El pedagogo norteamericano Benjamin Spock publicó en 1945 un voluminoso libro sobre la educación de los hijos, introduciendo el principio de que la represión a los niños puede causar neurosis catastróficas en la edad adulta. Spock aconseja a los padres que no regañen, ni menos castiguen a los niños en sus rabietas, porque solo lograrán frustrarlos. Hoy, esta doctrina –en una sociedad que se autodenomina cristiana– ha llegado a adquirir más autoridad que la Biblia.

Pero, ¿qué nos dicen las Escrituras sobre este asunto? La clave de la enseñanza bíblica acerca de la crianza de los hijos está en Efesios 6:4: «Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor».

El libro de Proverbios habla de la disciplina. «La necedad está ligada en el corazón del muchacho: mas la vara de la corrección la alejará de él» (22:15). Esta es una afirmación categórica: ¡Hay necedad en el corazón del muchacho!«El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama, desde temprano lo corrige» (Prov. 13:24). «Castiga a tu hijo en tanto que hay esperanza» (19:18). Esto último da a entender que una disciplina tardía es inútil. «No rehúses corregir al muchacho, porque si lo castigas con vara, no morirá. Lo castigarás con vara, y librarás su alma del Seol» (Prov. 23:13-14). La moderna pedagogía aconseja que los hijos no deben ser castigados, para no dañar su autoestima, o porque pueden tornarse rebeldes. Pero la Escritura exhorta a los padres creyentes a corregir al muchacho.

Existe el supuesto de que es señal de amor a los hijos dejarles hacer lo que quieren. Sin embargo, la Escritura dice que el que no castiga a su hijo, lo aborrece, y el que lo ama, lo corrige desde pequeño. Aun más, el mismo Señor procede así con sus hijos (Prov. 3:12, Heb. 12:5-6).

La disciplina, sin embargo, ha de tener un freno, porque es del Señor. Proverbios 19:18 dice: «Castiga a tu hijo en tanto que hay esperanza, mas no se apresure tu alma para destruirlo». Y es que, al corregir a nuestros hijos, podemos excedernos; puede usarse la disciplina meramente como un desahogo a la ira contenida. Sin embargo, debemos disciplinar. El freno será nuestro amor, y el Espíritu Santo, quien nos ha dado dominio propio (2 Tim. 1:7).

«Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Prov. 22:6). Así como la disciplina debe aplicarse a los niños desde pequeños, también la instrucción o amonestación. La enseñanza tierna de la madre, primero; luego la del padre, un poco más firme; la instrucción permanente de ambos, en toda ocasión y en todo tiempo, quedarán indelebles en el corazón del hijo. Podrá el muchacho apartarse por un tiempo, pero finalmente volverá al cauce que en su corazón marcó la Palabra verdadera. La instrucción no es sin la disciplina, ni la disciplina sin la instrucción. Como en todas las cosas de Dios, aquí también el equilibrio es fundamental.

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