Reflexiones en torno a la comunión en Cristo y en su Palabra.

De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así. De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”.

– 2 Cor. 5:16-17.

Ya sabemos algo acerca de la hermosura de la comunión en la Trinidad, y de nuestra comunión con el Padre por medio de su Hijo. Al recibir a Jesús como Señor y Salvador, aquellos que fueron puestos en unión con Cristo experimentan una separación de todo lo que no es compatible con él.

La expresión de Pablo: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron», no dice que algunas cosas fueron renovadas, sino que todo fue hecho nuevo. Por la obra del Calvario, hay un abismo insalvable entre nosotros y todas las cosas. Entonces, la expresión «todas las cosas son hechas nuevas», requiere ser aplicada en diversos aspectos. Ahora la aplicaremos en particular a nuestra comunión.

La comunión en el Mediador

Cristo fue puesto como mediador entre nosotros y todas las cosas materiales y humanas, entre nosotros y las relaciones humanas. No hay más relaciones directas con nadie, porque nosotros fuimos puestos en Cristo, y él es el mediador de todo. Si esto no es así, ellas entorpecerán nuestra vida espiritual.

Vamos a ilustrar esto. Abraham fue llamado desde Ur de los caldeos, una tierra de paganismo. El Señor lo visitó once veces. En estas visitaciones tan ricas, Dios lo va conduciendo de gloria en gloria, desde Ur hasta Moriah. Y en Moriah, Abraham levanta su último altar. En toda su vida, Abraham edificó cuatro altares, cada uno con un sentido especial. Al llegar al final de su jornada, él está en Moriah. La palabra Moriah significa visible; luego, la idea de Moriah es un testimonio.

Dios llevó a Abraham a aquel lugar, porque allí él representaría algo. ¡Qué tremendo! Abraham era un pagano; él no conocía a Dios. En su patria había unos cinco mil tipos de ídolos. Allí, «el Dios de la gloria apareció a nuestro padre Abraham» (Hech. 7:2). Luego, la vida de aquel hombre fue tratada.

¿Qué buscaba Dios? Primero, intimidad con Abraham. Y luego, representatividad. Abraham era un idólatra, un pagano, pero Dios obró en él hasta conseguir un amigo. Eso es comunión, pero hubo también representatividad. En Moriah, Abraham habrá de representar nada menos que a Dios el Padre eterno. Dios dice a Abraham: «Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas… y ofrécelo allí en holocausto» (Gén. 22:2). Esta es una figura de la historia del Calvario – el Padre ofreciendo a su amado Hijo unigénito.

Aquel monte fue el lugar donde Salomón edificó el templo. El principio de la casa de Dios es el altar. Sin altar, no hay casa de Dios. El altar habla de la centralidad de la persona y de la obra de Cristo, y también habla de consagración. La figura de Moriah es completa: Abraham representando a Dios el Padre.

Abraham amaba a su hijo. Más aun, al mirar a Isaac, él veía «la promesa»: «En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra» (Gén. 22:18). No logramos evaluar el peso que eso tuvo para Abraham. Aquel era un hijo imposible, y Dios se lo concedió. El don de Dios para él tenía un nombre: Isaac. Su corazón se enlazó a ese niño, de tal forma que él se apegó a la promesa más que al Dios de la promesa. Pero Dios no cesaría de trabajar en el propio Abraham.

Cuando Isaac nació, Abraham lo puso en su tienda. Todos los patriarcas vivieron una vida de altar y de tienda. El altar significa consagración y la tienda nos habla de peregrinación. Así deben ser también nuestras vidas: consagración y peregrinación.

Abraham está ahora en Moriah, apegado al hijo de la promesa, y Dios obrará en su corazón. Abraham levanta el cuchillo contra Isaac, y oye la voz: «No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único» (Gén. 22:12).

Antes de Moriah, Abraham había puesto a su hijo dentro de su tienda sin que éste hubiera pasado por el altar. «Mas el justo por la fe vivirá» (Rom. 1:17). Todo lo que ponemos en la tienda y no pasa por el altar, corromperá nuestro corazón. En otras palabras, Dios está diciendo: «Abraham, quita a Isaac de la tienda, para que tu corazón no se corrompa, y ponlo sobre el altar».

Al mismo tiempo que Dios trabajaba en Abraham, eso también era un testimonio maravilloso del amor del Padre por el Hijo, y de la entrega del Hijo por el Padre. El Padre entrega a su amado Hijo unigénito. Cuando ellos suben a Moriah, para Abraham, el hijo de la promesa era más importante que el Dios de la promesa. Pero al descender del monte, tras la experiencia del altar, el Mediador se ha puesto entre el padre de la fe y el hijo de la promesa. Ahora la fe de Abraham está apoyada en el Dios de la promesa.

La clave de la verdadera comunión

Para quienes pertenecen al Señor, no es posible el relacionamiento directo. Toda relación directa con personas o cosas corromperá el corazón. Ahora el versículo de 2 Corintios se hace más claro. Aquel que está en Cristo es una nueva creación; las cosas viejas pasaron y todo se hizo nuevo. ¡Qué clave tenemos aquí para la verdadera comunión!

Vamos a aplicar un poco más esto. Por ejemplo, ¿cómo se puede desarrollar la vida conyugal? Si cada cónyuge aprende a tener comunión en el mediador. El matrimonio no es cuestión de simpatías, ni de hallar belleza uno en el otro, ni es un pacto o un acuerdo. El matrimonio solo puede prosperar si ambos tienen comunión en el Mediador.

En el cuerpo de Cristo no hay lugar para las relaciones directas, para simpatías o antipatías. En él, todo fue hecho nuevo. Hay hermanos que se conocen por muchos años. Esas relaciones naturales tienen su lugar, pero carecen de significado espiritual. El mundo también tiene relaciones sociales, de amistad, de trabajo. Pero solo tienen valor espiritual las relaciones establecidas en el Mediador. El Señor nos ayude a comprenderlo. Si no es así, tendremos problemas, de los cuales citaremos algunos.

Nosotros tenemos un círculo de amistades dentro de la iglesia, hermanos que nos son simpáticos, y nos gusta estar con ellos. Eso quiebra la comunión del cuerpo de Cristo. Debemos entender que nosotros ya somos un grupo selecto para Dios. Somos elegidos y santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos. Somos un pueblo en extremo especial. Dios ha hecho un pacto con nosotros. Sí, Dios ama al mundo, y dio a su Hijo como Salvador del mundo; pero Cristo solo intercede por la iglesia. Ese es nuestro privilegio.

El Señor nos ayude a comprender cuán dañada puede ser nuestra comunión si ella no está establecida en el Mediador. Por eso, Pablo dice en Efesios 4:1-2. «Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor». La idea no es tolerándonos, sino poniendo nuestros hombros bajo los hermanos, siendo un soporte para ellos.

No hay nada errado en hacer un asado juntos. Pero eso no es comunión. Nosotros rebajamos el sentido de la comunión cuando decimos: «Vamos a tener una comunión en mi casa», y eso en realidad es solo comer juntos, pero no es necesariamente comunión. Si al estar juntos no tocamos al Señor, no tocamos sus verdades y su palabra, no tocamos lo que él está haciendo en su cuerpo, entonces no hubo comunión, aquello fue un momento de fraternidad, pero solo eso.

Entonces, valoremos más la comunión, impidiendo que las simpatías y las antipatías la quiebren. No busquemos servir a los amables y evitar a los no amables. Eso es solo la actividad de la carne. La iglesia no es un grupo social de confraternidad – es el cuerpo de Cristo. Nosotros somos miembros los unos de los otros. Esta es una frase tan especial de Pablo. «Somos un cuerpo en Cristo…». Y con el mismo peso y fuerza, agrega: «…y todos miembros los unos de los otros» (Rom. 12:5).

Un pueblo que habita solo

El tiempo se acorta. Si el Señor tarda, no estaremos viviendo en la misma condición que vivimos hoy. Vean lo que ocurre hoy en las relaciones humanas. Es una avalancha de impiedad incontenible; es el misterio de la iniquidad que irá operando de manera cada vez más violenta, atacando a nuestros hijos y nietos, y a las familias, en todos los sentidos. Tal es el mundo en el cual vivimos.

Nosotros solo tenemos a nuestro Señor, y nos tenemos los unos a los otros. Gracias a Dios por la comunión del cuerpo de Cristo. Necesitamos avanzar espiritualmente, y conocer más de la comunión de Cristo y de la comunión de la iglesia.

En Números 23:9 hay una frase muy especial. Balaam sube al monte; él había sido sobornado para maldecir a Israel, pero el Espíritu de Dios tomó posesión de él, y dice: «Porque de la cumbre de las peñas lo veré, y desde los collados lo miraré; he aquí un pueblo que habitará confiado, y no será contado entre las naciones». ¡Qué verdad maravillosa! Balaam no pudo sino bendecir. Nosotros somos un pueblo que habita solo. Era verdad con Israel, y es la misma verdad de la iglesia.

«De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas». Entonces, solo tenemos dos relaciones: nuestro relacionamiento con Dios en Cristo y nuestra relación unos con otros.

Cuando Dios se interpuso entre Abraham y su hijo, le demandó poner aquel don sobre el altar, para enseñarle que nunca pusiese nada entre él y Dios, ni aun sus dones. «El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente» (Stgo. 4:5). Tal como Abraham, nosotros fuimos llamados a ser amigos de Dios. Todo en nuestra vida pasará: familia, trabajo, bienes. Solo nuestro Amigo no pasará.

Cuando Dios da esa gran bendición y el corazón de Abraham se apega al hijo de la promesa, entonces su Amigo tiene celos. No es porque Dios necesite de algo, sino por causa de Abraham. Dios es incorruptible, pero el corazón de Abraham se puede corromper.

Veamos nuestras relaciones. ¿Cómo crecemos en la vida conyugal? Tratamos de crecer dialogando el uno con el otro, abriendo los corazones. No hay nada errado en eso. Pero esa no es la manera de crecer juntos espiritualmente.

Solo creceremos si tenemos establecida una relación de altar con Dios y una comunión el uno con el otro en el Mediador. Cuanto más próximos estemos en el Mediador, más cercanos estaremos el uno del otro. ¿Cuánto de esto es realidad hoy en nuestra vida?

El relacionamiento conyugal es único. Fue lo que Dios estableció en la tierra para dar un testimonio particular de Cristo y de la iglesia. Necesitamos avanzar en la comunión en el Mediador, para que todo lo demás tenga sentido: las alegrías, las aflicciones, los dones y las bendiciones que Dios nos ha dado.

La comunión bajo la Palabra

Vamos a un segundo paso: la comunión bajo la palabra de Dios. No es posible avanzar como iglesia si no aprendemos lo que esto significa. Lo que debe ocupar el centro de nuestras reuniones y de nuestra comunión es el Señor y su palabra.

Había en Londres un abogado no cristiano que asistía a cada predicación de Spurgeon. Y hasta donde se sabe, él nunca entregó su vida a Cristo; pero era un oyente asiduo. Cierta vez le preguntaron por qué hacía aquello, y respondió: «Porque nadie sabe decir ¡Oh! como ese hombre».

Podemos analizar esta historia de dos maneras. Aquel hombre no era cristiano, pero de alguna forma, le atraían las palabras de Spurgeon. Como abogado, él sabía de oratoria. Ese es el lado del abogado.

¿Y cuál es el lado de Spurgeon? Cuando éste predicaba el evangelio, era como si no viera el rostro de nadie en particular; los cielos se abrían delante de él, y veía «a Jesucristo y a éste crucificado». Así predicaba Spurgeon, y cientos de miles se convirtieron. Sin duda, Spurgeon era un hombre bajo la Palabra.

Cuando alguien predica, todos somos evaluados; estamos juntos en el mismo servicio. ¿Usaremos el púlpito para entretener contando chistes, historias y otras cosas? Al abrir nuestras bocas, ¿hay conciencia de la presencia de Dios entre nosotros? Qué tragedia es cuando la palabra de Dios es hablada y oída, sea en el púlpito o en una casa, pero no hay conciencia de la presencia divina.

La palabra de Dios y la presencia de Dios son inseparables. Pero nuestro problema es que, por falta del obrar de la cruz más profundo en nosotros, falta de comunión a los pies del Señor, falta de un espíritu de oración, todo eso hace que, a pesar de usar su palabra, ella no carga Su presencia. Cuando Dios da su palabra, él quiere que su presencia sea una realidad en nosotros.

Jonathan Edwards era un hombre muy inteligente, uno de los grandes filósofos de los Estados Unidos. Un día, él fue ganado por Cristo. El Espíritu de Dios llenó su vida personal. Edwards era un hombre monótono. Él escribía sus sermones, se paraba en el púlpito como una estatua, comenzaba a leer, y las personas caían al suelo diciendo: «¡Oh Dios, ten misericordia de mí!». Esa era la presencia de Dios.

¿Por qué perdemos la presencia de Dios? Porque no tenemos una vida a sus pies. Hacemos muchas cosas, pero perdemos el asombro. Por eso somos tan simples. El Señor tenga misericordia de nosotros, porque si él se tarda, nuestra fe no soportará. Cuando la avalancha de impiedad crezca, el amor de muchos se enfriará. Solo podremos ser preservados permaneciendo a los pies del Señor.

David y la voz del Señor

El Salmo 29 muestra qué significa una comunión bajo la Palabra. David escribió este salmo magnífico cuando él aún era un pastor. Es posible estudiar la vida de David a través de sus salmos, y ver cómo él fue creciendo en su conocimiento de Dios. En este salmo del pastor, él usa figuras de la naturaleza, que él conocía muy bien, y las compara con la voz del Señor.

Lo que más necesitamos entre nosotros es la voz del Señor. Pablo dice que si la trompeta da sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla? Nosotros hemos vivido un tiempo tan singular, porque él, en su bondad, se nos ha revelado. Pero, ¿cuál ha sido nuestra respuesta? ¿Hemos vivido a los pies del Señor? ¿O hemos estado ocupados con su obra hace tanto tiempo, que ella ya se volvió automática? Sabemos cómo hacer las cosas, sabemos incluso cómo predicar. Pero, ¿qué hay de la voz del Señor?

¿Qué dice David al respecto? «Voz de Jehová sobre las aguas» (Sal. 29:3). No es posible leer este versículo sin recordar Génesis capítulo 1. «El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz y fue la luz» (v. 2-3). Se oye la voz de Dios sobre las aguas.

La voz del Señor pone orden en el caos de nuestras vidas. Su voz representa su gobierno. Cuando nuestros hijos no son bien gobernados por nosotros, son inquietos e inseguros. El gobierno trae seguridad. La voz de Dios pone orden en el caos. Esta es la primera admiración de David.

«Truena el Dios de gloria, Jehová sobre las muchas aguas» (v. 3). Por naturaleza, nuestra alma es un caos, un completo desorden. Tenemos emociones y pensamientos desordenados. «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago» (Rom. 7:19). Esa es una lucha de uno que pertenece al Señor. ¿Cuál es nuestra esperanza? La voz del Señor sobre las muchas aguas.

Las muchas aguas siempre representan el caos. Por eso David ora: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Sal. 139:23-24). ¿Qué está pidiendo David? La voz del Señor sobre el caos.

¡Cuánto caos hay en nuestros corazones! ¿Cuál es nuestra esperanza? Oír la voz del Señor. ¡Gracias a Dios por su palabra! Vivamos a sus pies y confesemos: «Señor, yo no he sido un hombre bajo tu voz. Ven a mi encuentro y ayúdame. Ordena mi caos, recupera el sentido de asombro en mi vida».

Austin-Sparks dijo: «Cuando las verdades de Dios se vuelven familiares y conocidas, corremos un gran peligro». Si alguien dice: «He estudiado tanto este asunto; tengo una biblioteca de tres mil libros, voy a todas las conferencias», eso no significa nada en sí mismo. Solo importa si hemos oído la voz del Señor.

«Voz de Jehová con potencia; voz de Jehová con gloria» (v. 4). Es el sentido de asombro o admiración, como aquel «¡Oh!», de Spurgeon. La gloria de Cristo nunca será para nosotros algo común.

«Voz de Jehová que quebranta los cedros; quebrantó Jehová los cedros del Líbano» (v. 5). Los cedros representan la altivez. Hay mucho del cedro en nosotros. Hay un lado positivo: «El justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro en el Líbano. Plantados en la casa de Jehová, en los atrios de nuestro Dios florecerán» (Sal. 92:12-13). Esto habla de estabilidad, pero también el cedro es una figura de la soberbia.

Cuando David pastoreaba las ovejas, veía nubes oscuras, truenos y relámpagos que caían y quebraban los cedros. Solo la voz de Dios puede hacer eso. Nosotros necesitamos ser quebrantados. Es la clave para conocer al Señor, para servirle, y para que la soberbia no nos gane.

«Los hizo saltar como becerros; al Líbano y al Sirión como hijos de búfalos» (v. 6). Esto nos recuerda a Malaquías anunciando la gloria del Señor en su venida. «Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada» (Mal. 4:2).

¿Qué podemos experimentar ya hoy? La voz del Señor nos hace saltar de alegría. ¿Por qué ella trae gozo al corazón? Porque su voz nos conduce a la presencia divina. Si la Palabra no nos lleva a su presencia, no producirá nada en nosotros. Puede ser una buena doctrina, una gran revelación, pero no traerá ningún sentido de la presencia de Dios.

Arrepentimiento

Cada creyente, cada iglesia, es responsable de ir a los pies del Señor y decir: «Señor, perdónanos», así como Daniel en el capítulo 9 de su libro. Él vivía una vida santa, pero él ora en plural, identificándose con su pueblo. «Hemos pecado contra ti … Tuya es, Señor, la justicia, y nuestra la confusión de rostro … Oye, Señor; oh Señor, perdona; presta oído, Señor, y hazlo» (Dan. 9:5, 7, 19).

Lo que más necesitamos hoy es recuperar la presencia de Dios entre nosotros, para que al reunirnos, el Pastor y Obispo de nuestras almas pueda tomar la vara y el cayado, y pasear entre nosotros. Cinco minutos en la presencia de Dios hacen más en nuestro corazón que años de estudio bíblico.

Para ello, solo hay un camino: el arrepentimiento. Éste es tan simple, aunque para nosotros es duro, porque tenemos que reconocer nuestro fracaso, aun delante de los demás. Esto es verdad para todas las iglesias del Señor. Vivimos días desafiantes. Hoy no basta con abrir la Biblia y oír un mensaje. Necesitamos recuperar el vigor espiritual, el sentido de la presencia de Dios.

Ante Dios tenemos profunda alegría, reverencia y temor. Él es fuego consumidor, pero ante él también podemos decir: «Abba, Padre». Y el gozo llena nuestro corazón. ¡Necesitamos recuperar este equilibrio!

«Voz de Jehová que derrama llamas de fuego» (v. 7). El fuego es luz y calor. Dios es fuego consumidor, y también es luz. No hay tinieblas en él. Dios no puede ser burlado. Él es la luz del fuego, pero al mismo tiempo es el calor que anima y consuela. Él traerá a la luz aquello que necesita ser corregido; pero también nos cobijará en su seno.

Recuerden a Pedro. El Señor trabajó mucho en él. Cuando el discípulo negó a su Maestro, en el patio del sumo sacerdote, entonces, de lejos, Jesús lo miró sin decir palabra. Sus ojos son «como llama de fuego». El corazón de Pedro fue desnudado, pero hubo luz y calor en su corazón.

Pedro estaba tan humillado. Él había llamado anatema a Jesús. Sin embargo, por otro lado, él sabía que no tenía ninguna otra esperanza sino su propio Señor. Por eso, cuando Jesús resucitó, le envió un recado a través de aquellas mujeres: «Pero id, decid a sus discípulos, y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea» (Mar. 16:7). El Señor se adelantó a marcar un encuentro con su siervo.

«Voz de Jehová que hace temblar el desierto; hace temblar Jehová el desierto de Cades» (v. 8). En Isaías 64, una vez más, vemos el asombro en la presencia de Dios. Hay un clamor: «¡Oh, si rompieses los cielos, y descendieras, y a tu presencia se escurriesen los montes, como fuego abrasador de fundiciones, fuego que hace hervir las aguas, para que hicieras notorio tu nombre a tus enemigos, y las naciones temblasen a tu presencia! Cuando, haciendo cosas terribles cuales nunca esperábamos, descendiste, fluyeron los montes delante de ti» (v. 1-3).

Y el bello versículo 4: «Ni nunca oyeron, ni oídos percibieron, ni ojo ha visto a Dios fuera de ti, que hiciese por el que en él espera». Una conclusión maravillosa. Está pidiendo la presencia divina real en medio de su pueblo, porque no hay Dios como él, que trabaja a favor de aquellos que en él esperan.

Esta es la obra de Dios. Nadie sino él puede hacer su obra. Entonces, ¿qué necesitamos? Su presencia. Luego, si hemos aprendido, como iglesia, a cultivar la presencia de Dios, cuando vayamos a ayudar a otros hermanos, Dios ya estará allí obrando, convenciendo, guiando al arrepentimiento, trayendo convicción al corazón.

«Porque no saldréis apresurados, ni iréis huyendo; porque Jehová irá delante de vosotros, y el Dios de Israel será vuestra retaguardia» (Is. 52:12, versión en portugués). Esto es vital; es una clave para el servicio al Señor. Si él no es la vanguardia en todo lo que hacemos, él no será nuestra retaguardia. Dios solo se hace responsable de ser la retaguardia por aquello en lo que él mismo fue la vanguardia. Entonces, nuestra oración debe ser: «Señor, en esta situación, ¿cuál es tu tiempo? ¿Cuál es tu modo? ¿Cuál es tu palabra?».

«Voz de Jehová que desgaja las encinas» (v. 9). «La voz del Señor hace dar crías a las ciervas», dice la versión portuguesa. Su palabra es fructífera. A veces hablamos y hacemos tanto, pero solo la palabra viva del Señor es la que hace fructificar.

«…y desnuda los bosques». La palabra de Dios expone lo que somos. Nada está oculto ante ella. Cuando Adán pecó, se escondió tras los árboles del huerto. Entonces Dios dijo: «Adán, ¿dónde estás?». La voz del Señor desnudó al hombre, y éste vio que en su conciencia había ofensa.

Todo proclama su gloria

«En su templo todo proclama su gloria» (v. 9). Este es un Salmo maravilloso. David, apenas un joven pastor, vio todo esto en la naturaleza. Él hizo una comparación: «Así es para mí la voz del Señor: él pone orden en mi caos, desnuda los bosques, quebranta los cedros, hace dar crías a las ciervas». Y el resultado de ello es que, en una analogía espiritual, «en su templo, todo proclama su gloria».

Si la palabra y la presencia del Señor fuesen una realidad viva para nosotros, ¿cuál sería el resultado? ¡Gloria! Este es el camino de nuestra comunión. Todo esto es nuestro; nada es del mundo. El Señor es nuestro; su gracia, su presencia, su palabra y sus tesoros son nuestros. Necesitamos recuperarlos.

El Señor nos ha dado una sana palabra, y nos ha dado discernimiento. Esto es vital. Y también el trabajo y el servicio. Éfeso tenía todo aquello, pero perdió la presencia de Dios. «Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor» (Apoc. 2:4), el mejor amor, la relación personal íntima con el Señor, cuando él lo era todo para ellos. Pero ellos pusieron otras cosas en el lugar del Señor.

Muchas cosas pueden ocupar el sitial del Señor, comenzando en nuestros hogares: tal vez la esposa, los hijos, los bienes, la obra de Dios. Sea lo que sea, todo aquello lo eclipsará, porque nuestros ojos son velados cuando ponemos otras cosas a la par del Señor, como en Éfeso.

El Señor continúe hablándonos personal y corporativamente. Todos tenemos la misma carga, estamos en la misma barca y necesitamos recuperar la palabra y la presencia del Señor en nuestro medio. Que el Señor nos guíe a un arrepentimiento sincero, y obtenga esa gloria en su templo, porque para esto fuimos llamados. Amén.

Síntesis de un mensaje oral impartido en Cholchol (Chile), en Julio de 2018.