Cartas de C.H. Mackintosh a uno de sus colaboradores, acerca de la predicación del Evangelio.

Quinta Carta

Querido amigo:

En una de las primeras cartas de esta serie, insistí acerca de la importancia de mantener con celo y con constancia una fiel predicación del evangelio: una clara obra de evangelización llevada adelante con la energía del amor por las preciosas almas y con directa referencia a la gloria de Cristo.

Esta es una obra que atañe por entero a los inconversos y, por ende, completamente distinta de la obra de la enseñanza, de la disertación o de la exhortación, la cual tiene lugar en el seno de la asamblea, pero de igual importancia que esta última a los ojos de nuestro Señor Jesucristo.

Mi propósito al referirme de nuevo a este tema, es llamar tu atención respecto a un punto en relación con él, sobre el cual me parece que hay una gran falta de claridad entre algunos de nuestros amigos.

Me pregunto si, por lo general, tenemos claro el hecho de que la obra de la evangelización atañe a la responsabilidad individual. Admito que el maestro o el conferencista son llamados a ejercer su don, en gran parte, sobre el mismo principio que el evangelista, es decir, sobre la base de su responsabilidad personal hacia Cristo. Y admito también que la asamblea no es responsable por sus servicios individuales, a menos, claro, que enseñe falsas doctrinas, en cuyo caso la asamblea tiene la obligación de censurarlas.

Pero ahora me quiero ocupar de la obra del evangelista. Él debe llevar adelante su obra fuera de la asamblea. Su esfera de acción es el vasto mundo, el mundo en toda su extensión. «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mar. 16:15).

He aquí la esfera de actividad del evangelista: «todo el mundo», y su objeto: «toda criatura».

El evangelista puede salir del seno de la asamblea, y volver allí cargado de sus preciosas gavillas; sin embargo, él sale con la energía de la fe personal en Dios y sobre la base de la responsabilidad personal hacia Cristo; tampoco la asamblea es responsable por el modo particular en que él lleve adelante su obra.

Sin duda la asamblea tiene que actuar cuando el evangelista introduce el fruto de su trabajo en la forma de almas que profesan estar convertidas, y que desean ser recibidas en comunión a la mesa del Señor. Pero esto se trata de algo completamente distinto, y debemos marcar bien la diferencia.

Sostengo que el evangelista debe ser dejado en libertad. No debe ser sometido a ciertas reglas o reglamentos, ni restringido por formalidades o convencionalismos.

Hay muchas cosas que un evangelista de corazón amplio se sentiría perfectamente libre para hacer, pero que pueden no recomendarse al juicio y al sentimiento espiritual de algunos integrantes de la asamblea; pero con tal que él no transgreda ningún principio vital o fundamental, tales personas no tienen derecho a interferir con él.

Uso la expresión «juicio y sentimiento espiritual», a fin de considerar el asunto con la mayor amplitud posible, y de tratar al objetor con el mayor de los respetos. Siento que esto es lo correcto y lo conveniente.

Todo hombre fiel tiene derecho a que sus sentimientos y su juicio –por no decir nada de su conciencia– sean tratados con el debido respeto.

Lamentablemente, hay por doquier hombres de miras estrechas que objetan todo lo que no cuadre con sus propias ideas; hombres que con gusto querrían someter al evangelista a un preciso modo de acción y ajustarlo a una línea de cosas que, conforme a sus pensamientos, irían perfectamente bien en aquellas ocasiones en que los integrantes de la asamblea se reúnen para el culto alrededor de la mesa del Señor.

Todo esto es un completo error. El evangelista debe seguir el propio curso de su camino, sin tener en cuenta semejante estrechez e intromisión impertinente y oficiosa.

Considera, por ejemplo, el asunto de cantar himnos. El evangelista puede sentirse perfectamente libre de utilizar cierta clase de himnos o de canciones evangélicas que serían absolutamente inapropiados para la asamblea. El hecho es que él canta el evangelio con el mismo objeto con que lo predica, a saber, para alcanzar el corazón del pecador. Está justamente tan dispuesto a cantar: «Ven» como a predicarlo.

Tal es el juicio que he tenido sobre este tema durante muchos años, aunque no estoy tan seguro de que se pueda recomendar plenamente a tu mente espiritual.

Me sorprende que estemos en peligro de caer en la falsa idea de la cristiandad en cuanto a «establecer una causa» y «organizar un cuerpo». Por eso las cuatro paredes en que se reúne la asamblea son consideradas por algunos como una «capilla», y el evangelista que se encuentra casualmente predicando allí es visto como «el ministro de la capilla».

Debemos guardarnos con sumo cuidado de todo esto. Pero mi intención al referirme a ello ahora es aclarar el punto con respecto a la predicación del evangelio.

El verdadero evangelista no es el ministro de ninguna capilla, ni el vocero de ninguna congregación, ni el representante de un determinado cuerpo, ni el agente pagado de ninguna sociedad. No; es el embajador de Cristo, el mensajero de un Dios de amor, el heraldo de las Buenas Nuevas.

Su corazón está lleno de amor por las almas, sus labios ungidos por el Espíritu Santo, y sus palabras revestidas del poder celestial. ¡Dejémosle en paz! ¡No lo encadenemos con reglas y reglamentos! ¡Dejémosle con su obra y con su Maestro!

Además, ten en cuenta que la iglesia de Dios puede proveer una plataforma lo suficientemente amplia para toda suerte de obreros y para todo posible estilo de trabajo, solo a condición de que no sean alteradas las verdades fundamentales. Es un fatal error tratar de reducir a todos y a todas las cosas a un nivel muerto.

La fe cristiana es una realidad viva, divina. Los siervos de Cristo son enviados por él, y son responsables delante de él.

«¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme» (Rom. 14:4). Estas cosas demandan nuestra seria consideración, no sea que la bendita obra de evangelización se malogre en nuestras manos.

Tengo  solo un punto más al que quisiera referirme antes de terminar mi carta, puesto que ha sido más bien una cuestión polémica en ciertos lugares. Me refiero a lo que ha sido denominado «la responsabilidad de la predicación».

¡Cuántos de nuestros amigos han sido y son acosados por esta cuestión! ¿A qué se debe? Estoy persuadido de que la causa de ello es que no se comprende la verdadera naturaleza, carácter y esfera de acción de la obra de evangelización. Por eso ha habido personas que sostienen que la predicación de los domingos a la noche debe dejarse abierta. «¿Abierta a qué?» Ésta es la cuestión.

En demasiadas ocasiones hemos comprobado que ha quedado «abierta» a un carácter de discurso completamente inadecuado para muchos de los que habían asistido o que habían sido traídos por amigos, esperando oír un pleno, claro y enérgico mensaje evangelístico.

En tales ocasiones nuestros amigos fueron defraudados, y aquellos inconversos fueron incapaces de comprender el significado del servicio. Seguramente tales cosas no debieran suceder. Nunca ocurrirían si solo se pudiera discernir la cosa más simple posible, a saber, la distinción entre todas las reuniones en que los siervos de Cristo ejercen su ministerio sobre la base de su propia responsabilidad personal y todas las reuniones que son puramente reuniones de la asamblea, ya sea para celebrar la cena del Señor, para la oración o para cualquier otro propósito.

Tu afectuosísimo compañero de servicio,

C.H.M.

Sexta Carta

Querido amigo:

Por falta de espacio me vi obligado a finalizar mi última carta sin haber tocado el tema de la Escuela Dominical. Sin embargo, debo dedicar una o dos páginas a una rama de la obra que ha ocupado un amplísimo lugar en mi corazón por treinta años. Siento que mi serie de cartas quedaría incompleta si no considerara este tema.

Algunos pueden cuestionar cuánto la Escuela Dominical puede ser considerada como parte integral de la obra de la evangelización. De mi parte,  solo puedo decir que la considero principalmente desde este punto de vista. La veo como una gran y muy interesante rama de la obra evangelista.

El director y el maestro de la Escuela Dominical son obreros que sirven en el vasto campo evangelístico, tan claramente como lo son el evangelista o el predicador del evangelio.

Sé perfectamente que una Escuela Dominical difiere sustancialmente de una predicación evangelística ordinaria. No es convocada ni dirigida de la misma manera.

En la persona del obrero de la Escuela Dominical se encuentran reunidos, si puedo expresarlo así, el padre o la madre, el maestro y el evangelista. Mientras tanto él toma el lugar de un padre, procura cumplir con el deber de un maestro, pero el objetivo al que apunta es el de un evangelista: el inapreciable objeto de la salvación de las almas de esos pequeños que han sido encomendados a su cuidado.

En cuanto al modo en que logra su objetivo, a los detalles de su obra y a las variadas estrategias que pueda emplear con eficacia para su labor, solamente él es responsable.

Sé que algunos objetan la obra de la Escuela Dominical, alegando que tiende a entrometerse en la educación doméstica o de los padres. Debo confesar que no puedo ver ninguna fuerza en esta objeción. El verdadero objetivo de la Escuela Dominical no es reemplazar la educación de los padres, sino servir de ayuda en los casos en que la haya, o, de no existir, suplir su falta.

Hay, como tú y yo lo sabemos perfectamente, cientos de miles de queridos niños que no reciben ninguna instrucción de parte de sus padres. Hay miles de niños que no tienen padres, y miles más cuyos padres están en peor situación que ninguno. Mira las multitudes de niños que llenan los callejones, los corredores y los patios de nuestras grandes ciudades, que parecen estar apenas un grado arriba de la escala animal; y hasta muchos de ellos parecen pequeños demonios encarnados.

¿Quién podría pensar en todas estas preciosas almas sin desear una cordial bienandanza a todos los verdaderos obreros de las Escuelas Dominicales, y sin suspirar por un más pleno fervor y energía en esa bendita obra?

Digo «verdaderos» obreros de Escuela Dominical, porque temo que haya muchos dedicados a ese servicio que no sean verdaderos, reales ni competentes obreros.

Me temo que muchos toman la Escuela Dominical como una pequeña parte de la obra religiosa de moda, que se acomoda bien a los jóvenes miembros de las comunidades religiosas.

Muchos también la consideran como una especie de contrapeso a una semana de insensatez y mundanalidad, en que se ha dado rienda suelta a los propios deseos. Todas estas personas constituyen un estorbo más que una ayuda para este sagrado servicio.

Pero también hay muchos que aman sinceramente a Cristo, y que desean servirle mediante la Escuela Dominical, pero que no son realmente idóneos para desempeñar esa obra. Les falta tacto, energía, orden y autoridad. Les falta esa capacidad de poder adaptarse a los niños y de atraer sus tiernos corazones, lo cual es tan esencial para el obrero de Escuela Dominical.

Es un grave error suponer que todo aquel que permanece ocioso en la plaza del mercado es apto para entrar en esta particular rama de labor cristiana.

Al contrario, se requiere una persona enteramente preparada por Dios para la obra; y si se preguntara: ¿Cómo debemos disponer regularmente de agentes idóneos para esta rama del servicio evangelístico?, respondo: Precisamente de la misma manera con que debemos disponer de ellos para cualquier otro departamento de la obra: orando con fe, con perseverancia y con fervor.

Estoy absolutamente persuadido de que si los cristianos se sintieran más movidos por el Espíritu Santo a sentir la importancia de la Escuela Dominical; si  solo pudieran asir la idea de que ella, al igual que la librería cristiana y la predicación del evangelio, es parte integrante de esa gloriosa obra a la que somos llamados en estos últimos días de la historia de la cristiandad; si estuvieran más impregnados de la idea de la naturaleza y objeto evangelísticos de la obra de la Escuela Dominical, estarían más dispuestos a orar con toda insistencia, tanto en secreto como en público, para que el Señor levante en medio de nosotros un equipo de obreros devotos, sinceros y diligentes para la Escuela Dominical.

He aquí la falta. ¡Quiera Dios, en su abundante gracia, suplirla! Él puede hacerlo, y seguramente lo desea. Pero entonces es menester esperar en él y consultarle a él. No olvidemos que Dios «es galardonador de los que le buscan».

Creo que tenemos muchos motivos de agradecimiento y alabanza por lo que ha sido hecho mediante las Escuelas Dominicales durante los últimos años.

Recuerdo muy bien el tiempo cuando muchos de nuestros amigos parecían pasar completamente por alto esta rama de la obra. Aun ahora muchos la tratan con indiferencia, debilitando así las manos y desanimando los corazones de aquellos que están ocupados en ella.

Pero no me detendré en esto, puesto que mi tema es la Escuela Dominical, y no aquellos que la descuidan o que se oponen a ella. Bendigo a Dios por todo lo que veo que anima el corazón en ese sentido.

A menudo he sido abundantemente refrescado y deleitado al ver a algunos de nuestros más viejos amigos levantarse de la mesa de su Señor para ordenar los bancos donde pronto se habrán de sentar esos queridos pequeños para oír las dulces historias de amor del Salvador.

Y ¿qué podría ser más bello, más conmovedor o más moralmente conveniente que el hecho de que aquellos que acaban de recordar la muerte del Salvador procuren de corazón –aun por el arreglo de los bancos– poner en práctica Sus vivas palabras: «Dejad a los niños venir a mí» (Mar. 10:14)?

Hay muchas más cosas que me gustaría agregar acerca del modo de llevar adelante la labor de la Escuela Dominical; pero quizás también sea bueno que cada obrero acuda él mismo a la presencia del Dios vivo en busca de consejo y de ayuda en lo que respecta a los detalles.

Siempre debemos recordar que la Escuela Dominical, al igual que la librería cristiana y la predicación del evangelio, es enteramente una labor de responsabilidad individual.

Éste es un punto de fundamental importancia; y cuando se lo comprende plenamente, cuando hay un corazón verdaderamente atento y un ojo sencillo, creo que no habrá grandes dificultades en lo que toca al modo particular de trabajo.

Un corazón amplio y un firme propósito de llevar adelante esta gran obra y de cumplir la gloriosa misión que nos ha sido encomendada, nos liberará efectivamente de la desecante influencia de los caprichos –es decir, de las propias opiniones y preferencias personales– y de los prejuicios; de esos miserables obstáculos a todo lo amable y a lo que es de buen nombre.

¡Dios derrame su bendición sobre todas las Escuelas Dominicales, sobre los alumnos, los maestros y los directores! ¡Que él también bendiga a todos los que, de alguna manera, se ocupan en la instrucción de los jóvenes! ¡Que él alegre y refresque sus espíritus permitiendo que cosechen muchas preciosas gavillas en su particular rincón de ese vasto y glorioso campo evangelístico!

Tu afectuosísimo compañero de servicio

C.H.M.