Claves escriturales y prácticas para una vida de fructificación.

El Señor nos enseña en Juan capítulo 15 el secreto de una vida cristiana fructífera ante Dios. Es importante recalcar esto último, pues no siempre lo que los hombres consideran como «fruto», lo es de verdad a los ojos de nuestro Dios y Padre. Aquí se trata, entonces, del fruto de que tiene valor en primer lugar para Dios, y que él está buscando en nosotros.

La voluntad del Padre, nos dice el Señor Jesús, es que llevemos mucho fruto. Ese fruto tiene que ver la realización de todos sus pensamientos y planes con respecto a nosotros. Es el fruto de su voluntad cumplida en nosotros. No se trata de la realización de nuestros planes y deseos, sino de los suyos. Y hay entre ambas cosas un universo de diferencia. De hecho, el fruto abundante se obtiene, como veremos, en el camino opuesto a los deseos de nuestra alma caída.

Nunca ha sido el deseo de nuestro Padre que tengamos vidas infructíferas. Pues, la esterilidad de nuestras vidas tiene su causa en nosotros mismos y no en él. De acuerdo con el Señor, lo normal es que sus discípulos lleven mucho fruto: «Os he puesto para que vayáis y llevéis fruto» (Juan 15:16). Pero, no en virtud de alguna capacidad o habilidad inherente a ellos mismos, sino de Él mismo, en quien el Padre los ha puesto. Estamos en él, como los pámpanos están en la vid; unidos a ella y formando parte de ella. Este es el secreto de toda fructificación. Él es la vid y nosotros los pámpanos. Y, porque estamos en él, Dios espera que llevemos mucho fruto.

La vid estéril de Israel

En contraste, la antigua vid del Israel terrenal (según la carne) no pudo llevar fruto debido a que no permaneció en él. En Isaías capítulo 5 encontramos la historia de Israel contada, justamente, como una parábola acerca de la vid. Allí descubrimos que Dios, como experto Labrador, proveyó todas las condiciones materiales y medioambientales para que Israel llevase fruto: la plantó en tierra fértil con las mejores cepas; colocó una cerca a su alrededor para protegerla de animales e intrusos; y edificó en medio de ella una torre de vigía, para guardarla de los ladrones. Sin embargo, y pesar de todo ese esfuerzo, la vid sólo produjo uvas silvestres, uvas agrias, que no se pueden comer, ni tampoco usar para producir vino.

Luego viene la pregunta de Dios: «¿Qué más se puede hacer por mi viña, que yo no haya hecho por ella? ¿Por qué, cuando esperaba que produjera uvas buenas, produjo uvas silvestres?» (Is. 5: 4, LBLA). Las preguntas son retóricas, y la respuesta es, hasta este punto, «nada más». Pues todo lo que se podía hacer externamente, ha sido hecho por Dios. El problema no está en los elementos exteriores sino en la vid misma. El hombre por sí mismo, aún en sus mejores momentos, es absolutamente estéril para Dios.

La historia de Israel es una gran lección a este respecto. El hombre terrenal no es una buena vid para Dios. Lo mejor que puede producir, aún con el socorro de Dios, son uvas silvestres. Por ello, se necesitaba aquí una obra mucho más radical. Así Dios proveyó una buena vid, en contraste con la antigua, vale decir, un nuevo hombre en Cristo y nos injertó en él. Fuimos cortados del Adán terrenal e injertados en Cristo. Una vieja humanidad acabó y una nueva se levantó en Cristo. Ahora estamos unidos a él, tan real e íntimamente, como el pámpano a la vid. En consecuencia, podemos llevar fruto para Dios.

«El pámpano no puede llevar fruto por sí mismo», nos dijo el Señor. Esta es una lección fundamental que todos necesitamos aprender. El poder, la capacidad, la fuerza para fructificar no está en el pámpano mismo, sino en la vid que lo sostiene. En verdad, el pámpano es completamente estéril e inútil aparte de la vid. Como sabemos, los pámpanos son las ramas o ganchos donde crecen los racimos de uva. Pero estos reciben su vida, fuerza y alimento de la vid. Todos los años, después del invierno, las ramas de la vid, o pámpanos, se cubren de hojas verdes y se preparan para llevar fruto. Antes de ello, al final del verano, han sido podados y reducidos a una expresión casi mínima.

Cualquier lego en la materia pensaría que es un error reducir así las ramas de la vid y dejarlas tan pequeñas ¿Cómo podría algo tan pequeño dar mucho fruto el próximo verano? Pero, precisamente de eso se trata. Mientras menos quede del pámpano, más fuerza y vida de la vid recibirá en la próxima estación, para llevar fruto.

La enseñanza del Señor es sencilla, pero a la vez muy profunda. Casi todos los elementos de la vida cristiana están representados aquí. El más básico y fundamental es que no hay poder en nosotros mismos para llevar fruto. Nada puede cambiar este hecho. Nuestra parte aquí es simplemente aceptar el veredicto de Dios. La razón por la que tantos de nosotros vivimos vidas estériles o con muy poco fruto radica en nuestra incapacidad para comprender y aceptar el veredicto divino sobre nuestra naturaleza humana. De algún modo, continuamos creyendo que la vida y el servicio cristianos son producto de nuestro propio esfuerzo e iniciativa, y como consecuencia, fracasamos una y otra vez.

La enseñanza de Pablo

El apóstol Pablo aprendió esta lección bien temprano en su vida cristiana. De hecho, para referirse a nuestra naturaleza humana caída y todo su inútil esfuerzo de agradar a Dios, él usa la palabra «carne». Y nos dice respecto de ella que, «los que están en la carne no pueden agradar a Dios» (Rom. 8:8, LBLA), y eso, porque «el deseo de la carne es contra el Espíritu» (Gál. 5:17a).

La carne y el Espíritu son antagónicos, según el apóstol. Donde gobierna el uno, no puede gobernar el otro. Los dos no pueden concurrir simultáneamente en la vida de un hijo de Dios. Este parece ser un axioma de la vida espiritual. Por ello, Pablo describe la vida vivida bajo la ley como «agradar en la carne» (Gál. 6:12), en oposición a la vida en el Espíritu, libre de la esclavitud de la ley.

En efecto, Israel se encontraba bajo el pacto de la ley, cuyo fundamento era la capacidad humana para hacer y realizar los mandamientos de Dios. Mas ello se reveló finalmente como una vid estéril, incapaz de dar fruto para Dios. El problema, nos dice el apóstol, no estaba en la ley, que es santa, pura y buena, sino en el hombre mismo, que es carnal y vendido al pecado. En su intento de guardar la ley, la nación de Israel descubrió su fracaso.

Por lo tanto, el hombre necesita de un poder y una vida superior a sí mismo, a fin de ser útil para Dios. Esa es la vida de Cristo resucitado. Es, asimismo, la vida que imparte el Espíritu. Es la vida que la vid comunica a sus pámpanos. Estar «en la carne» es lo opuesto, como se ha dicho, a esta vida del Espíritu.

De hecho, «la carne» es para Pablo la condición básica del hombre sin Cristo. Se trata de la naturaleza humana en su estado no regenerado. En ese estado, el alma se mantiene en permanente rebelión y autonomía con respecto a Dios. Tal es la condición que el pecado produjo en nuestra naturaleza. Por ello, Pablo la llama también el hombre natural (del griego, psikikos, esto es, dominado por el alma), en contraste con nuestra nueva condición en Cristo, que es espiritual (del griego, pneumatikos, esto es, dominado por el Espíritu). El pecado es raíz de dicha autonomía «en la carne». Por esta razón, la carne no puede agradar a Dios, ya que es impotente para hacerlo. No en el sentido de que es débil para hacerlo (quiere, pero no puede), sino todavía más, porque es antagónica al Espíritu de Dios (no quiere, ni puede).

Este es, sin duda, un gran descubrimiento. El día en que nuestros ojos se abren para ver cuán aborrecible y perversa es nuestra carne, estamos en el camino de nuestra liberación. Ese día aceptamos el veredicto de Dios sobre ella, y consentimos en su completa anulación. Podemos clamar con el apóstol Pablo: «¡Miserable de mí!», al descubrir nuestra bancarrota total. En ese momento, vemos que es imposible para nosotros, en y por nosotros mismos, vivir una vida que agrade a Dios. Pues en nosotros y por nosotros mismos no somos sino «carne». No sólo lo malo de nosotros es «carne»; también lo es lo bueno.

De hecho, la carne no sólo tiene relación con las obras pecaminosas, sino también con todo lo que hacemos a partir de nosotros mismos. La justicia, el servicio, y todo lo bueno que procede de nosotros mismos aparte del Espíritu de Dios, cae dentro de la esfera de la carne y su actividad. Y Dios lo rechaza. Pues, «los que viven según la carne no pueden agradar a Dios» (Romanos 8:8).

Es importante comprender que la carne no es sólo aquello que en nosotros tiene que ver con el pecado, sino también todo aquello que surge de nuestra naturaleza humana caída. Esto último también es inútil para Dios. Por esta razón, el apóstol Pablo nos dice que existen cristianos carnales. Vale decir, cristianos que aún viven como si fuesen hombres naturales (psiquikos, 1ª Corintios 2:14), siendo ellos mismos espirituales (pneumatikos, 1ª Corintios 2:15). «¿No sois carnales y andáis como hombres?», reprende a los Corintios porque se habían dividido en diferentes facciones. Ahora bien, lo importante es que carnal aquí equivale a ser simplemente un hombre. Esto, porque en el pensamiento paulino, el hombre en su estado natural no es nada más que «carne», tal como afirma Génesis: «No contenderá mi espíritu para siempre con el hombre, porque ciertamente él es carne» (Génesis 6:3). Es decir, no posee un espíritu (o éste se encuentra inactivo), y está dominado por la vida de su alma. Vive una vida centrada en el yo, sus intereses y deseos son totalmente opuestos a Dios. El hombre en este estado es, por naturaleza, enemigo de Dios.

De este modo, si los creyentes dan lugar a la carne, andan simplemente como hombres naturales, y actúan como enemigos de Dios.

Ahora bien, en Cristo, el hombre es poseedor de una vida enteramente nueva y diferente: la vida del Espíritu. Si esa vida viene a ser, como debe, el elemento central y dominante de su carácter y conducta, se nos dice que es espiritual. En otras palabras, ya no está dominado por el alma y su actividad independiente, sino por el Espíritu. Su naturaleza humana no ha sido destruida, sino rendida, subyugada, a un principio y a un poder más alto que ella misma. De manera que puede decir con Pablo: «Ya no vivo yo, más vive Cristo en mí».

No que el yo ha cesado de existir, sino más bien que ha sido sacado del centro de su existencia. Ha sido quitado, por así decirlo, del trono de su vida, para que Cristo, por su Espíritu, ocupe su lugar. Ahora Cristo es la fuerza, el poder y la energía por la cual vive Pablo. Ese es el secreto de su vida, y también de la nuestra.

Unidos a Cristo

Sin embargo, todo esto puede quedar como una enseñanza ajena a nuestra experiencia real, si no comprendemos la afirmación que el Apóstol hace a continuación: «Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del hijo de Dios». Aquí entramos al terreno de la vida cristiana práctica.

Lo que hasta ahora se ha dicho explica el significado de estar unidos a Cristo, como el pámpano en la vid. ¿Qué quiere decir? Significa que si estamos en Cristo, unidos a él, ya no estamos «en la carne». De hecho, si estamos en Cristo, la carne ha sido crucificada junto con sus pasiones y deseos (Gál. 5:24). Recordemos que estar en Cristo es equivalente a vivir por el Espíritu. Lo primero habla de nuestra posición exterior y objetiva, mientras que lo segundo, de nuestra realidad interior y subjetiva: «Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál. 6.6). Objetivamente estamos en Cristo, mientras que, subjetivamente, recibimos la morada de su Espíritu. Son como las dos caras de una misma moneda. O en palabras del mismo Señor, «Permaneced en mí y yo en vosotros».

En cuanto a nuestra posición objetiva, la Biblia nos enseña que es un hecho consumado. Estamos en Cristo por obra de Dios el Padre. No debemos llegar hasta allí, ni hacer algo para alcanzarla en el futuro. Esta es nuestra posición actual e inalterable como hijos de Dios. De hecho, si no estuviéramos en Cristo, no seríamos en absoluto sus hijos, como ya hemos visto en la cita de Gálatas.

De ahí la sentencia del Señor: «Yo soy la vid, vosotros los pámpanos». No se trata de un estado, ni una posición o condición que debemos alcanzar, sino algo que ya somos ahora. Estamos, de hecho, unidos a Cristo. Estamos en la vid verdadera. Por ello, su mandamiento no es: «Hagan algo para estar unidos a mí», o bien, «Esfuércense por unirse a mí». Por el contrario, su mandamiento es: «Permaneced en mí». Es decir, «Quédense allí donde Dios los ha puesto». La buena noticia es que ya estamos unidos a Cristo, para recibir su vida constantemente. No debemos hacer nada más que permanecer donde estamos.

Sin embargo, ¿por qué, si estamos unidos a Cristo, fracasamos constantemente en experimentar su vida y llevar fruto? En realidad, nuestra experiencia parece negar continuamente el hecho de nuestra unión con Cristo. ¿Debemos concluir que se trata sólo de una «verdad posicional», como enseñan algunos maestros de la Cristiandad, ajena a nuestra experiencia real? No, en absoluto, pues el propósito de estar en Cristo es que llevemos fruto. Debe ser, por tanto, un asunto necesariamente experimental. Mas, ¿cómo?

La necesidad de la fe

El punto de partida, como hemos visto, es la fe. No se puede recalcar esto demasiado. La vida cristiana comienza con la fe y se desarrolla por medio de la fe. No sólo necesitamos fe para ser salvos; también para ser santos y llevar fruto. Y necesitamos fe para andar en el Espíritu. Sin fe, la vida cristiana práctica se torna imposible. Por ello Pablo nos dice que ahora él vive «en la fe del Hijo de Dios». Antes Pablo creía en su carne, en su fuerza, capacidad y habilidades en la carne. Tenía fe en sí mismo. Confiaba totalmente en su carne. Pablo era meramente un hombre natural. Pero ahora, en Cristo, no confía más en su carne. No se apoya más en ella para su vida y actividad. Ahora confía en el poder de Cristo para vivir, que habita y opera en él por su Espíritu. Vive en la fe del Hijo de Dios.

Este es un asunto vital. La razón por la cual tantos hijos de Dios fracasamos en nuestra vida cristiana está, en primer lugar, en nuestra falta de fe. No le creemos a Dios. No confiamos en él, ni creemos a sus palabras. Somos demasiados escépticos y desconfiados. Es tanta nuestra confusión, que llegamos a considerar nuestro escepticismo como una especie de ‘madurez cristiana’. La fe, pensamos satisfechos en nuestro corazón, es para personas crédulas e ingenuas, y no para nosotros que sabemos más. ¡Cuán equivocados estamos! Esta no es sólo una falta muy grave, sino también un pecado del cual necesitamos arrepentirnos. Recordemos que aquel que duda, como enseña Santiago, no recibirá cosa alguna de Dios (Stgo. 1:7).

Hemos invertido el orden de las cosas. Creemos demasiado en nosotros mismos, y en consecuencia, nos atrevemos a dudar de la palabra de Dios. No obstante, deberíamos en verdad dudar radicalmente de nosotros mismos, y confiar como niños en la palabra de Dios. Ya que desconfiar de su Palabra es lo mismo que desconfiar de Dios. Su Palabra nos dice que estamos en Cristo, como el pámpano en la vid. En esto necesitamos creer y confiar. Dios no está tratando de engañarnos en este asunto.

Además, se nos dice que nuestra carne ha sido crucificada en la cruz de Cristo. En esto también necesitamos creer y confiar. La carne, el yo adámico, ha sido reducida a la impotencia en la cruz. Ha sido juzgada y anulada por completo. En su lugar, Dios nos ha dado a Cristo, en el Espíritu. De este modo, por medio del Espíritu Santo, Cristo ocupa ahora el lugar que antes ocupaba la carne y anula su poder sobre mí. Él está en el centro de mi vida, y no más yo. Él está en control. Así es mi nuevo estado en Cristo. Es mucho más que una posición. Es una realidad. En esto necesito creer. Por la fe me apropio de todo lo que soy y poseo en Cristo. Y se debe recalcar que todo sus hijos hemos recibido esa fe para creer. De otra manera, no hubiésemos sido salvos.

¡Qué poder maravilloso tiene la fe! Los teólogos nunca han podido definirla. Es una virtud teologal, nos dicen, para expresar que ella es de carácter divino. Vale decir, es en sí misma una operación de Dios en el corazón del hombre. Cuando usamos la fe, nos apoyamos y obramos «en» Dios. En su poder para hacer todas las cosas. Porque la fe no tiene su origen en nosotros, sino en Dios. No puede ser contabilizaba como nuestro mérito sino únicamente como gracia de Dios. Y él nos la da para que podamos apoyarnos en él y en su Palabra. Por eso, negarse a creer es también rechazar la gracia de Dios.

Creer, confiar y depender; he ahí la fe en acción. La fe es el primer don del Espíritu al corazón de los creyentes. Por ella somos salvos, y por ella caminamos con Dios. Sin fe es imposible agradar a Dios. Por la fe acepto el veredicto de Dios sobre mi carne, confirmo su crucifixión, y me rindo al Espíritu Santo que mora en mí. Por medio de la fe, descanso en su poder para mantenerme constantemente unido a Cristo ¿No ha venido él precisamente con ese propósito? Y descanso, además, en su poder para mantener mi carne crucificada de manera efectiva. Pues, es por el Espíritu que hacemos morir las obras de la carne (Rom. 8:13b). Por nosotros mismos somos totalmente impotentes contra la carne, porque, de hecho ¿puede la carne suprimirse a sí misma? Definitivamente no. Sólo el Espíritu es totalmente suficiente para hacerlo. Y él ha venido a morar en nosotros con ese expreso propósito: hacer morir las obras de la carne e impartirnos la vida de Cristo resucitado.

Pero, ¿estamos confiando en él para que lo haga? ¿O aún luchamos por vencer al pecado y vivir la vida cristiana por nosotros mismos? Cuando nuestros ojos se abran para ver nuestra completa insuficiencia e incapacidad, veremos que esta es una obra que únicamente el Espíritu puede hacer. Mas hasta ahora, debido a nuestra incredulidad, él ha estado impedido de operar en nosotros. Es imposible recibir algo de Dios sin fe. Este es un principio inquebrantable. No se puede andar en el Espíritu sin fe. Y no se puede participar de Cristo sin fe.

Por medio de la fe participamos de nuestra unión con él. Su vida fluye en nuestra pobre rama y la capacita para llevar fruto. Es él quien ahora me sostiene. Antes yo trataba de mantenerme unido a él y fracasaba constantemente. Pero ahora, por la fe descanso en la fidelidad del poderoso Salvador. Él me mantiene siempre unido a sí por su Espíritu. Y nada tiene poder para separarme de él. Antes vivía afanado por suprimir mi carne. Ahora le dejo todo el problema a él y confío en su Espíritu para hacer morir las obras de la carne. Su Espíritu gobierna mi vida y me comunica constante y fielmente su vida poderosa. ¿Qué más puedo pedir o necesitar?

Llevando fruto abundante

Ahora mi parte es permanecer en él, a fin de que él permanezca en mí (Juan 15:4). ¿Cómo? Hay algunas cosas prácticas que podemos mencionar brevemente: En primer lugar, como ya hemos visto, creyendo a toda su Palabra, sin dejar lugar a la duda o la incredulidad. Luego, confesando todos nuestros pecados, tan pronto como el Espíritu nos haga consciente de ellos. El pecado tiene el poder de interrumpir nuestra comunión con Dios. Porque él es Santo y el Espíritu que nos habita y mantiene unidos a Cristo es santo. Por ello, necesitamos confesar todos nuestros pecados y apartarnos decididamente de ellos, si queremos permanecer en una vida de comunión con Cristo. No podemos dar lugar al pecado de ninguna manera. Este es un asunto de suma importancia para permanecer en él.

Tercero, desarrollando nuestro amor a Dios y a nuestros hermanos. Una vida de comunión con Dios y su Iglesia debe ser cultivada en nuestro corazón. Si la fe es el «método» de nuestra comunión, el amor es su contenido. Permanecer en Cristo es sinónimo de permanecer en su amor. Y cuarto, rindiéndonos completamente al gobierno del Espíritu Santo en todas las dimensiones de nuestra vida. No sólo debemos abandonar los pecados, sino también aquellas cosas que el Espíritu nos demanda dejar, y del mismo modo también hacer todo lo que nos guía a hacer. Es decir, necesitamos vivir una vida de obediencia al Espíritu de Dios. Debemos recalcar que ninguna de estas cosas las hacemos para llegar a estar unidos a Cristo (porque ya lo estamos), sino porque buscamos permanecer en él.

Entonces llega el fruto. El carácter de Cristo empieza a aparecer en nuestra vida cotidiana. Su amabilidad, su paciencia, su humildad y su amor se tornan reales en nuestra relación con nuestras familias, los hermanos y otras personas. Nuestras palabras adquieren un nuevo poder cuando predicamos el evangelio. Nuestro corazón se enciende con un nuevo amor por el Señor y su iglesia. Deseamos ardientemente reunirnos y pasar tiempo en comunión con nuestros hermanos. La oración deja de ser una obligación tediosa que difícilmente realizamos, y comenzamos a anhelar el tiempo diario de comunión con Dios. Empezamos a ver que esta vida no es más que un peregrinaje hacia nuestra patria celestial. El mundo pierde su atractivo ante nuestros ojos. Ofrendamos gustosamente nuestro tiempo, bienes y dinero al Señor y el avance de su reino en la tierra. El destino de los que no tienen a Cristo deja de sernos indiferente. Empezamos a sentir el amor de Dios por este mundo perdido. En suma, un nuevo poder para vivir, para obrar y para hablar aparece en nosotros ¡Cuán diferente se torna nuestra vida!

Este fruto aparece, entonces, en tres dimensiones principales: en nuestra vida individual como un carácter transformado a imagen de Cristo; en nuestra vida de Iglesia, como un servicio que trae verdadera edificación a los hermanos; y en el mundo, como un testimonio que trae salvación a los hombres y mujeres que están perdidos.

No debemos pensar que esta vida fructífera es opcional. Si no llevamos fruto, pesa sobre nosotros una solemne advertencia. El que siembra para la carne, de la carne segará corrupción (Gálatas 6:8). Al final, nuestra pérdida puede ser terrible. Pero, gracias a Dios, él ha provisto en Cristo todo lo necesario para que llevemos fruto. No nos quedemos esperando a que esta experiencia descienda sobre nosotros algún día. No es así como funciona. Si no estamos viviendo en ella, ¿qué nos impide entrar en ella hoy mismo?

Si hemos sido incrédulos, confesemos nuestra incredulidad y creamos. Si no lo entendemos, pidamos al Señor que nos ilumine y él fielmente lo hará. Si hasta ahora nuestra experiencia ha sido de esterilidad y fracaso, dejemos a un lado nuestra incredulidad, reconozcamos que el problema es nuestra carne, y aceptemos totalmente el juicio de Dios sobre ella. No intentemos más «agradar en la carne».

Por el contrario, confiemos plenamente en el poder del Espíritu Santo para hacer morir en nosotros las obras de la carne, y manifestar en nuestro cuerpo mortal la vida poderosa de Cristo resucitado. Esa es su tarea y finalidad.