hombre…». No era ángel, sino hombre. Somos hombres. «…sujeto…». De nuevo, están ahí las restricciones, la presión que hay sobre nosotros.

Este «era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras». Y Dios lo usó. ¡Y de qué manera lo usó! Hermana, el Señor te quiere usar a ti, y no esperes que para usarte te envíe a China, o a la selva amazónica. No digo que aquello no sea una gloriosa opción. Gracias al Señor por todos los misioneros que hay en el mundo entero. Pero, hermana, hermano, usted es un siervo del Señor, ahora mismo, esta noche, mañana, todo el día. En su casa, usted es un siervo, una sierva.

Somos siervos los unos de los otros, para bendecirnos los unos a los otros, para bendecir la obra del Señor, para ser generosos con la obra del Señor, para santificar el nombre del Señor, para interceder por la sociedad entera; para que el Señor, de alguna manera, nos use para bendecir a un vecino, a un amigo, a un compañero.

¿Cómo te usará el Señor? No sé. Pero en esa restricción, el Señor es poderoso para usarte.

Miremos al Señor Jesús, hermanos. Su mayor restricción significó vida para nosotros. ¿Será que ese problema más grande tuyo va a terminar en vida de resurrección? ¡Hermano, debe ser así, tiene que ser así, porque la vida siempre triunfa sobre la muerte! ¡Gloria al Señor!

Síntesis de un mensaje compartido en Temuco, en septiembre de 2010.