Cartas de C.H. Mackintosh a uno de sus colaboradores, acerca de la predicación del Evangelio.

Tercera Carta

Querido amigo:

Hay otro punto que guarda estrecha relación con el tema de mi última carta, a saber, el lugar que ocupa la palabra de Dios en la obra de la evangelización.

En mi última carta, como recordarás, hice referencia a la obra del Espíritu Santo y a la inmensa importancia de darle el lugar que le corresponde.

Cuán claramente –y no necesito decirlo– la preciosa palabra de Dios se relaciona con la acción del Espíritu Santo. Ambas se vinculan inseparablemente en esas memorables palabras que nuestro Señor dirigió a Nicodemo, palabras tan poco comprendidas y, lamentablemente, tan mal aplicadas: «El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Juan 3:5).

Ahora bien, tanto tú como yo creemos plenamente que en este pasaje, la Palabra es presentada bajo la figura del agua. Así pues, la palabra de Dios es el gran instrumento empleado para la obra de la evangelización. Muchos pasajes de la Santa Escritura establecen este punto con tal claridad y determinación que no deja lugar a disputa alguna.

En Santiago 1:18 leemos: «Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad». Asimismo 1 Pedro 1:23 dice: «Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre».

Es menester que cite todo el pasaje debido a su inmensa importancia en relación con nuestro tema: «Porque: Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada» (v. 24-25).

Esta última cláusula es de incalculable valor para el evangelista. Lo liga, de la manera más clara posible, a la palabra de Dios como el instrumento único y plenamente suficiente que debe utilizar para la bendita obra. Él debe dar la Palabra a la gente; y tanto mejor cuanto más sencilla sea la forma en que lo haga. Debe permitir que el agua pura corra desde el corazón de Dios hacia el corazón de los pecadores, evitando a la vez que el canal por el que corre esta agua ceda alguna traza de sí y la contamine.

El evangelista debe predicar la Palabra; y debe hacerlo en simple dependencia del poder del Espíritu Santo. Éste es el verdadero secreto del éxito en la predicación.

Pero, si bien insisto en este punto de fundamental importancia en la obra de la predicación –y creo que no podría insistir tanto como debiera–estoy lejos de pensar que el evangelista deba presentar a sus oyentes una determinada cantidad de verdades. Considero que ello es un grave error. Él debe dejar esta tarea en manos de un maestro, un conferenciante o un pastor.

Siempre me asusta el hecho de que gran parte de nuestra predicación apunte a la inteligencia de la gente; esto obedece al hecho de que preferimos más buscar desarrollar la verdad que alcanzar a las almas.

Puede que nos conformemos con haber dado un mensaje muy claro y enérgico, con haber hecho una exposición de las Escrituras muy interesante e instructiva – algo muy valioso, seguramente, para el pueblo de Dios. Pero el oyente inconverso soportó sentado hasta el fin de la predicación sin haber sido impresionado ni alcanzado. No hubo nada para él. El conferenciante estuvo más ocupado con su exposición que con el pecador; más interesado y absorbido en su tema que en las almas.

Estoy absolutamente convencido de que este es un grave error, y un error en el cual todos nosotros somos muy propensos a caer. Dudo si este error no puede ser considerado como la verdadera causa de nuestra falta de éxito. Pero quizá no deba hablar de «nuestra falta», sino de mi falta. No creo que sea justo atribuirte el defecto a que me refiero. Respecto de éste, tú mismo serás el mejor juez.

Pero de una cosa estoy seguro: que el evangelista más exitoso es aquel que tiene sus ojos fijos en el pecador; aquel que tiene su corazón puesto en la salvación de las almas; sí, aquel para el cual el amor por las preciosas almas es casi una pasión. El que más garantías tendrá para su ministerio, no es el hombre que desarrolla mayor número de verdades, sino aquel que más suspira por las almas.

Digo todo esto reconociendo de la manera más clara y absoluta el hecho con el cual comencé esta carta, a saber, que la palabra de Dios es el gran instrumento en la obra de la conversión. Nunca debemos perderlo de vista ni debilitar la fuerza de esta gran realidad. No interesa la herramienta utilizada para hacer el trabajo, la forma de que pueda revestirse la Palabra ni el vehículo por el cual pueda ser transmitida, pues las almas solo pueden nacer de nuevo «por la palabra de verdad».

Todo esto es divinamente cierto, y siempre deberíamos tenerlo presente. Pero ¿no vemos a menudo que aquellos que toman entre manos predicar el Evangelio (y sobre todo cuando permanecen mucho tiempo en un mismo lugar) son muy propensos a abandonar el territorio propio del evangelista –ese tan bendito territorio– y a adentrarse en el terreno que pertenece al maestro y al conferenciante? Esto es lo que desapruebo y lo que tan profundamente deploro. Sé que yo mismo he faltado a este respecto, y grande ha sido mi aflicción por dicha falta.

Te confieso estas cosas con entera libertad. Últimamente el Señor me ha hecho sentir mucho más profundamente la inmensa importancia de predicar el Evangelio a las almas perdidas con todo fervor. No pretendo –y Dios jamás lo permita– subestimar en lo más mínimo la obra de un maestro o de un pastor.

Creo que dondequiera que haya un corazón que ame a Cristo, habrá un verdadero amor por apacentar y cuidar de los corderos y ovejas del rebaño de Cristo, rebaño que él ganó por su propia sangre. Pero las ovejas deben estar reunidas antes de poder ser apacentadas; ¿y cómo podrían estarlo sino por la ferviente predicación del Evangelio?

La gran ocupación del evangelista es ir hacia los lóbregos montes del pecado y el error, tocar la trompeta y reunir las ovejas; y tengo la firme convicción de que él cumplirá mejor esta obra, no mediante una elaborada exposición de verdades, sino ocupándose fervientemente de las almas inmortales; haciendo oír la voz de advertencia, el ruego solemne; disertando fielmente acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero, presentando la muerte y el juicio de tal manera de despertar a las almas, así como las terribles realidades del castigo eterno.

En resumen, creo que necesitamos predicadores que despierten a las almas. Admito plenamente que están las dos cosas: la enseñanza del evangelio y la predicación del evangelio. Pablo, por ejemplo, enseña el evangelio en Romanos 1 a 8; pero también le vemos predicándolo en Hechos 13 y 17.

La enseñanza del evangelio, en todos los tiempos, es de suprema importancia, puesto que seguramente debe haber una multitud de almas con conciencias ejercitadas en nuestras reuniones públicas, que necesitan un evangelio liberador: el pleno, claro y elevado Evangelio de la resurrección.

Pero si bien admito todo esto, aún creo que lo que se necesita para una evangelización exitosa no es tanto un gran número de verdades, sino un intenso amor por las almas. Considera al eminente evangelista George Whitefield. ¿Cuál crees que ha sido el secreto de su éxito? Sin duda habrás leído sus sermones impresos. ¿Notaste que haya algún énfasis en la exposición de verdades? Yo creo que no. En realidad, debo confesarte que, para sorpresa mía, he hallado justamente lo contrario.

Había algo en Whitefield que tanto tú como yo haríamos bien en suspirar por cultivarlo: un ardiente amor por las almas, un vehemente anhelo por su salvación, una tenaz lucha con sus conciencias, un trato denodado, vigoroso y frontal con las almas acerca de sus caminos pasados, de su estado presente y de su destino futuro. Estaban todas las cosas que Dios reconocía y bendecía; y él quiere reconocerlas y bendecirlas todavía hoy.

Estoy persuadido de que si nuestros corazones estuviesen empeñados en la salvación de las almas, Dios nos utilizaría para esa divina y bendita obra.

Por otra parte, si nos contentamos con una declaración formal y oficial del Evangelio; si nuestra predicación se basa en el principio que dice –usando una frase vulgar– «Tómalo o déjalo», ¿nos hemos de asombrar si no vemos conversiones? Nos asombraríamos más bien si viésemos alguna.

No; creo que deberíamos examinar seriamente este gran tema práctico. Ello demanda la solemne e imparcial consideración de todos aquellos que están dedicados a la obra.

Hay peligro de todos lados; opiniones contradictorias por todas partes. Pero no puedo concebir que un cristiano pueda estar satisfecho de faltar a la responsabilidad de buscar almas.

Alguien puede decir: «Yo no soy un evangelista; no es mi ámbito de acción; mi orientación va más por el lado de un maestro o de un pastor». Bien, entiendo todo esto; pero ¿me dirá alguno que un maestro o un pastor no pueden salir a buscar almas con un deseo ardiente? No puedo admitirlo ni un instante. Es más, no importa en lo más mínimo cuál sea el don que se tenga o aun si se posee algún don prominente; uno puede y debe, de una u otra forma, cultivar un deseo ferviente por la salvación de las almas.

¿Sería correcto pasar delante de una casa que se está incendiando sin dar una voz de alarma, aun cuando no perteneciésemos al cuerpo de bomberos? ¿Acaso no trataríamos de salvar a alguien que se estuviese ahogando, aun cuando no pudiésemos ordenar que un bote salvavidas viniese a rescatarlo? ¿Quién que no estuviera en su sano juicio podría sostener algo tan monstruoso?

Así pues, en lo que respecta a la salvación de las almas, lo que se necesita no es tanto un don o conocimiento de la verdad, sino un profundo y ardiente deseo por ellas, percibir su estado de peligro y suspirar por su rescate.

Tu afectuosísimo compañero de servicio,

C.H.M.

Cuarta Carta

Querido amigo:

Cuando tomé mi pluma por primera vez para escribirte una carta, nunca imaginé que se diera la ocasión de extenderme hasta escribirte una cuarta. No obstante, el tema es de gran interés para mí; y todavía quedan dos o tres puntos más que quisiera considerar brevemente.

En primer lugar, siento profundamente que nos falta un espíritu de oración para llevar adelante la obra de la evangelización. Ya me referí a la obra del Espíritu Santo, y también al lugar que debe ocupar siempre la palabra de Dios; pero me llama mucho la atención que seamos tan deficientes en lo que respecta a orar con fe, con perseverancia y con fervor. En esto estriba el secreto del poder. «Y nosotros –dicen los apóstoles– persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra» (Hech. 6:4).

Fíjate en el orden: Primero, la oración, y en segundo lugar, el ministerio de la palabra. Esto es precisamente lo que necesitamos. No es el poder de la elocuencia, sino el poder de Dios; y éste solo puede obtenerse esperando en él: «Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán» (Is. 40:29-31).

Me parece que estamos muy mecanizados, por decirlo así, en la obra. Se ve mucho de lo que podría llamar «cumplir un servicio». Me temo mucho que algunos de nosotros estemos más sobre nuestras piernas que sobre nuestras rodillas; más en camino que en el santuario; más ante los hombres que ante Dios. Esto no debería ser así. Es imposible que nuestra predicación esté caracterizada por el poder y coronada con resultados positivos, a menos que esperemos en Dios.

Mira al bendito Maestro, a ese gran Obrero. Fíjate cuán a menudo lo hallamos en oración: En su bautismo; en la transfiguración; momentos antes de designar y enviar a los doce.

En resumidas cuentas, una y otra vez vemos al Bendito en una actitud de oración. En una ocasión lo vemos levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, a fin de entregarse a la oración. En otra ocasión pasa toda la noche en oración, por cuanto el día era dedicado al trabajo.

¡Qué ejemplo para nosotros! ¡Ojalá lo sigamos! ¡Ojalá sepamos un poco más lo que es luchar hasta la agonía en oración! ¡Qué poco sabemos de esto! Y lo digo por mí mismo. A veces me parece que estuviésemos tan ocupados en la predicación –tan absorbidos por compromisos e invitaciones– que no tenemos tiempo para orar, para dedicarnos a esa obra en privado, para estar a solas con Dios. Estamos en una especie de torbellino de obra pública; corremos precipitadamente de un lugar a otro, volamos de una reunión a otra, en un estado de alma sin oración, incapaz de dar fruto.

¿Hemos de asombrarnos ante los pobres resultados? ¿Cómo podría ser de otra manera si hemos dejado de esperar en Dios? Nosotros no podemos convertir almas. Solo Dios puede hacerlo; y si seguimos así sin esperar en Dios, si permitimos que las predicaciones públicas desplacen a la oración en privado, podemos estar seguros de que nuestra predicación resultará estéril y sin valor. Debemos realmente persistir en la oración si queremos tener éxito en el ministerio de la palabra.

Pero esto no es todo. No se trata simplemente de que nos haga falta poner en práctica la oración en privado. Esto, lamentablemente, como lo he dicho, es totalmente cierto. Pero hay algo más. Fallamos en nuestros cultos de oración. No nos acordamos lo suficiente de la obra de la evangelización en aquellas ocasiones en que la asamblea se reúne para orar. Siempre deberíamos presentarla delante de Dios, con insistencia y determinación. Puede que en ocasiones se haga mención de ella muy por encima y de una manera puramente formal, y luego quede en el olvido.

Siento de veras que hace falta ahínco y perseverancia en nuestros cultos de oración en general, no solo en lo que respecta a la obra del Evangelio, sino también en cuanto a otras cosas. Hay a menudo mucha formalidad y debilidad. No somos como quienes están resueltos a perseverar. Nos falta el espíritu de la viuda de Lucas 18, quien venció al juez injusto simplemente merced a su importunidad. Parece que nos olvidáramos de que Dios quiere que lo consultemos, y de que él es galardonador de los que le buscan.

Es inútil que alguien diga: «Dios puede obrar igual sin nuestras insistentes súplicas; él de todas maneras cumplirá sus propósitos, igual recogerá a los suyos».

Sabemos todo esto; pero sabemos también que Aquel que determinó el fin, también determinó los medios para alcanzarlo; y si dejamos de esperar en él, entonces él se valdrá de otros para llevar a cabo su obra. La obra, sin duda, será hecha; pero nosotros perderemos la dignidad y el privilegio de llevarla a cabo; perderemos el galardón.

¿No significa nada esto? ¿No significa nada ser privados del dulce privilegio de ser colaboradores de Dios, de tener comunión con él en la bendita obra que lleva adelante? ¡Ay, qué poco lo valoramos! Sin embargo, es una bendición poder valorarlo; creo que en ninguna otra circunstancia podemos gozar más plenamente de este privilegio que cuando oramos unidos y con fervor. Aquí todos los santos pueden unirse; todos pueden agregar su cordial: «Amén». Puede que no todos sean predicadores, pero todos pueden orar; todos pueden unirse en oración y gozar de la comunión.

¿No encuentras que siempre hay una abundante corriente de bendición cuando la asamblea se siente movida a orar fervientemente por el Evangelio y por la salvación de las almas? Lo he comprobado invariablemente; y por eso, siempre que veo a la asamblea animada a orar, mi corazón se llena de gozo, consuelo y aliento, pues entonces estoy seguro de que Dios derramará copiosas lluvias de bendición.

Además, cuando ello tiene lugar, cuando este espíritu invade toda la asamblea, puedes estar seguro de que no habrá dificultad respecto a lo que se denomina «la responsabilidad de predicar». No tendrá importancia quién haga la obra, con tal que sea hecha tan bien como se pueda. Si la asamblea busca a Dios y espera en él, intercediendo por el progreso de la obra, no surgirá ninguna cuestión respecto a quién habrá de llevar a cabo la predicación, con tal que Cristo sea predicado y las almas bendecidas.

Pero entonces hay otra cosa que desde hace tiempo me ha hecho pensar mucho, a saber, la manera en que nos ocupamos de los nuevos convertidos. Necesitamos tener mucho cuidado y precaución al respecto, no sea que nos encontremos dando crédito a aquello que no es en absoluto la auténtica obra del Espíritu Santo. Hay un gran peligro en esto. El enemigo busca continuamente introducir elementos espurios en la asamblea con el fin de destruir el testimonio y desacreditar la verdad de Dios.

Todo esto es muy cierto, y demanda nuestra seria consideración. Pero, por otro lado, ¿no sucede que nosotros fallamos a menudo? ¿No echamos a menudo agua fría sobre los recién convertidos por nuestra particular dureza de estilo? ¿No hay a menudo en nosotros un espíritu y un proceder un tanto repulsivos? Esperamos que los nuevos creyentes estén a la altura de una medida de inteligencia que a nosotros mismos nos ha costado años poder alcanzarla.

Y esto no es todo. A veces los hacemos pasar por un proceso de examinación que solo puede provocar hostigamiento y perplejidad. Seguramente que esto no está bien.

El Espíritu Santo nunca pondría perplejo ni causaría ninguna repulsión a un inquiridor ansioso y querido; no, nunca jamás. Nunca podría ser conforme al corazón de Cristo enfriar el espíritu del más débil cordero de su rebaño, que Él ganó con su propia sangre. Él quisiera más bien que los conduzcamos con toda suavidad y ternura; que los confortemos, los abriguemos y los acariciemos conforme al profundo amor de Su corazón.

Es una gran cosa tomar una posición donde no estorbemos, y mantenernos abiertos para discernir y apreciar la obra de Dios en las almas, y no echarla a perder poniendo nuestros miserables caprichos –nuestras propias opiniones y preferencias personales– como obstáculos en su camino.

Necesitamos en esto la guía divina, del mismo modo que la necesitamos para cualquier otro asunto de nuestra obra. Pero, gracias a Dios, él es suficiente para esto, así como para todo lo demás. Solamente esperemos en él, aferrémonos a él y echemos mano de sus inagotables tesoros para satisfacer todo lo que requiera su gracia, en cualquier momento y en cualquier caso. Dios nunca le fallará al alma que confía en él, que le espera con un corazón dependiente.

Creo haber considerado la mayoría de los puntos que tenía en mi mente. Tendrás en cuenta, espero, el hecho de que, en todas estas cartas, no he hecho más que expresar mis pensamientos con la mayor libertad posible, y con la absoluta confianza que implica la verdadera amistad fraternal.

No me he puesto a escribir un tratado formal, sino que he abierto mi corazón a un amado amigo y fiel compañero de yugo. Esto han de tener presente todos aquellos que puedan leer estas cartas.

¡Quiera Dios bendecirte y guardarte! ¡Quiera él coronar tus labores con las más ricas y exquisitas bendiciones! ¡Quiera él guardarte de toda obra mala, y preservarte para su reino eterno!

Tu afectuosísimo compañero de servicio,

C.H.M.