Cada pasaje de las Sagradas Escrituras tiene su propia grandeza; no obstante, hay capítulos que destacan por sobre los demás por lo que apelan al corazón humano.

Mateo capítulo 7

En este capítulo tenemos la última parte del Manifiesto del Rey, con un epílogo que se refiere al efecto producido en la multitud que le había escuchado, mientras enseñaba así a sus discípulos. En esta última parte encontramos ciertas aplicaciones finales de las cosas ya dichas. Algunas de ellas revelan la actitud verdadera de los súbditos del Reino hacia otros, es decir, hacia los extraños (vs. 1-12); y las otras, la relación de los súbditos del Reino hacia las cosas eternas.

Juicio y discernimiento

Al tratar de la actitud de los súbditos del Reino hacia los extraños, el Señor Jesús expresó algo que a primera vista parece una contradicción; no hay, por supuesto, tal contradicción, sino aparente, en el hecho de que primero dijo: «No juzguéis, para que no seáis juzgados» (v. 1), y luego: «No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos» (v. 6). Lo primero constituye un mandamiento a no juzgar; y lo segundo es un mandamiento que necesita, en cierta forma, ejercitar el juicio. Las dos cosas son realmente complementarias y deben ser consideradas cuidadosamente.

Primero, se prohíbe el juicio; y luego, se prescribe el discernimiento. A fin de entender mejor esto, es necesario que nos cuidemos de la interpretación del significado de lo que juicio quiere expresar. El término traducido aquí por «juicio,» es uno que tiene muchas y variadas aplicaciones, pero que siempre tiene el mismo valor céntrico. El término griego significa sencillamente distinguir o decidir, pero tiene matices variados de valor, en su uso.

Aunque sea algo mecánico, puede ser sugestivamente provechoso indicar los términos diversos con que se traduce este verbo: vindicar, concluir, condenar, decretar, determinar, estimar, juzgar, recurrir a la ley, poner pleito, ordenar, poner en duda, sentenciar y pensar. Es evidente que aun cuando todos estos términos tienen una idea común subyacente, a fin de comprender mejor el significado de la palabra en todos sus aspectos, debemos estudiar el contexto.

¿Cuál es entonces aquí, el valor peculiar del término? El último de los mandatos que estamos considerando, en el cual hay un acto de discernimiento y distinción necesario, muestra que cuando nuestro Señor dice: «No juzguéis», no quiere decir, por cierto, que no usemos nuestra razón y hagamos decisiones como resultado de ello. No hay duda de que la palabra se emplea aquí en el sentido de una crítica rígida y condenatoria. Podríamos de manera apropiada interpretar el mandamiento leyendo así: «No condenéis, para que no seáis condenados».

Al expresar este mandamiento, nuestro Señor dio dos razones contra tal inclinación a la censura que pronuncia veredictos y pasa sentencias sobre nuestros semejantes. Una es que si yo juzgo a mi prójimo, mi prójimo me juzgará también.

Permítaseme decir que no hay ningún acto contra el cual alguien tiene el derecho de protestar con más firmeza, que éste de ser juzgado por otro que no puede, por medio alguno, saber toda la verdad acerca de aquél a quien está juzgando. Por lo tanto, a causa de que el conocimiento de nuestros prójimos es esencialmente limitado, no debemos juzgarlos nunca con un juicio que es condenatorio.

La viga en el ojo

Una razón más por la cual no debemos juzgar, es por nuestra incapacidad para formarnos un juicio correcto, no solo a causa de nuestro conocimiento limitado, sino por lo que el Señor aquí llama la viga en el ojo. Hay dos palabras que llaman la atención y que no se vuelven a encontrar en todo el Nuevo Testamento, sino aquí: «viga» y «mota». Una viga es literalmente un tronco de árbol o un gran pedazo de madera; una mota no es más grande que una partícula de polvo. La ilustración es perfecta, como representación de un defecto de gran magnitud en nosotros, que nos impide poder tratar con un defecto de menor magnitud en los demás.

La viga es realmente el espíritu de esa inclinación a censurar que está siempre buscando algo malo en los otros, para imputar y condenar. Tal espíritu deforma nuestra visión, y hace imposible cualquier proceder correcto con algo malo de nuestro hermano. La implicación de todo esto es que la única cosa que debemos querer hacer, es remover la mota del ojo de nuestro hermano; y que esto es imposible, si nos acercamos a él con ese espíritu implacable, condenando de antemano lo que vemos.

Con mucha frecuencia se han interpretado estas palabras de Jesús diciendo que si un hombre está cometiendo alguna forma vulgar de pecado, se incapacita para corregir a otro que está cometiendo una forma menos grave; pero debemos decir desde luego que nadie que vive en tal forma de pecado, se atreve a corregir a su hermano. El significado, como ya hemos dicho, es de mucho más alcance que esto. La viga se refiere siempre a la actitud del que ve la mota, y se cree con derecho a condenar.

En último análisis, esas palabras de nuestro Señor, descartan a todos los hombres como incapacitados para formarse una opinión correcta acerca de su hermano, si ella implica condenación. Nosotros no hemos de usurpar el trono de Dios, quien es el único que juzga con juicios justos; nadie puede hacer nada para remover la mota del ojo de su hermano, a menos que esté libre de todo deseo de condenarle.

El valor de las cosas santas

Todo lo anterior nos lleva al mandamiento: «No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos». Nos quedamos sorprendidos por la naturaleza extraña de estas palabras salidas de los labios de nuestro Señor. Me refiero a los términos «perros» y «puercos». No hay duda que Pedro se las oyó aquel día, y encontramos como un eco de ellas en su segunda epístola: «El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno» (2 Ped. 2:22).

Esta viva descripción se refiere a todos aquellos que de una manera positiva y definida, son hostiles a Dios y no tienen ningún sentido del valor de las cosas santas o de la belleza de las perlas. Frente a este hecho debe haber, de parte de los súbditos del Reino, una actitud y un proceder de diferenciación. Estamos para custodiar las cosas santas y las perlas de gran precio, y no tenemos derecho de dárselas a los perros o de arrojárselas a los puercos.

Surge la cuestión de si los súbditos del Reino han sido culpables de proceder de esta manera, y me temo que debemos admitir que con frecuencia hemos fallado en este punto. Estamos dando lo santo a los perros y echando las perlas delante de los puercos, cuando admitimos, para servir a Cristo, a quienes le son abiertamente hostiles. No puedo estar de acuerdo con nadie que piense que al poner a alguien a trabajar por Cristo, le ganará para Su causa. No tenemos derecho de poner a nadie a trabajar para el Rey, hasta que no esté por completo entregado a Él.

Todas las aplicaciones de detalle deben contemplarse a la luz de una aplicación general destacada. Se ha afirmado algunas veces que la obra cristiana dio un gran paso hacia adelante cuando el emperador Constantino abrazó la causa del cristianismo; pero es una realidad admitida que aquella fue una de las horas más sombrías que ha tenido la iglesia. El acto de Constantino se basó por completo sobre la conveniencia política, y arrastró a toda la iglesia a una atmósfera de paganismo. En esa hora, la iglesia consintió en dar lo santo a los perros y en echar sus perlas delante de los puercos. Siempre que las fuerzas espirituales se rinden al dominio de las fuerzas del mundo en cualquier forma, el resultado es que tales fuerzas se vuelven contra la iglesia y la hacen pedazos.

En todo esto se revela la necesidad de hacer distinción en nuestras actitudes hacia aquellos que se encuentran fuera del Reino.

La diferencia entre esa actitud de censurar y la de hacer distinción es tan sutil, que realmente es difícil, y puede crear en nosotros cierto temor. Permítaseme decirlo de otro modo: ¿cómo vamos a vivir en un mundo como éste, observando estos dos principios, que son aparentemente contradictorios, pero que realmente son complementarios? ¿Cómo vamos a obrar para obedecer el primero de estos mandamientos, que nos prohíbe emitir juicios finales de condenación sobre los demás, y al mismo tiempo hacer una distinción cuidadosa a fin de guardar lo santo de los perros y las perlas de los puercos? Tales preguntas son necesarias y vitales.

Pedir, buscar y llamar

La respuesta se encuentra en las palabras de nuestro Señor que vienen inmediatamente después: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá» (v. 7).

Preguntamos de nuevo, ¿quién está capacitado para vivir la vida libre de ese espíritu de censura, y al mismo tiempo saber discernir de una manera equitativa? La respuesta está en estas palabras, las cuales nos permiten entrar hasta el sitio donde nos ponemos en relación con las fuerzas espirituales.

Estas palabras de Jesús son al mismo tiempo la carta magna de la oración y la divisa de la investigación científica. Tomemos primero esta última. La ciencia, tal como la conocemos hoy en día, es la actividad que siempre está pidiendo, buscando y llamando. Todas estas actividades reconocen la existencia de un ámbito espiritual al cual solo se puede llegar por medio de ellas; pero el cual, una vez alcanzado, nos capacita para discernir, y al mismo tiempo nos libra de cualquier actitud final de juicio condenatorio.

En los tres términos empleados, «pedid … buscad … llamad», hay una graduación de pensamiento. El término griego que se traduce como «pedid», reconoce la dependencia del alma; «buscad», sugiere esfuerzo. La combinación de ambos términos nos hace ver que tanto en la oración, como en la investigación, debe haber siempre esta fusión de dependencia y de esfuerzo. El término final, «llamad», no es más que la unión de estas dos cosas.

Aun cuando podemos hacer con toda propiedad aplicaciones mucho más amplias de tales palabras de nuestro Señor, nos limitaremos a decir que la primera está relacionada con este gran problema de la convivencia con aquellos que se encuentran fuera del Reino, a fin de no ser, por una parte, severos con ellos; y por la otra, cumplir con el motivo verdadero de la discriminación.

Jesús nos reveló la actitud que Dios adopta como respuesta al modo de proceder del hombre que reconoce y hace uso del mundo espiritual en su trato con Él. Si pedimos, él está dispuesto a dar; si buscamos, él es quien provee la respuesta a la búsqueda; si llamamos, él es quien abre la puerta. Es más, el verdadero carácter de Dios está revelado en el uso que hizo nuestro Señor de la palabra Padre. El Padre es Aquel que sabe cómo dar buenas dádivas a sus hijos.

Haciendo un resumen de lo expuesto, diremos que, cuando surge la pregunta en nosotros de cómo podemos vivir tal como se nos ordena en un mundo como éste, se nos responde: «Pedid … buscad … llamad». Nuestro Padre está allí, y todo el poder y toda la sabiduría necesarios para la vida, están a nuestra disposición. Cuando pedimos y buscamos y llamamos, nos estamos poniendo en contacto con la Sabiduría final y con el Poder último.

En el centro mismo de esta Sabiduría, por siempre inspiradora, y de este Poder, eternamente guiador, se encuentra el corazón de Dios. De donde, si nosotros vamos a vivir como debemos en el mundo y entre gente hostil en gran manera al reinado de Dios, se hace imperativo el conservarnos en contacto con el amante corazón de Dios, quien siempre está dispuesto a darnos lo que pedimos, a recompensar nuestra búsqueda con el hallazgo y a abrirnos la puerta cuando llamamos.

La Regla de Oro

Ello, en sí mismo, hace este código ético de nuestro Señor, distinto de cualquier otro que se haya dado en el mundo. En ninguna otra parte podemos encontrar la oración presentada como el secreto de la conducta. Es esta la ética final, la ética del Rey, y la del Reino último.

Al llegar a este punto, enfrentamos lo que hemos dado en llamar la Regla de Oro. «Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas» (v. 12). Notemos cómo la expresa nuestro Señor. Comienza con un «Así que», que relaciona la exigencia de la Regla de Oro con lo que se ha dicho ya antes, respecto al método de vida que resulta de pedir, buscar y llamar. Sea la que fuera la responsabilidad que la Regla de Oro implica, ya han sido descubiertos y puestos a nuestra disposición los recursos que facilitan nuestra obediencia, en las palabras que hablan de la posibilidad de relacionarnos con Dios por medio de la oración.

Es un hecho notable la amplitud con que la idea de la Regla de Oro ha impresionado a la humanidad. Se ha dicho que el ideal no es peculiar de las enseñanzas de Jesús, ya que ha encontrado expresión en otros maestros. Hillel, el fundador de la escuela farisaica de teología, dijo: «No hagas a tu prójimo lo que a ti te es odioso». Sócrates expresó: «Aquello que los otros te hacen, que provoca tu disgusto, no se lo hagas a ellos». Aristóteles dijo: «Debemos echar cargas sobre los demás, en la medida en que deseemos que ellos las echen sobre nosotros». Confucio dijo: «Lo que no quieras que te hagan, no lo hagas a otros».

Aparentemente todas estas frases suenan como la Regla de Oro, pero al considerarlas detenidamente encontramos una profunda diferencia. Cada una de ellas es negativa o pasiva, en tanto que el mandamiento de Cristo es positivo y activo. El motivo del mandamiento de Hillel fue la protección del yo de aquello que es odioso; y lo mismo sucede con la expresión de Sócrates, con el consejo de Aristóteles y con la enseñanza de Confucio.

Todas sus palabras dan la sensación de egocentrismo y de búsqueda egoísta; mientras que en la Regla de Oro, expresada por Jesús, se nos ordena ir y hacer a otros como desearíamos que ellos nos hicieran, estando en idénticas condiciones. Es un mandamiento que reúne todas las notas de la vida dominada por el amor y que las condensa en una sola frase.

Hemos, de esta manera, examinado a grandes rasgos Su enseñanza, en aquello que tiene que ver con las relaciones de los súbditos de Su Reino hacia los que no pertenecen a él.

Los súbditos del Reino y las cosas eternas

Examinemos ahora la parte final, que trata de las relaciones de los súbditos del Reino hacia las cosas eternas. Hay tres frases distintivas: «Entrad» (v. 13) ; «Guardaos de los falsos profetas» (v. 15); «No todo el que me dice: Señor, Señor» (v. 21 ). Estas palabras constituyen una triple obligación y se encargan de presentar la enseñanza que hace ver la relación que guardan los que están dentro del Reino, hacia las cosas permanentes y eternas.

En la primera de las frases mencionadas, nuestro Señor retrocede hasta el comienzo, hasta el camino que conduce al Reino, hasta la entrada por la puerta estrecha. Habla de dos caminos de vida, el ancho y el angosto; pero veamos con cuidado lo que dice en cada caso. No es suficiente leer acerca de ellos y pensar que el camino espacioso y la puerta ancha son símbolos del camino de la rebelión; o que el camino de la sumisión está representado por la puerta estrecha y el camino angosto. Todo esto es verdad, pero no toda la verdad.

Hablando del camino de la rebeldía, Jesús dijo: «Porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a perdición» (v. 13); y al referirse al sendero de sumisión expresó: «Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida» (v. 14). El resultado constituye la prueba final de valor. Delante de nosotros se extiende el camino espacioso de la vida y se abre la puerta ancha, ambos aparentemente reacios a cualquiera restricción; pero si se les observa, se descubrirá que constantemente se van estrechando hasta terminar en destrucción.

Al camino del Rey se entra por una puerta estrecha y por un sendero angosto, pero el camino se va ensanchando, hasta que al final concluye en la vida en plenitud. De este modo, finalmente, nuestro Señor lleva a sus súbditos al punto de partida, y nos da a entender que si el principio es lo que debe ser, el programa y el progreso serán de acuerdo con los propósitos divinos.

Entonces, cuando los pies van caminando por el sendero angosto y moviéndose hacia la plenitud de la vida, se necesita de la instrucción y de la dirección. Se dice que en los días apostólicos los primeros discípulos continuaron perseverando en la doctrina apostólica. De ahí la necesidad de tener cuidado en lo que se refiere a aquellos a quienes vamos a enseñar.

Además, sus palabras revistieron un significado solemne cuando previno a sus súbditos contra lo despreciable de toda declaración que no es reforzada por la acción. Habló de un día cuando muchos lo llamarán Señor y declararán las cosas que han hecho en Su nombre; agregando que los tales han hecho todo, excepto la voluntad de Dios, y a los cuales tendrá que decirles: «Nunca os conocí» (v. 23).

Toda esta enseñanza la concluyó en palabras de augusta majestad. Refiriéndose a lo que había dicho en la frase «estas palabras», declaró el valor de tales palabras bajo la figura de la edificación. Nuestro Señor admitió que todo hombre está edificando, e insistió sobre la importancia suprema de los cimientos sobre los cuales descansa el edificio. Insistió en que el día de prueba para la edificación de la casa no es el día luminoso, sino aquel cargado de sombras y de tempestad; y que todos aquellos que edifican sobre Sus palabras encontrarán que lo que han edificado permanece inconmovible; mientras que todos los que edifican sobre cualquiera otro fundamento, se darán cuenta de que su edificio se viene abajo. Los hombres y las mujeres que edifican sobre Sus enseñanzas, edifican para siempre, y ninguna tempestad es capaz de destruir aquello que han edificado.

El efecto en la multitud

En los versículos finales, Mateo apunta dos cosas; primera, el efecto producido sobre las multitudes que le oyeron; y segunda, la razón de tal efecto. El efecto que Jesús produjo en las multitudes fue de admiración, y la razón de ello es «porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas».

Lo que llama la atención al hablar de la autoridad de Jesús, es que se le compara con los escribas. Éstos eran los maestros autorizados, pero la autoridad de Jesús no provenía de una posición oficial, sino que procedía de la verdad inherente e irrebatible de aquello que había dicho.

Tal autoridad permanece. Es posible decir que el idealismo es de tal naturaleza que es inaccesible. Así es ciertamente hasta que se verifica una transformación en el hombre. No es posible, sin embargo, poner en duda la perfección del idealismo.

Concluimos el examen del Manifiesto, recordando que Aquel que lo proclamó proveyó, finalmente, todo lo que era necesario para prestar obediencia a sus demandas.

De Grandes capítulos de la Biblia.