La ciudad de Dios, que es la iglesia, tiene un glorioso destino final, pero en la actualidad enfrenta grandes desafíos.

Nuestra Biblia es una colección de 66 libros, todos y cada uno de ellos inspirados por el Espíritu Santo. Cada uno de ellos tiene su razón de ser; ninguno sobra, ninguno falta. Por ejemplo, ¿qué sería de nuestra Biblia si faltara el libro de Apocalipsis? La Biblia, sin el libro de Apocalipsis, sería un libro sin final. No es una casualidad que este libro esté puesto al final. Es el último libro, y está ubicado en el lugar correcto, porque es la conclusión de la Biblia.

La última visión

Todo lo que transcurre desde el Génesis en adelante tiene su culminación en el libro que está puesto en el último lugar de la Biblia, el Apocalipsis. Todo lo que comienza en el Génesis tiene su cumplimiento, su culminación, su consumación, en el libro de Apocalipsis.

Quisiera que nos fijáramos con qué visión termina el libro de Apocalipsis, que cierra toda la revelación. Entonces, quiero invitarlos a mirar en Apocalipsis 21, vers. 9 en adelante. «Vino entonces a mí uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas postreras, y habló conmigo, diciendo: Ven acá, yo te mostraré la desposada, la esposa del Cordero».

Con esta última visión se cierra el libro y se cierra la Biblia. «Yo te mostraré la desposada, la esposa del Cordero». La visión, entonces, va a tratar acerca de la iglesia. La iglesia del Señor Jesucristo es la desposada del Cordero. El Apocalipsis termina con la visión acerca de la iglesia, y en esta visión nos es revelada la esposa del Cordero.

¿Por qué es que el Apocalipsis termina con la revelación de la desposada del Cordero? Porque la iglesia es el cumplimiento del eterno propósito de Dios. Cuando, en la eternidad pasada, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, concibieron este plan eterno y se propusieron llevarlo a cabo a través de los siglos, el resultado final es precisamente el que tenemos en esta última visión.  Dios el Padre, eternamente, ha querido una novia para su Hijo. Juan la vio hace dos mil años. Pero el Señor Jesucristo, el amado del Padre, la vio en la eternidad pasada. Tal como es descrita en esta última visión, así la vio el Hijo en la eternidad pasada. Y por eso, cuando él la vio, la amó. Y aun cuando supo, en su presciencia, que ella iba a caer –y que por el pecado iba a caer tan bajo que los profetas la iban a describir como una ramera– no obstante, como la vio consumada, en su estado final, de todas maneras estuvo dispuesto a amarla, a redimirla y a hacerla su iglesia gloriosa. ¡Bendito sea el Señor! El Señor la amó primero, y porque la amó, fue capaz de entregarse a sí mismo por ella.

Dios nos ama hoy, nos soporta hoy, nos tiene paciencia hoy. Y, ¿saben por qué nos ama? Porque él ya nos ve terminados. Él ya nos vio en nuestro estado final; sabe que lo que somos hoy no es lo que seremos mañana. ¡Aleluya! Él tiene la capacidad de vernos ya acabados, perfeccionados; y como él ya nos ve así, anticipadamente, nos puede amar y soportar y tenernos toda la paciencia que sea necesaria.

Que esta visión también nos ayude a tener paciencia unos con otros. Por eso, es bueno el ejercicio de decirle al hermano: «Hermano, tenme paciencia. No siempre voy a ser como soy hoy; mañana seré como Dios me ha destinado a ser». ¡Alabado sea el Señor!

Una novia gloriosa, una novia perfecta, una novia preparada, vestida de lino fino, blanco y resplandeciente. Una novia dispuesta para su marido. Ya Juan la vio hace dos mil años, ya Jesucristo la vio en la eternidad pasada, y es bueno que nosotros también la veamos. Vamos hacia allá, es nuestro destino final, y Dios es fiel para lograr su propósito.

La santa ciudad

Ahora, continuemos con el versículo 10. Cuando Juan se apresta a ver a la desposada del Cordero, yo no sé si él tuvo una sorpresa, pero para nosotros resulta sorprendente. Luego que el ángel lo invitó a verla, dice Juan: «Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios».

Dijimos que esta visión es acerca de la iglesia, la esposa del Cordero. Pero cuando Juan mira, ¿qué es lo que ve? Ve una ciudad. No sé si eso le sorprende a usted. Porque cuando se le va a mostrar la iglesia, lo que ve Juan es una ciudad. Una ciudad muy especial, por supuesto, no una ciudad cualquiera; pero es una ciudad.

Entonces, ¿la desposada es la ciudad? ¿No se le va a mostrar aquí el lugar donde vive la desposada? No, a Juan se le está mostrando la novia misma. La novia misma es esta ciudad. Por supuesto, por otras Escrituras sabemos que el Señor también nos tiene preparada una ciudad literal. Si vamos a resucitar con cuerpo, entonces tiene sentido que también vamos a vivir en una ciudad celestial. Pero en esta visión, esta ciudad no es la habitación de la iglesia; es la iglesia misma revelada de esa manera. ¡Alabado sea el Señor!

Entonces, cuando a Juan se le muestra la novia en su plenitud, habiendo alcanzado la perfección, es interesante que a él no se le muestre la novia, ni como el cuerpo de Cristo, ni como la familia de Dios, ni como el pueblo de Dios, ni como el templo del Espíritu Santo, sino como una ciudad.

Por las cartas del Nuevo Testamento, sabemos que estas figuras con que se describe a la iglesia son muy comunes: la iglesia es el cuerpo de Cristo, es la familia de Dios, es el templo del Espíritu Santo. Pero muy poca atención ponemos a este hecho: que la iglesia también es la ciudad de Dios. La iglesia es una ciudad; nosotros somos una ciudad. Y no cualquier ciudad: somos la ciudad de Dios, la ciudad que tiene su origen arriba, que tiene su origen en el cielo, y que está aquí en la tierra, pero que es de arriba.

La iglesia es la ciudad de Dios. Y lo que me llama la atención, hermano, es que la figura o la metáfora que se escoge para revelar a la iglesia en su plenitud sea la de una ciudad. Quiere decir entonces que, hasta que la iglesia no sea la ciudad de Dios en la práctica, el propósito de Dios no estará plenamente alcanzado.

A la hora de revelar la plenitud de la iglesia, ésta es vista como la ciudad de Dios. Es una ciudad compuesta de piedras vivas. Los cimientos de la ciudad son doce, cada uno de ellos es una piedra preciosa, y esas piedras preciosas corresponden a los doce apóstoles del Cordero. Esta ciudad está formada de piedras vivas, está hecha de personas. Esta ciudad somos nosotros, que fuimos tomados del polvo, convertidos en piedras vivas; pero que finalmente, no sólo seremos piedras, sino piedras preciosas.

Algunos aspectos de la visión

No tenemos tiempo para comentar toda la visión que va desde Apocalipsis 21:9 a 22:5, pero quisiera destacar algunas características principales, donde es fácil ver que esta ciudad de Dios que es la iglesia tiene la plenitud de Dios.

En el versículo 11, cuando Juan la comienza a ver, lo primero que le llama la atención de esta ciudad santa, que desciende del cielo y desciende de Dios, es que tiene la gloria de Dios. La iglesia, como la ciudad de Dios, contiene la gloria de Dios y resplandece. Porque una cosa es contener la gloria de Dios y otra cosa es reflejar la gloria de Dios. Pero esta ciudad que es la iglesia no sólo contiene la gloria de Dios, sino que la refleja, la expresa, la proyecta. La gloria de Dios resplandece a través de ella. Hoy día, la iglesia contiene la gloria de Dios, y en algún grado la iglesia expresa esa gloria. Pero aquí está vista en su plenitud; aquí refleja en forma plena la gloria del Señor.

El versículo 12 dice que además tiene un muro grande y alto. Su altura es de más de sesenta metros. ¿Ha visto alguna ciudad que tenga muros tan altos? ¿Qué indica este muro en esta revelación de la iglesia? Este muro hace separación entre lo santo y lo profano. Esta es una ciudad santa, no hay mezcla en ella; ya está completamente separado lo que es de Dios y lo que no es de Dios, lo santo de lo inmundo.

Por eso, dice el vers. 27: «No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero». Así que este muro hace separación, indica que en ella ya no hay mezcla, ya no hay confusión; es una iglesia santa, perfectamente santa, una ciudad santa.

Qué interesante el 22:3: «Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella». ¿Dónde se ha establecido finalmente el trono de Dios? Dentro de la ciudad que es la iglesia. Eso quiere decir que Dios ha tomado pleno control de la iglesia, que ella está perfectamente sujeta a Dios y a Cristo, que en ella se hace ahora la perfecta voluntad de Dios, sin ningún atisbo de rebelión ni de insumisión. «Y sus siervos le servirán». Sin resistencia, sin rebeldía, sin oposición, sus siervos, voluntariamente y de todo corazón, le servirán.

Quise empezar con el trono. Volvamos ahora al 22:1: «Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero». Por eso quise primero hacer notar que el trono de Dios y del Cordero está establecido en la iglesia, porque de ese trono sale un río limpio de agua de vida. ¿No es acaso lo que dijo el Señor Jesucristo en el evangelio de Juan? «El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva». Es esto lo que estamos viendo acá: un río limpio de agua de vida que sale del trono de Dios y del Cordero, y que corre al interior de la ciudad, al interior de la iglesia.

Versículo 2: «En medio de la calle de la ciudad, y a uno y a otro lado del río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones». También el árbol de la vida está plantado en ella.

En el Génesis, el árbol de la vida fue puesto fuera del hombre, en el huerto, porque Dios quería que el hombre accediera voluntariamente a él. Adán no tenía prohibición de comer del árbol de la vida. Dios quería que Adán comiera voluntariamente del árbol de la vida, y una vez que hubiese comido, ese árbol habría pasado a estar dentro de Adán. Pero lo que no se logró con Adán, nuestro Señor Jesucristo, el postrer Adán, ha permitido en su gracia que ese árbol ahora esté implantado en nuestros corazones.

Así que, ¿cómo no va a ser ésta la plenitud de la iglesia? El árbol de la vida está en medio de ella, el trono de Dios y del Cordero está establecido en ella. Ella contiene la gloria de Dios, y no sólo la contiene, sino que la refleja. ¡Alabado sea el Señor! Hay un río limpio de agua viva que corre por su interior. Así que ésta es claramente la plenitud de la iglesia, esta es claramente la visión del estado final y consumado de la iglesia.

La iglesia como ciudad de Dios hoy

Traigamos ese futuro, ahora, al presente. Y la pregunta es: Esta visión de la iglesia, ¿es aplicable en el presente? ¿La iglesia es hoy día la ciudad de Dios, o esta visión ha de ser interpretada como algo que llegaremos a ser en la eternidad, pero que hoy no lo somos?

Por supuesto, la plenitud no la tenemos hoy, pero, ¿por eso no somos hoy la ciudad de Dios? Quiero declarar que somos la ciudad de Dios, aun cuando no hayamos alcanzado la plenitud; porque tampoco hemos alcanzado la plenitud de ser el cuerpo de Cristo, de ser la familia de Dios, de ser el templo del Espíritu Santo, pero lo somos hoy. De la misma manera, la iglesia hoy es la ciudad de Dios.

Entonces, mire qué interesante; yo creo que esto nos puede cambiar un poco la perspectiva y la visión: La iglesia en Temuco es la ciudad de Dios en Temuco, la iglesia en Antofagasta es la ciudad de Dios en Antofagasta, la iglesia en Londrina es la ciudad de Dios en Londrina. No sólo es el cuerpo de Cristo, no sólo es el templo del Espíritu Santo; es también la ciudad de Dios.

No necesito demostrar –porque conocemos la Palabra– que en cada ciudad del Nuevo Testamento donde hubo iglesia, hubo siempre una sola iglesia. La iglesia local fue siempre la iglesia de la localidad, la iglesia de la ciudad, y por esa razón siempre fue una, y no hay ningún texto del Nuevo Testamento en que en una localidad la palabra iglesia aparezca en plural.

¿Y cuál es la razón? –Porque ese es el hecho totalmente demostrable por el Nuevo Testamento– ¿Cuál es la explicación? ¿Por qué la iglesia en la localidad es una? ¿Por qué no puede ser más de una? Una de las posibles respuestas puede estar aquí: Si la iglesia es la ciudad de Dios, entonces dentro de la ciudad puede haber una sola iglesia.

A una ciudad le corresponde sólo una ciudad. Y más aún, podemos preguntarnos: ¿Qué porte ha de tener la ciudad de Dios en la ciudad de Londrina? Va a tener el porte de la ciudad de Londrina; sus límites van a ser los límites de la ciudad.

Territorialmente, la iglesia como la ciudad de Dios ocupará el espacio de la ciudad de Londrina, de la ciudad de Temuco, de la ciudad de Antofagasta. Culturalmente, la iglesia en esa localidad debe, además, ser una iglesia autóctona, es decir, una iglesia originaria del lugar. Pero también debe ser una iglesia idiosincrásica, es decir, que debe tener un modo propio y peculiar del pueblo mismo en que ella se levanta, que corresponde a su naturaleza, a su etnia, a su raza.

Y desde el punto de vista del gobierno, esa iglesia local que es la ciudad de Dios en esa localidad, debe ser autónoma. Autónoma de cualquier jerarquía humana, para que sea sólo de Cristo y sólo Cristo sea su cabeza. Autónoma, no para hacer lo que quiera, sino libre para ser de Cristo, sujeta a Cristo y obediente a él.

De tal manera que, si en una localidad la iglesia no está siendo fiel a Cristo, no está sujeta a su cabeza, los obreros o las otras iglesias tienen derecho a exhortarla. No hay jerarquía humana sobre la iglesia. Cristo es la cabeza de la iglesia, pero nosotros podemos velar unos por otros, reclamando esa fidelidad a Cristo. No queremos ninguna jerarquía humana gobernando a la iglesia, pero sí queremos verla sujeta a Cristo y obediente a Cristo, y para ese efecto necesitamos el cuidado de todos, la exhortación de todos, la enseñanza de todos. ¡Alabado sea el Señor!

Así que, hermano, por unos momentos, póngase esta visión en su mente y en su corazón. Piense en la iglesia local donde usted pertenece, y concíbase por algunos segundos como la ciudad de Dios en esa localidad.

La iglesia local es la ciudad de Dios en esa localidad, y está llamada a dar testimonio del Señor, a contener y reflejar la gloria de Dios, a construir ese muro que indique que ya no hay mezcla en ella, que es pura y santa, que en ella no entra cosa inmunda o que hace abominación. Está llamada a dar testimonio de que el trono de Dios, el gobierno de Dios, la autoridad de Dios, es plenamente expresado a través de ella; que el árbol de la vida la sustenta y la alimenta, y que el río de agua viva la riega, la purifica. Ese es nuestro desafío.

Ahora, hermanos, la iglesia local, que es la ciudad de Dios en la localidad, está formada por todos los hijos de Dios que viven en esa localidad. La iglesia local, que es la ciudad de Dios, por el hecho de que es una, que no puede haber dos ni tres, incluye a todos los que Dios ha recibido y que viven en esa localidad. Si Dios los ha recibido, nosotros no podemos rechazarlos; si son hijos de Dios, son nuestros hermanos.

Así que, la iglesia local, que es la ciudad de Dios, que está llamada a manifestar la plenitud de Dios en esa localidad, tiene que reunirse bajo el principio de la localidad. ¿Y cuál es ese principio? Que somos una sola iglesia, que somos un solo cuerpo, que formamos parte de una sola ciudad, con todos los que Dios en esa ciudad ha recibido; que somos uno con todos los que invocan el nombre del Señor en esa localidad.

El desafío de la unidad de la iglesia

Así que, cuando estamos hablando de la restauración del testimonio del Señor, en este punto es necesario que volvamos a desafiarnos con respecto a la unidad de la iglesia. Nosotros solos –dicho de manera exclusiva– no podemos confesarnos la iglesia local. No podemos en nuestro corazón, ni en nuestra actitud, ni en nuestra declaración, dejar a ningún hijo de Dios fuera.

Que el Señor nos ayude para no cerrarnos. El hermano Christian Chen también lo dijo en la Conferencia anterior. Dijo que nosotros seguimos el camino de Filadelfia, pero no nos podemos declarar Filadelfia, no nos podemos poner la etiqueta ‘Somos la iglesia de Filadelfia’. Podemos participar del camino que nos muestra la revelación de esa iglesia, pero el día que nosotros decimos ‘Yo soy Fila-delfia’, entonces nos hemos convertido en la iglesia de Laodicea.

Porque cuando nos cerramos, hermanos, ¿saben lo que ocurre? Decimos a partir de ese momento: «Somos la iglesia local. Que vengan todos los que quieran a sumarse a la iglesia local». Como nosotros ya lo somos, a los demás, ¿qué les queda? Venir a sumarse a nosotros. Sin embargo, nuestra actitud no debe ser esperar que los demás vengan a nosotros, que somos la iglesia local, sino nosotros, ‘errantes soñadores’, vamos en busca de nuestros hermanos.

El hermano Christian nos enseñó el año pasado que Israel ha tenido dos regresos, de dos cautiverios. En el primero, Israel volvió de Babilonia, con Zorobabel, Esdras y Nehemías. Pero, a partir de 1948, Israel experimentó un segundo regreso, y esta vez fue del hecho de estar dispersos por las naciones del mundo. Entonces, él hacía esta aplicación a la iglesia: La iglesia no sólo debe salir de Babilonia, sino que también debe regresar de la división. Al igual que Israel, la iglesia está desparramada, está disgregada. Y nosotros tenemos este llamamiento del Señor no sólo a regresar de Babilonia, sino también a regresar de la división.

¿Nos ofrendaremos al Señor para esta tarea que humanamente es imposible? Cuando uno plantea esto, obviamente, vienen mil preguntas respecto de cómo, dónde, cuándo, hasta qué límites. Sí, porque hay peligros, hay desventajas, hay cientos de cosas. Pero, como nos decía el hermano Hoseah Wu, Dios quiere ganar algo en esta Conferencia. No sólo nosotros queremos ganar algo; Dios también quiere ganar algo.

La iglesia es la ciudad de Dios, y la iglesia, como la ciudad de Dios, es una en cada localidad, y está conformada por todos los hijos de Dios, aunque estén dispersos, aunque estén en las denominaciones, y aunque estén en el mundo todavía. Porque, ¿cuántos hijos de Dios hay en la localidad que todavía no han sido salvos, que todavía no han sido regenerados? Así que ni siquiera estamos hablando sólo de los que ya son, sino aun de los que han de ser. Así que no sólo la unidad de la iglesia, sino que también la evangelización, es algo que no podemos dejar a un lado, y que tenemos que tener en nuestro corazón permanentemente.

Como hoy no vamos a resolver el problema de la unidad, por lo menos yo les animo y les desafío, en el nombre del Señor, a que abramos el corazón un poco más, y a lo menos empecemos a orar. Derribemos cualquiera barrera que aún esté en nuestro corazón. Aun si nuestras declaraciones necesitan ser corregidas, hagámoslo, en el nombre del Señor. Démosle a Dios el espacio y la posibilidad de que él nos pueda convertir en soñadores como José, que –enviados por el Padre– salen en busca de sus hermanos.