Las desdichas de Job suelen ser analizadas con un sesgo de lástima hacia un hombre tan injustamente tratado. ¿Por qué sufrió de tal manera? Permítasenos proponer una interpretación un tanto diferente de las que usted tal vez conoce.

¿Le ha sucedido a usted haber conocido a personas moralmente intachables, siempre bien intencionadas, equilibradas y generosas? Ellos suelen ser abnegados filántropos, colaboradores ‘ad honorem’ de instituciones benéficas, socios de diversas organizaciones solidarias. Son personas que gozan de un gran prestigio, de mucha honra, pero en quienes usted percibe –si las mira más de cerca– algo de vanidad, un poco de suficiencia, y más de algún atisbo de justicia propia. Ante ellas usted no querría jamás comparecer para implorar misericordia. Usted evitaría exponer sus debilidades antes jueces tan perfectos. Su sola mirada tal vez le ruborice.

Ellos difícilmente podrían comprenderle, porque nunca han fracasado. Ellos no conocen mucho acerca de su “humana condición”. Son casi dioses, demasiado perfectos. ¿Ha conocido algunos así? Usted puede encontrarlos en cualquier lugar. Si son cristianos, ellos parecen personificar a la perfección las altas demandas de la ley de Dios. Si no lo son, pueden lucir su figura igualmente impecable, aunque sea con un trasfondo ateo, o agnóstico. ¡Ellos son personas muy especiales!

Pues bien. Esta rara especie humana tiene en la Biblia, en uno de sus libros más antiguos, un fiel exponente. Su nombre es Job. ¡Pero no nos engañemos!

Job no es un caso aislado, ni mucho menos. Todos los hombres somos Job. Y todos los cristianos también lo somos.

El libro de Job –y la figura de su protagonista– han sido objeto de múltiples estudios e interpretaciones. El gran tema que en él se muestra es el problema del sufrimiento de los justos. La vida y desdichas del anciano patriarca suelen ser analizadas desde variadas perspectivas, pero siempre con un sesgo de lástima o conmiseración por un hombre justo, tan injustamente tratado. ¿Fue severo Dios con él?

Un hombre justo

En el primer capítulo del libro de Job se nos presenta al personaje, rodeado de todo lo que pudiera hacer feliz a una persona. Tanto lo que era (1:1), lo que tenía (1:2-4), como lo que hacía (1:5) dan cuenta de un hombre, a todas luces, piadoso. Era Job un hombre de Dios, un hombre justo, en quien la medida de la felicidad estaba colmada.

Sin embargo, ¿cómo hemos de entender los tristes hechos que se sucedieron en su vida? En el v. 5 se nos muestra a Job desempeñando muy bien su oficio de sacerdote a favor de su familia. Todos los días ofrecía a Dios holocaustos por cada uno de sus hijos. En esto parece ser ejemplar. No obstante, ¿por qué lo hacía? ¿cuál era la motivación? Dice Job: “Quizá habrán pecado mis hijos”. Esto nos muestra que no cabía en Job la posibilidad de que él mismo hubiese pecado, y de que por ello necesitase ofrecer sacrificios a Dios. Sus hijos podían pecar, pero él no contemplaba esa posibilidad para sí mismo. Un alma quebrantada, y conocedora de su fragilidad ante Dios habría velado también –y tal vez primeramente– por su propia condición frente a Dios.

Job escondía en los fueros más íntimos de su corazón una justicia propia que tenía que aflorar y ser juzgada. Job necesitaba ser probado.

Necesidad de quebrantamiento

Si leemos el capítulo 29 comprobaremos que el corazón de Job no había arribado a un conocimiento espiritual y verdadero de su ruina, de su corrupción natural irremediable. Job no había exclamado jamás como Pablo: “¡Miserable de mí!” (Romanos 7:24), (aunque al final lo hará); no había sido examinado profundamente por la luz de Dios.

Al contrario, él dice, añorando sus días felices: “Me vestía de justicia, y ella me cubría; como manto y diadema era mi rectitud. Yo era ojos al ciego y pies al cojo. A los menesterosos era padre … Mi honra se renovaba en mí … Tras mi palabra no replicaban, y mi razón destilaba sobre ellos … calificaba yo el camino de ellos, y me sentaba entre ellos como el jefe …” (29:14-25). En el pasado, él había disfrutado sus días de gloria, y ahora el recuerdo de ellos aumenta su dolor. El sigue, pese a su severa prueba, convencido de su justicia.

Aquí no hay rastros de aborrecimiento propio ni de desconfianza en sí mismo. En este capítulo, Job se menciona a sí mismo más de cuarenta veces, en tanto que sus pensamientos apenas se dirigen a Dios cinco veces. (En el fragmento que va de los capítulos 29 al 31 Job se menciona a sí mismo alrededor de cien veces). Si añadimos el capítulo 30, en que lamenta la pérdida de su honra y de los privilegios pasados, veremos que el punto central de todo su razonamiento es el ‘yo’.

De aquí fluye una justicia, una rectitud que no glorifica a Dios, porque todo lo refiere al hombre; es el fruto exclusivo del hombre, es manufactura humana. Este relato es una versión anticipada de aquél del fariseo de Lucas 18:11-12: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros … ayuno dos veces por semana, doy diezmos de todo lo que gano.”

En el capítulo 30, los labios de Job rezuman una amargura que no corresponde a la actitud de un hombre quebrantado, en el día de su angustia: “Hijos de viles, y hombres sin nombre, más bajos que la misma tierra. Y ahora soy objeto de su burla, y les sirvo de refrán.” (vs.8-9). Sus invectivas son terribles, como las que había dirigido ya contra el día de su nacimiento (3:1-3). ¡Qué contraste con la actitud de nuestro amado Señor, humilde siempre, y manso en la más dura prueba de su vida! Job, el hombre excelente, el hombre recto y piadoso no puede producir un ápice de verdadera piedad, de verdadera mansedumbre.

Es que la verdadera justicia sólo puede asentarse en un corazón que ha sido vaciado de su propia justicia, que ha sido tocado profundamente por la luz de Dios, o por la prueba de fuego. Nuestro Dios sólo se complace en el quebrantado y humilde de espíritu, y que tiembla a su palabra (Isaías 57:15; 66:1-2).

Así pues, era preciso que el justo Job fuera probado, que su voluntad fuera quebrantada, que su confianza en sí mismo y su orgullo fueran arrancados de cuajo. Job necesitaba ser zarandeado. Dios no hubiera permitido el sufrimiento de Job, si no hubiera considerado que era absolutamente necesario. Entonces, a la hora adecuada, Dios se valió de la acción aun del mismo Satanás para lograr su propósito con su siervo. Satanás hizo con él aquello que Dios le permitió realizar (nada más), según sus altos propósitos.

Así es también con todo hijo de Dios. Las pruebas no exceden la permisión de Dios, y se reducen siempre a lo que el cristiano necesita para su bien (no más), y que puede soportar. Hay razones más que suficientes para confiar en que la mano del Señor no será más pesada de lo necesario, aunque sin duda puede ser todo lo pesada que nosotros necesitemos.

La acometida de Satanás

Un día se sucedieron rápidamente una serie de desgracias en la vida de Job: murieron sus criados, los animales y también sus diez hijos. Luego, él mismo fue herido gravemente por una sarna maligna en todo su cuerpo. En todo este tiempo (hasta el capítulo 2:10), Job mostró una perfecta justicia, retuvo su “integridad”. Esto se demuestra en el hecho de que soportó las aflicciones que Satanás le infligió, y rechazó el necio consejo de su mujer. El justo Job soportó sin tacha la difícil prueba, y en todo eso no pecó con sus labios.

Sin embargo, en su corazón había un flamígero volcán a punto de estallar. El gran hombre, aunque había sido herido, conservaba todavía entera su justicia, que “tenía asida”; había sido golpeado, pero su espíritu aún permanecía indómito.

Sus amigos

Con la llegada de sus amigos, la situación adquiere ribetes diferentes, porque despierta en Job sentimientos y pensamientos sorprendentes. Ellos vinieron para condolerse con él y consolarlo. (2:11-12). Pero su compañía silenciosa de siete días, compartiendo tácitamente el dolor, provoca en Job una extraña reacción: abre su boca y maldice el día de su nacimiento. (3:1). Luego, de ahí en adelante, su exposición se extiende como un río encabritado y amargado por las desgracias. Su pretendida “integridad” queda al descubierto. En verdad, era bastante menos que eso. No había allí mansedumbre, ni conformidad con la voluntad de Dios.

¿Qué puede decirse de sus amigos? Ellos vinieron para consolarle, pero ¿de qué modo cumplieron su propósito, si es que lo cumplieron? ¿Ayudaron a Job con sus largos discursos? Nada de eso. Ellos no fueron capaces de tocar al corazón de Job, porque ninguno de ellos conocía de verdad a Dios ni sabía cuál era el verdadero propósito de sus designios para con Job.

Elifaz, el primero que hace uso de la palabra, argumenta basándose en su propia experiencia (“Yo he visto”, 4:1-8; 5:3; 15:17). Bildad apela a la tradición para inculparle (8:8-10), y Sofar muestra un fuerte legalismo, exigiéndole justicia a un afligido (11:5-6; 13-15). Ninguno de los tres sabía cómo representar a Dios ante Job, ni tampoco cómo llevar la conciencia de Job a la presencia misma de Dios.

En vez de persuadirlo, ellos le llevaron al campo de una discusión interminable e inútil. Lo único que lograron con sus argumentos fue despertar contraargumentos. (12:2-3; 13:4-5; 16:2-4; 19:2-3,21). Todas las expresiones usadas por Job en esta parte demuestran que estaba lejos de tener ese espíritu quebrantado y esa actitud humilde que surgen como resultado de estar en la presencia de Dios.

Job se justificaba a sí mismo, pero sus amigos le inculpaban. Job no podía ver nada malo en sí mismo, en tanto que sus amigos no podían ver nada bueno en él. En esos términos, había discusión para largo.

El ministerio de Eliú

Entonces, cuando no se avizoraba ninguna salida, interviene Eliú. Y con él irrumpe un haz de luz que pone claridad en la tenebrosa escena. Eliú atribuye la sabiduría a Dios (32:8), sabe que sólo Dios puede vencer al hombre, por obstinado que sea (32:13), y declara hablar a impulsos del Espíritu que está en él (32:18). Eliú se dispone a hablar verdad (32:21-22).

Con la entrada de Eliú, tanto la experiencia, la tradición, como el legalismo, son sacados de escena para dejar lugar al “soplo del Omnipotente”. Eliú se pone del lado de Dios, y ante sus palabras, tanto Job, como sus otros amigos, guardan respetuoso silencio. (Eliú significa “Dios es él”, y aquí es claramente un tipo de Cristo). Sólo cuando se introduce a Cristo en un ambiente donde se cruzan los argumentos de la carne, se acaban las controversias y la guerra de palabras.

En las palabras de Eliú se pueden advertir dos grandes elementos: la gracia y la verdad. La verdad pone a cada uno en su justo lugar, llevando al alma al conocimiento de sí misma que le permita luego poder juzgarse a sí misma. Esto es precisamente lo que necesitaba Job. (33:8-23). Pero junto con la verdad actuando en la conciencia de Job, está la gracia, como un bálsamo para sanar su herido corazón. (33:7; 24-28). Los tres amigos anteriores habían sido severos censores de Job, jueces implacables. En sus palabras no hubo gracia ni verdad. Pero Eliú sí las conocía, como representación fiel de Aquel a quien prefiguraba (Juan 1:17).

Eliú enseña a Job que Dios prueba al hombre con propósitos definidos: “Para quitar al hombre de su obra, y apartar del varón la soberbia” (3:17); para “iluminarlo con la luz de los vivientes” (33:30). Esto con el fin, también, de “detener su alma del sepulcro” (33:18 a, 30 a).

Un hombre purificado de esta manera –por el fuego de la prueba– no se gloriará en sus obras, ni exhibirá (como tampoco lo hizo David) sus trofeos de guerra.

El hombre de Dios es separado de su obra; es quitado de en medio para que la gloria sea sólo de Dios. Luego, la soberbia es apartada de su alma (aunque no quitada definitivamente), y puede caminar inclinado bajo la conciencia de la soberanía omnipotente de Dios. Entonces, la luz de Dios inunda el corazón, y las cosas se alinean en el perfecto orden de Dios. Su alma es librada del Seol, de las sombras de la muerte.

Job no había podido ver hasta ese momento que Dios lo estaba probando (porque, efectivamente, “Dios prueba al justo”, Salmo 11:5). No sabía que Dios estaba detrás de la escena y que se servía de diversos agentes para el cumplimiento de sus nobles propósitos.

Si Job hubiese discernido que Dios estaba en ello, se habría evitado todos los altercados y contiendas, y habría obtenido más rápidamente una solución divina a sus dificultades.

En vez de enfrascarse en inútiles discusiones con los hombres se habría juzgado a sí mismo, y se habría inclinado delante del Señor en humildad y en una verdadera contrición de corazón. ¡Permítanos el Señor conocer el día de nuestra prueba, y qué es lo que Él espera de nosotros!

Pidámosle al Señor que nos conceda la gracia de ver que Él está entre nosotros y nuestras circunstancias, y no permitir que ellas se interpongan entre Él y nosotros, ocultándolo de nuestros ojos.

La retractación de Job

Luego de las palabras de Eliú, Dios mismo trata directamente con Job. (caps.38-41). ¡Maravillosos capítulos en que se nos abre la cortina celeste para ver una escena anterior a Adán, y superior a todo lo que la imaginación humana puede concebir!

Entonces, Job manifiesta los suspiros de un corazón verdaderamente arrepentido. “Yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía. Oye, te ruego, y hablaré; te preguntaré, y tú me enseñarás. De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven.” (42:3b-5). ¡Qué vuelco se ha producido en su corazón! Antes se quejaba contra Dios y contra todos; ahora, en cambio, reconoce su ignorancia y desatino.

Es que cuando uno empieza a tener pensamientos correctos acerca de Dios, entonces empieza a juzgar correctamente todas las cosas. Ahora puede juzgarse a sí mismo y verse tal como Dios lo ve. Ahora puede decir algo muy similar a lo que Pablo dijo en Romanos 7:25: “Yo soy vil” (Job 40:4 a). Y puede ubicarse en el lugar correcto delante de la santidad de Dios (42:6).

Reconocer que se es vil, y sentir un profundo aborrecimiento de sí mismo, sólo puede ocurrir luego de haber tenido una visión de la gloria de Dios: “Mas ahora mis ojos te ven” – exclama Job.

Eso es, para nosotros también, la salvaguarda contra la soberbia, contra la vanidad, y será el móvil que nos lleve a menospreciar toda ofensa.

El fin del Señor

Ahora tenemos “el fin del Señor” (Santiago 5:11). Hay lágrimas de arrepentimiento, hay el grato olor de los holocaustos, está el abrazo, y la restauración. ¡Qué magnífica escena! Dios le restituyó a Job el doble de lo que había perdido. Pero lo más importante no era tanto eso, sino el que Job se hallase espiritualmente en un nuevo terreno. Ahora conoce a Dios y se conoce a sí mismo. Todo ha sido hecho nuevo para él.

La prueba ha concluido, y el dulce fruto apacible de justicia ya se saborea. ¡Dios es bueno, y fiel, y sabio en extremo! ¡Todo lo que Él hace, o permite que ocurra a sus amados siervos, está bien! ¡Perfectamente bien!