Todo aquello en lo que Pablo se gloriaba estaba centralizado en la cruz; no en la Encarnación, sino en la cruz; no en el Ejemplo Divino, sino en la cruz; no en la Segunda Venida, sino en la cruz; no en sus propias obras, sufrimientos y lágrimas, sino en la cruz.

El corazón de toda revelación descansa siempre sobre los extendidos brazos de la cruz. Entonces es la cruz la que de una manera maravillosa y singular lo revela a él en el propio plan de Dios: “Dios es amor” – amor más fuerte que el odio, más profundo que el pecado, más poderoso que el infierno. Y el mismo hecho de la maldad infernal, es el medio por el cual el mundo, que lo maldijo en la cruz, es libertado de su propia maldición.

Siendo así, un cristianismo despojado de la cruz es un cristianismo despojado de su gloria. Pues lo que el sol es para el sistema solar, lo que la aguja es para la brújula, lo que la piedra angular es para el edificio, lo que el corazón es para el cuerpo – eso es la cruz para el alma redimida.

Considere el resultado moral de la cruz. Ella es la única fuente de regeneración y, por lo tanto, la única fuente de bondad moral. “Pero lejos de mí esté gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es –no que una vez me fue, sino para siempre me es– crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). O sea, el mundo y yo estamos muertos el uno para el otro, y estamos muertos el uno para el otro por siempre. Pues la crucifixión con Cristo y la santificación son una sola cosa.

D. N. Panton