El único destino de la carne es la cruz.

Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado».

– Rom. 6:6.

Ésta es la víctima de la cruz, sea llamada «el cuerpo del pecado», o «la carne», o «la mente carnal», o«el pecado que mora en mí», o «el viejo hombre»; ella posee muchos nombres, ella no tiene otro carácter sino uno, ni otra cura sino una, que es la muerte. Ella es una implacable enemiga de Dios, pues «los designios de la carne son enemistad contra Dios» (Rom. 8:7). Ella es odiosa a Dios, quien no puede hallar placer alguno en ninguna parte de esta naturaleza bajo maldición, por más agradable y atractiva que sea para el hombre: «los que viven según la carne no pueden agradar a Dios» (v. 8). Ella es improductiva, incorregible, incurable. Con cultura, educada y estimada, o desfavorecida y amenazada, su naturaleza permanece inmutable. «Ella no se sujeta a la ley de Dios y tampoco puede» (v. 7). No queda, entonces, ningún remedio sino aquel que Dios proveyó – condenación, crucifixión, muerte con Cristo.

Las Escrituras hablan de la simiente de la carne, de la voluntad de la carne, la mente de la carne, de lasabiduría de la carne, de los designios de la carne, de la confianza de la carne, de la inmundicia de la carne, de las obras de la carne, de la militancia de la carne, de la glorificación de la carne.

Todos los poderes del hombre, todos sus razonamientos, sus emociones y su voluntad, están, naturalmente, bajo el poder de la carne. Lo que sea que la mente carnal pueda proyectar o planear –por más hermosa que sea su exhibición, y por más que los hombres puedan gloriarse en ella– no tiene valor alguno a los ojos de Dios. La carne, con sus pensamientos, voluntades y esfuerzos es, por lo tanto, una víctima de la cruz. Nosotros vemos la necesidad de la liberación de las cosas que comúnmente son llamadas «pecados de la carne», pero cuán escasamente nosotros incluimos entre esas cosas nuestros poderes de raciocinio, de pensar y planear. ¡Ah! ¡Cuán frecuentemente confiamos en ellos y nos desalentamos angustiosamente porque el Espíritu no hace prosperar lo que la carne planeó!

Existe una tentación sutil, como en el caso de Saúl, de destruir lo que no posee valor alguno y mantener vivo lo mejor; en otras palabras, destruir lo grosero y perdonar las refinadas manifestaciones del mal. Pero cuando nosotros proclamamos haber cumplido el mandamiento del Señor, viene a nosotros la penetrante pregunta, con el mismo tremendo poder como debe de haber venido sobre al rey desobediente: «¿Pues qué balido de ovejas y bramido de vacas es este que yo oigo con mis oídos?» (1 Sam. 15:14).

Aquello que es totalmente destruido no puede balar ni bramar. Esto significa, entonces, nada menos que la muerte de cada cosa condenada. Muerte a la vanidad, orgullo, codicia, frialdad inmisericorde, ambición, ira, impaciencia, temor y duda; todo lo que pertenece al viejo hombre debe ser despojado antes de que podamos revestirnos del nuevo.

¿Hemos consentido con la crucifixión de esta víctima de la cruz?

Es a través de la crucifixión con Cristo que el alma entra en la comunión con su Salvador resucitado, y aprende a vivir en Su vida. Su santificación no es completa, hasta que llegue a ser «semejante a él en su muerte» (Fil. 3:10). El «viejo hombre», con todo su encadenamiento de «pasiones y malos deseos», fue crucificado en la cruz del Calvario. La carne no tiene ningún derecho de estar en el poder, ni siquiera por una hora. Por derecho, ella está muerta – considerada muerta por la fe, y muerta debe seguir en todos los que son de Cristo Jesús.

J. Gregory Mantle (1853-1925), predicador inglés asociado a Keswick.