El Dios todopoderoso, sin dejar de ser Dios, se hace hombre para redimirnos.

Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar».

– Gén. 3:15.

Estas son las primeras palabras de gracia a un mundo perdido. ¿Cuándo fueron pronunciadas? ¿Por quién? ¿A quién? ¿Cuándo? Después que el pecado entró en el mundo, la inocencia desapareció y el hombre se convirtió en una criatura culpable delante de Dios. Había sido dado un mandamiento con el propósito de ver si el hombre amaría, temería y serviría a su Hacedor. Este mandamiento, sin embargo, había sido pisoteado.

Un esfuerzo inútil

Detente aquí por unos momentos y piensa. Hay quien piensa ganar la vida eterna haciendo la voluntad de Dios, pero se trata de un método que ya ha sido probado. Y falló. El resultado fue la ruina más catastrófica. Nuestros primeros padres eran inocentes, y no tenían inclinaciones hacia el mal y, sin embargo, se hundieron en él. Nosotros nacemos con corazones corrompidos, completamente inclinados hacia el pecado, ¿y pensamos poder mantenernos santos y sin mancha por nosotros mismos? Es un pensamiento vano. Desechémoslo. Nuestra naturaleza pecaminosa nos aparta continuamente del recto camino de la piedad. No hemos podido mantenernos irreprensibles un solo día ni una sola hora de nuestra vida. Esto es la pura verdad, y toda conciencia sincera lo ha de confesar.

La misericordia de Dios

¿Quién pronunció estas palabras? Leemos: «Jehová Dios dijo». ¡Qué prueba tenemos aquí de que Dios es misericordioso! ¡Piensa cuán grandemente fue ofendido! ¡Medita con qué innoble ingratitud fue tratado! El hombre confió más en la mentira de Satanás que en la verdad de Dios. Rompió el yugo suave como si hubiera sido una cadena insoportable. El lenguaje orgulloso del corazón humano había sido: «No queremos que Dios gobierne sobre nosotros».

Y, sin embargo, Dios condesciende. No hay ningún látigo en su mano, ni le acompaña ninguna legión de ángeles vengadores prestos a lanzar a los rebeldes a la perdición. La voz que se oye es una voz de misericordia. Las nuevas anunciadas son noticias de libertad.

Oh, alma mía, ¿puedes considerar la voz del que habla y no exclamar: Verdaderamente, Dios es bueno? ¡Él no quiere la muerte del impío! Razona como la mujer de Manoa: «Si Jehová nos quisiera matar, no nos hubiera mostrado todas estas cosas, ni ahora nos habría anunciado esto» (Jue. 13:23).

La actitud del hombre

¿A quién fueron dichas las palabras que nos ocupan? Solo había allí tres personas. En primer lugar, la pareja culpable. Observen su situación y aprendan de ella: el primer paso en el camino de la salvación es dado por Dios. Tenemos evidencias decisivas ante nosotros. Dios quiere salvarnos cuando nosotros queremos perecer. Dios obra para salvar cuando nosotros hacemos cuanto está a nuestro alcance para morir.

Ante Dios se hallan nuestros primeros padres, formando una imagen de todos los pecadores caídos que nacieron de ellos, es decir, de todos los hombres. Así somos nosotros por naturaleza, pecadores, ciegos e insensibles. Esto somos todos nosotros. Ciegos, porque sus ojos no estaban abiertos a la terrible condición en que se encontraban, a la sórdida miseria a que estaban abocados. Insensibles, porque no confesaron su pecado, ni se humillaron, ni lloraron, ni clamaron pidiendo misericordia. Tal es la ceguera e insensibilidad natural del hombre, desde entonces hasta hoy. Y aun así, este mismo Dios viene con palabras de amor, habla de un restablecimiento a su favor y a su Reino.

Querido lector, medita con calma sobre esto. Verás cómo, cuando el hombre se desentiende de sí mismo, Dios es todo preocupación por él; cuando el hombre no puede hacer nada, Dios lo hace todo; cuando el hombre no merece nada, Dios lo da todo. Desde el principio al fin, la salvación es una obra de gracia. El hombre se hunde en el infierno y Dios lo llama al cielo.

La perfecta provisión divina

Sin embargo, además de la pareja culpable, había otro ser allí; mas no había esperanza para él. Se le dijo solamente que no podía esperar otra cosa que ruina. Tenemos aquí una prueba de que Dios hace diferencia entre los culpables. No preguntemos vanamente por qué la gracia gana al hombre y da la espalda a los ángeles caídos. Solo puede haber una respuesta: «Sí, Padre, porque así te agradó». ¿Y podemos luego dejar de cantar las alabanzas de Dios, que tanto se ha apiadado de nosotros, tan pecadores, ofreciéndonos una provisión tan perfecta por el pecado? ¡Oh, alma mía, piensa en estas cosas!

¿En qué consiste esta provisión? Tenemos la respuesta en una palabra: «Su simiente». He ahí la promesa de que vendrá un libertador a este mundo, el cual nacerá de una mujer.

¿Quién es la Simiente de la mujer?

Si se nos pregunta quién es la simiente de la mujer, nuestra rápida respuesta será: El Señor Jesucristo, el bendito Salvador, el único Redentor, el Hijo unigénito del Dios Altísimo. La voz de Dios promete aquí que Jesús, señalado para venir a salvar, se hará hombre –igual a nosotros– hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne.

Esto se dice pronto. Pero, ¿te has detenido a ponderar las grandes y preciosas verdades que ello implica? ¡Observa bien! El Dios todopoderoso, sin dejar de ser Dios, se hace hombre para redimirnos. ¡Maravilla de maravillas! Nada parecido hay, ni ha habido ni habrá. Si el más grande rey se convirtiera en el más miserable de los pobres, o el más rico de los príncipes dejara su palacio por una choza, no sería nada comparado con lo que hizo Jesús cuando dejó el cielo para llevar sobre sí los andrajos de nuestra condición. ¡El Creador de todas las cosas apareciendo como criatura! ¡El Todopoderoso convertido en un bebé! ¡El Eterno hecho un hijo del tiempo! ¡Lo infinito constreñido dentro de los límites de esta pobre carne nuestra! ¿No es esto la maravilla de las maravillas? ¿No es esto gracia sin límites?

Querido lector, ¿crees seriamente que Cristo se ha humillado a sí mismo, incluso por ti? Si así lo crees, no puedes menos que sentir que no hay deuda como tu deuda; y que así como los cielos están muy por encima de la tierra, del mismo modo tu deuda estaba mucho más allá de tus posibilidades de pagar.

En las pobres costumbres de este mundo, el nacimiento de un príncipe o un noble despierta señales de alegría y gozo. Ondean las banderas. Suenan las trompetas. Se reparten suculentos manjares. ¿Pediremos al mundo natural que celebre con alabanzas este portento inefable? ¡Imposible! Aunque el sol pudiera prestar mil millones de luces, a cual más brillante; aunque cada gota de los océanos pudiera elevar un coro de aleluyas; y aunque todas las hojas de los bosques pudieran repicar como campanas, todo ello sería aún una manera vil de celebrar la venida del Salvador.

Pero hay un testimonio delicioso que busca Jesús. Cristo se considera pagado cuando los corazones agradecidos abren de par en par sus portales para recibirle, y cuando alabanzas de bienvenida ensalzan Su nombre salvador. Oh, alma mía, ¿no ofrecerás todo lo que hay en ti para prorrumpir en cánticos de adoración amorosa alrededor del pesebre de Belén?

El día de Cristo

Cuando Abraham vio de lejos el día de Cristo, dicen las Escrituras que se regocijó y fue feliz. Cuando Juan el Bautista todavía estaba en el vientre de su madre, no pudo contener la emoción de presentir cerca a Jesús, quien tampoco había nacido aún (Luc. 1:41). La estrella de luz que dirigía a los sabios en su viaje, los llenaba de gozo. La multitud de los ejércitos celestiales, que no participan de la gracia de la redención, hicieron que las bóvedas de los cielos devolvieran el eco de sus alabanzas. Oh, alma mía, ¿puedes estar callada? ¿No oyes los cánticos de los ángeles? «Os traigo nuevas de gran gozo». ¿No beberás tú también con gran gozo la delicia de estas nuevas? «Os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor». ¿No lo traerás, con el mismo espíritu del anciano Simeón, al corazón de tu fe, y elevarás un himno de alabanza?

¿Has considerado seriamente alguna vez con qué propósito Jesús se convirtió en la Simiente de la mujer? Nuestra paz y felicidad dependen del exacto conocimiento de este punto. Fue con este propósito: para que pudiera tomar nuestro lugar, el lugar de los pobres pecadores, y pudiera representarnos.

Sabemos que la palabra de Dios ha dictado sentencia, y esta palabra es irrevocable: «El alma que pecare, ésa morirá». También sabemos que morir, en esta frase, significa sufrir eternamente los tormentos de los perdidos. Por causa de nuestro pecado, tú y yo somos llevados a esta condenación. Tú y yo debemos sufrirla, a menos que Dios se digne aceptar la muerte de Uno que es sin pecado en lugar de la nuestra.

Jesús está dispuesto a sufrirlo todo por nosotros, pero ¿cómo podrá, no siendo hombre? Era necesario que él tomara nuestra naturaleza humana. Y así lo hizo. De modo que, cuando la verdad y la justicia de Dios dicen: «Debo tener la vida de este hombre», Jesús prontamente responde: «Yo soy de su misma naturaleza; he aquí mi vida en vez de la suya». Noten, pues, que Cristo es la Simiente de la mujer para que pueda dar su vida y su sangre en rescate por nosotros. Vean claramente que Jesús toma la carne del hombre para poder redimir con Su muerte a todos aquellos humanos que acuden y confían en él.

Así también, como hombre, Cristo obedece todos los mandamientos de Dios. Pero la justicia así adquirida no es en su propio beneficio. Jesús toma la carne del hombre para que, todo pecador que se presenta a las puertas del cielo, pueda exhibir como pasaporte una justicia perfecta que le ha sido dada por el Redentor. No necesita nada más; pesado en la balanza de Dios, no es hallado falto.

Repito estas verdades porque son la base de la verdadera fe. Jesús era la Simiente de la mujer; como nosotros, humano, pero sin pecado. Su muerte vale por la nuestra, su justicia es nuestra justificación.

Llamado al lector

Lector, ¿eres un pobre pecador, sintiendo tu miseria y temiendo la ira eterna? Acude a Aquel que es la Simiente de la mujer. Hay perdón en él para lavar todas las iniquidades. Los fieles del antiguo mundo no le conocían por otro nombre, pero creían que Dios, a su debido tiempo, vendría y pagaría por ellos. Miraban al que había de nacer. Miraban, y nadie mira en vano.

¿Buscas una justicia que te sirva para entrar en los cielos? Está a tu disposición en Aquel que es la Simiente de la mujer. Extiende la mano de la fe; tómala, y es tuya para siempre. Todo lo que tú necesitas está, en abundancia, en quien es la Simiente de la mujer. Entrégale tu vileza y toma su pureza; entrega tu pobreza y toma sus riquezas; arroja sobre él tu nulidad y toma de él su plenitud; entrégale tu maldición, y recibe su bendición.

¿Vacilas? ¿Temes acercarte a quien es tan grandemente santo? Bien podrías temer y temblar si tuvieras que acercarte a Dios en su gloria. Pero éste que te llama es tu amigo, es la Simiente de la mujer, es de tu misma raza. ¿Sigues vacilando? Habiendo venido Jesús de tan lejos para ti, ¿no darás ni un solo paso para acudir a él? ¿No subirás hasta aquel que descendió tan bajo por amor de ti? Se te ofrece a tu misma puerta, en forma humana, ¿y no le abrirás y recibirás?

Ciertamente, hay provisión suficiente en la Simiente de la mujer para quitar toda incredulidad, para ganar y conquistar cualquier corazón. Vemos en Cristo cómo el cielo baja a la tierra, para que la tierra pueda elevarse a los cielos. Vemos al Hijo de Dios haciéndose hombre, para que los hombres puedan ser hechos hijos de Dios. ¿No satisface esto? ¿No te convence? ¿No te inspira? Ciertamente, Dios no podía hacer más. El hombre, pues, no puede añadir ni una palabra más.

Una súplica

Cierro con esta ferviente súplica: lee estas breves líneas una y otra vez, hasta que halles la llama de la fe y tu alma se encienda de amor divino. Y entonces, sobre las rodillas postradas de gratitud, ora: «Te bendigo, Padre celestial, por la promesa que hiciste en Edén, acerca de la Simiente de la mujer. Te bendigo, por haberle enviado venido el cumplimiento del tiempo. Te bendigo, oh Señor Jesús, por haber venido a salvarme. Te bendigo, Espíritu Santo, por haber revelado a mi alma la Simiente de la mujer».