Reflexiones en torno a las horas finales del Señor en Getsemaní.

Es noche. El Señor acaba de dejar Jerusalén con sus Once seguidores más cercanos, completamente consciente de lo que le espera. En medio de una conversación profundamente afectiva él desciende con ellos hasta el oscuro valle de cipreses, donde una vez, durante el reinado de los reyes, el fuego resplandeció, donde las abominaciones de la idolatría fueron consumidas en honor de Jehová. Aquí él atraviesa el torrente del Cedrón, sobre el cual su antecesor del linaje real, el rey David, cuando huía de su hijo Absalón, pasó descalzo y vestido de cilicio, profundamente humillado por su propia culpa y la de su pueblo.

Conmovido por recuerdos solemnes, y envuelto en la contemplación de tipos y sombras significativos, el Salvador llega a la entrada del huerto de Getsemaní (prensa de aceite) al pie del Monte de los Olivos, donde antiguos y gigantescos olivos, hasta el día de hoy, muestran al devoto peregrino el verdadero lugar donde el Señor de la Gloria lloró por la miseria humana, oró y agonizó por su redención. Nosotros sabemos que el Señor frecuentemente se retiraba a la soledad de aquel lugar apacible, después del calor y los quehaceres del día, a fin de fortalecerse una vez más para su grande obra, a través de una santa comunión con su Padre celestial. Lucas expresamente observa que él fue «como de costumbre» al Monte de los Olivos, pero sintiéndose como si nunca hubiese entrado en aquel retiro silencioso.

El himno de alabanza, con el cual él había dejado, juntamente con sus discípulos, el amistoso aposento en Jerusalén, ya había concluido hacía rato. La solemnidad del Señor había aumentado, y era evidente que su alma se tornaba cada vez más oprimida. Todos percibían el cambio en los sentimientos del Maestro, por eso los discípulos no encontraron extraño que al llegar a los portones del huerto, les dijese con profunda emoción: «Sentaos aquí, entre tanto que yo oro» (Mar. 14:32).

Los discípulos, obedientes a la orden de su Maestro, se sentaron a la entrada de aquel lugar, mientras que él, haciéndose acompañar de Pedro, Juan y Jacobo, sus amigos más cercanos, se dirigió hacia el interior del huerto. Por causa de su futura iglesia, es importante que haya testigos oculares de aquella escena solemne. Él también es impulsado a tomar a los tres discípulos consigo debido al sentimiento puramente humano de necesidad de una comunión afectuosa y reconfortante en el conflicto que se aproxima. ¡Cuán beneficioso es, en tiempos de prueba, ser rodeados de amigos que vigilan y oran con nosotros! No era extraño a Cristo ningún sentimiento humano de necesidad. Él fue hecho en todas las cosas como nosotros, pero sin pecado.

La voz que sonó a través del huerto de Edén clamó: «Adán, ¿dónde estás tú?». Pero Adán se escondió temblando detrás de los árboles del huerto. La misma voz, y con una intención similar, es oída en el huerto de Getsemaní. El postrer Adán, en cambio, no se esconde, sino que se dirige al encuentro del Alto y Sublime Ser que lo convoca delante de él, exclamando resueltamente: «¡Aquí estoy!».

Vamos a seguirlo en dirección a la oscuridad de la noche. ¡Qué admiración nos invade! ¡Los seres que allí encontramos nos resultan muy conocidos, pero cómo ha mudado su apariencia! Todos están envueltos en una misteriosa oscuridad, y la angustia de nuestros corazones aumenta a cada momento ante la visión.

Es el propio Padre eterno que aquí preside el momento. No nos queda sino exclamar con Job delante de él: «He aquí, Dios es grande y nosotros no le conocemos, ni se puede seguir la huella de sus años» (Job 36:26). Su único y bienamado Hijo aparece delante de él en una posición que podría derretir de compasión hasta la roca más dura; pero la compasión parece extraña a él, Aquel que no obstante, dice a Sion: «¡Aunque una mujer se olvide su hijo que amamanta, yo no me olvidaré de ti!». Nosotros somos tentados a irrumpir en un piadoso clamor con David: «¿Ha olvidado Dios el tener misericordia? ¿Ha encerrado con ira sus piedades?» (Salmo 77:9). ¡Observe, pues, qué escena! Una y otra vez el Hijo se lanza al seno de su Padre con ardiente súplica; mas su oído espera en vano un favorable amén desde lo Alto. No hay ni voz, ni respuesta, ni atención; como si el Eterno hubiese, con ira, retraído sus palabras: «Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás» (Salmo 50:15); como si no tuviese más corazón para Aquel que se recostaba en su pecho antes de la fundación del mundo.

La copa de horror no pasa del Sufriente afligido; por el contrario, su contenido se torna cada vez más amargo. Más fuertes suenan los clamores del Salvador agonizante, más urgente se torna su oración. Pero el Sublime Dios está en silencio, y el cielo parece trancado con millares de cerraduras. Un santo ángel, en persona, finalmente se aproxima. Pero ¿por qué solamente un ángel en vez de la inmediata y consoladora visión del Padre? ¿No parece casi una ironía que debiese ser enviada una criatura para fortalecer al Creador? ¿Y qué clase de fortalecimiento era ese que solamente fue atendido con un aumento del dolor? Pues nosotros leemos: «Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Lucas 22:44).

Ahora vamos a fijar nuestros ojos sobre el Salvador que padece. Difícilmente lo reconoceremos, tan envuelto está en una impenetrable capa de misterio y contradicción agonizantes. Él es el Hombre contemplado en el espíritu por Jeremías y descrito en las palabras: «Su corazón se conmueve y todos sus miembros tiemblan». Él es el Ser desolado que testifica de sí mismo en los Salmos: «Mas yo soy gusano, y no hombre» (Sal. 22:6). Él se presentó como el Redentor del mundo, y aún así, ¿quién parece requerir más liberación que él? Él sustenta el sublime título de «Príncipe de Paz», pero, ¿dónde hubo alguien más carente de paz que él? Vea cómo él se apega en un momento a su Padre, y en otro a meros seres humanos para confortar su alma abatida, y no encuentra lo que busca, sino que es obligado a volver desalentado. Sus ojos están llenos de lágrimas, sus labios de clamores, mientras su corazón está aplastado como en un lagar, lo que provoca un sudor como de sangre fluyendo de todas sus venas. ¿Es ese Aquel que una vez fue la fuerza del débil, el consuelo del afligido, el sostén del enfermo, el escudo del combatiente? ¿Es este el Santo de Israel, quien anteriormente estaba preparado para todo, y que alegremente exclamó: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal. 40:8).

Y ahora contemplemos también a sus discípulos, quienes llenan la medida de estas cosas incomprensibles. Mientras su Maestro está luchando con la muerte en indescriptible agonía, vemos incluso a los más selectos entre el pequeño grupo de discípulos, tirados en el suelo, vencidos por el sueño. Él los despierta, y casi les suplica que vigilen con él por apenas un poco de tiempo. Pero ellos duermen nuevamente, como si él les fuese indiferente, y dejan a su Maestro entregarse a los sufrimientos. Uno de ellos es aquel que dice: «¡Aunque todos se escandalicen, yo no!». «¡Si me fuere necesario morir contigo, no te negaré!» (Mar. 14:29, 31). Otro es el discípulo amado, el que cierta vez se reclinó en el pecho de Jesús. Y el tercero es aquel que anteriormente respondiera afirmativamente, de forma tan resuelta, a la pregunta: «¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?». ¡Ved aquí la poca confianza que puede ser puesta en la fidelidad humana!

Pero vamos a contemplar este conflicto misterioso del Getsemaní un poco más de cerca. Jesús, con sus tres discípulos, sólo se había adentrado en el Huerto unos pocos pasos, cuando «él comenzó –delante de sus ojos– a entristecerse y angustiarse en gran manera» (Mateo 26:37). Con estas palabras, el relato nos da una indicación de que algo sin precedentes venía ahora sobre él. Al mismo tiempo sugiere que la aflicción que lo acometió fue voluntariamente soportada por él, luego de la debida preparación. Marcos, según su forma peculiar de describir la escena horrible con más detalles, nos da una idea más clara del sufrimiento del Salvador, diciendo: «Y comenzó a sentir pavor y angustia» (Marcos 14:33, Biblia de Jerusalén). Él hace uso de una palabra cuyo origen sugiere una súbita y horripilante alarma delante de un terrible objeto. El evangelista, evidentemente, pretende insinuar de ese modo que la causa del temblor de Jesús debe ser hallada no en lo que puede estar pasando por su alma, sino en apariciones externas que se abalanzaban sobre él; algo se aproximó a él amenazando despedazar sus nervios, y esta visión amenazó congelar la sangre de sus venas.

Inmediatamente después del primer ataque, Jesús retorna a sus tres discípulos, con palabras que lanzan una fuerte luz sobre su más íntimo estado espiritual. Él dice: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte» (Mar. 14:34). Esto no indica sólo la medida, sino también la naturaleza y clase de sufrimiento. Nosotros leemos en seguida, que «él estaba en agonía», o, como otros autores mencionan «él luchó con la muerte». Fue en los horrores de ese estado que nuestro Fiador se sintió colocado – no sólo en la posición de un observador, sino también en la misteriosa condición de penetrar en ellos. Pese a lo que los hombres puedan decir, los horrores del Getsemaní nunca podrán ser explicados satisfactoriamente, si no se apoyan en la idea de un Mediador. Una mera representación de la muerte del pecador, no podría haberse apoderado del Santo de Israel de manera tan aplastante. Él entró en un contacto mucho mayor con «el postrer enemigo». Él vació la copa de sus terrores.

Observe ahora que el nivel de intensidad de su sufrimiento aumenta. Con la sincera confesión: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte», él se apresura a volver donde sus tres amigos, como Uno que, en su debilidad, acepta incluso el soporte y consolación más superficiales, y se dirige a ellos no ya como un maestro a sus siervos, sino como uno que está oprimido y con necesidad de fortalecimiento, a sus hermanos que tal vez puedan ser capaces de proporcionarle ayuda. «Quedaos aquí, y velad», les dice. Él quiere decir: «No me abandonen, vuestra presencia es de aliento para mí». No son ellos, sino él quien debe ser tratado con compasión.

«Quedaos aquí». En qué terribles condiciones él debe de haberse hallado, que hasta la visión de esos pobres y defectuosos discípulos parece tan deseable y benéfica para él. «Velad conmigo». Esta expresión describe más certeramente el sufrimiento de su alma. Así, aunque hay la intención de advertir a sus discípulos para que permanezcan vigilantes en esta hora de tentación, él aún clama y ruega al mismo tiempo por la solidaridad y compasión de ellos, y posiblemente hasta incluso por su intercesión.

Él apenas había pronunciado estas palabras a sus discípulos, cuando se retiró y avanzó hacia el interior del Huerto a una distancia de un tiro de piedra. Aquí nosotros lo vemos humillándose hasta el suelo, primero sobre sus rodillas, y luego sobre su rostro. Entonces el clamor suplicante se impone, por primera vez, viniendo de su alma profundamente agitada: «Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú» (Mar. 14:36). Sí, él alegremente se hubiera liberado de la copa que le era dado beber, cuyo contenido era tan horrible; pues es un Hombre real que sufre dentro de él, susceptible a todo sentimiento doloroso. Él deseaba que le fuera apartada de él, pero solamente con la condición que le era invariable, que eso debería estar de acuerdo con el consejo de la voluntad del Padre. Él dice: «Si es posible» (Mateo 26:39); sin embargo, él no quiso decir esto en un sentido general, pues él ya había dicho: «Todo es posible para ti». Mas él piensa sólo en una posibilidad condicional, dentro de los límites del propósito para el cual él había sido manifestado al mundo.

Se puede preguntar: ¿Cómo puede Cristo todavía plantear si la redención de la humanidad puede ser realizada sin la cruz y sin el derramamiento de su sangre? Sin embargo, ese no era su pensamiento. El argumento del Señor se restringe a los presentes horrores – la copa del Getsemaní. Pero dejemos que esta circunstancia nos recuerde nuevamente que la auto-renuncia del Hijo de Dios consistía esencialmente en su auto-despojamiento, hasta un cierto punto, de sus perfecciones divinas en general y, en particular, de su omnisciencia ilimitada. Como consecuencia, él estuvo en una posición de andar en el mismo camino de fe con nosotros, según la expresión del apóstol, «por lo que padeció aprendió la obediencia» (Hebreos 5:8).

La oración del divino Sufriente golpeaba la puerta de la sala de audiencia divina con toda la fuerza del fervor santo y resignación filial, mas ningún eco resonó en sus oídos. El Cielo mantuvo un profundo silencio. El Suplicante, entonces, levantándose del suelo, regresa nuevamente donde sus discípulos, pero los encuentra caídos en un sueño profundo. ¡Qué inconcebible! Él los despierta, y dice a Pedro, en primer lugar: «Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?» (Marcos 14:37). ¡Una pregunta aplastante para el presumido discípulo, justamente aquel cuya boca se había llenado de declaraciones de fidelidad, incluso hasta la muerte! Él, entonces, dirige esta advertencia solemne a los tres: «Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil» (Marcos 14:38).

Lo que llevó al Señor de regreso a sus discípulos esta vez, además de la necesidad que él tenía de consolación para su alma turbada, fue su ardiente afecto por ellos; como él mismo, ellos estaban rodeados por los poderes peligrosos e infernales. «La hora de las tinieblas», a la cual él se refirió como advertencia en una ocasión previa, había llegado finalmente. El príncipe de este mundo entraba en la escena con armadura completa. La estupefacción e inhabilidad misteriosas de los discípulos, manifiesta la influencia nociva de la atmósfera que ellos respiraban. Era, por lo tanto, necesario que ellos reuniesen todos los poderes de sus mentes y espíritu para no sucumbir a la tentación de la incredulidad y apostasía. Las palabras: «El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil» no deben ser entendidas como una disculpa para los que duermen, sino ser consideradas como una razón adicional para la advertencia que él les dirige.

El Señor regresa nuevamente al interior del sombrío huerto, y ora por segunda vez de una forma un poco alterada: «Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad» (Mat. 26:42). Uno de los evangelistas menciona que él oró con más vehemencia esta segunda vez. Él no quiere decir que el Señor haya suplicado más importunamente que antes para ser librado, sino que, al contrario, tan luego él percibió, por el silencio de su Padre celestial, que su petición fue rechazada, él se empeñó, con un creciente desprendimiento de energía, a entrar aún más profundamente en la obediencia de la fe. Entre tanto, su pavor interior seguía aumentando.

Después de levantarse de la oración, él buscó a sus discípulos nuevamente, pero los halló todavía dormidos –«durmiendo de tristeza», como la narración nos informa– «porque los ojos de ellos estaban cargados de sueño». Y siendo despertados «ellos no sabían qué responderle» (Mar. 14:40).

El Señor se retiró por tercera vez hacia la «soledad», y oró las mismas palabras. Un ángel desciende ahora al Salvador suplicante, y se aproxima a él a fin de «confortarlo». Esta aparición súbita de un ser celestial debe, en sí misma, haber conferido al Señor no poco aliento, luego de su confinamiento mental en la esfera de los hombres pecadores y espíritus perdidos. Probablemente la misión del ángel era de fortalecer su estructura agotada, y reavivar su espíritu desfalleciente, a fin de que en la última y más dolorosa parte del conflicto, por lo menos el cuerpo no sucumbiese. Pues inmediatamente después del retorno del ángel: «Estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Luc. 22:44). ¡Qué grandioso! ¿No nos es dada, a través de esto, una percepción reveladora de la naturaleza e importancia de los sufrimientos de Emmanuel, e irradia una creciente luz sobre el más oscuro y terrible momento de conflicto del Getsemaní?

Vamos a referirnos, una vez más, a aquella oración misteriosa en la cual el mundo queda muchas veces inclinado a tropezar. Se hace difícil hacer concordar el amor del Señor por la humanidad, su sumisión a la voluntad del Padre, su omnisciencia y su previa tranquilidad y resolución en anunciar los sufrimientos que lo esperaban, con el hecho de que él pudiese desear súbitamente ser libre de esos sufrimientos.

Primeramente, en cuanto a la objeción proveniente de la omnisciencia de nuestro Señor, reiteramos lo que afirmamos anteriormente. La auto-renuncia del Hijo Eterno consistió esencialmente en esto: que durante su jornada en la tierra, él se despojó del uso ilimitado de todos sus atributos divinos, y dejando aquella eternidad que está encima del tiempo y del espacio, él entró en una existencia que está circunscrita al tiempo y al espacio, a fin de que pudiese recorrer el camino de la obediencia de fe, como nosotros mismos, y en él perfeccionarse como nuestra Cabeza, Sumo Sacerdote y Mediador. Como «el siervo de Jehová», cuyo título le es aplicado en el Antiguo Testamento, su función era servir, no dirigir; aprender sumisión, no ordenar; esforzarse y luchar, mas no reinar con orgullosa tranquilidad por encima de la esfera del conflicto. ¿Cómo habría podido esto ser posible para alguien que era igual a Dios, si no existiese esta limitación de sí mismo?

Todos sus conflictos y pruebas habrían sido apenas imaginarios e irreales. Él no cesó en ningún momento de ser realmente Dios, y de estar en la posesión plena de toda la perfección divina, pero él se abstuvo de ejercer todo eso, por cuanto no le fue permitido por su Padre celestial.

Observe, en segundo lugar, que el Señor en el Getsemaní no ora para ser librado de sus inminentes sufrimientos de un modo general, sino solamente por la remoción de los horrores que él estaba soportando entonces. ¿Cómo él podría desear alguna cosa contraria al consejo de Dios, Aquel que cuando sus discípulos lo exhortaron a no entregarse así a los sufrimientos los reprendió tan severamente? Él solamente pregunta si es posible que la copa pase de él, y se refiere a aquella copa solamente, cuya amargura y horrores él estaba experimentando en ese momento.

Finalmente, la duda en cuanto a si la urgencia de la oración de Cristo estaba en conformidad con su amor por los pecadores tanto como con su sumisión al consejo del Padre, es completamente carente de fundamento. Él solamente pregunta a su Padre, sin violentar el trabajo de la redención, si esta copa pudiera pasar de él. El tiene en vista sólo esta posibilidad condicional y no reivindica la omnipotencia divina para su liberación. Eso es claramente mostrado por ello que precede a su pregunta: Dice: «Padre, todo es posible para ti», por medio de lo cual él quiere decir: «Yo bien sé que mi conflicto terminará satisfactoriamente para ti, mas ¿podrías desear que acabe sin frustrar la redención de los pecadores? Si no, entonces rechaza mi pedido; yo beberé toda la copa hasta el fin».

Su obediencia al Padre se compara a su amor por él. El lenguaje inmutable de su corazón era: «No mi voluntad, sino la tuya». Tan pronto él se aseguró, por el silencio continuo de su Padre celestial, que el mundo no podría ser redimido de otra forma sino a través del hecho de él vaciar completamente esta copa, él no permitió que el deseo de evitar el sufrimiento fuese oído nuevamente; pero con las palabras: «Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad» (Mateo 26:42), él consumó el gran sacrificio de la resignación voluntaria de su yo sometiéndose a la voluntad del Padre.

La copa de horror fue vaciada hasta el final. Nuestro Señor se levanta del suelo y se apresura a regresar a sus discípulos. Su comportamiento, disposición y conducta fueron ahora esencialmente diferentes, y demuestran valor y conciencia de la victoria.
Lo contemplamos surgiendo triunfalmente del conflicto, y armado y preparado para todo lo que está por suceder. «¿Todavía estáis durmiendo y descansando?» (Marcos 14:41, Biblia de las Américas). Él comienza a decir con seriedad reprobadora: «Basta ya». Lo que él quiere decir es: «Ustedes no necesitan más vigilar a mi favor; yo no necesito más de la asistencia de ustedes. Mi conflicto terminó».

Pero ¿qué quiere decir la palabra «basta ya»? Qué más quiere decir sino: «El sueño de ustedes terminará ahora?». Las palabras que siguen inmediatamente requieren esta explicación: «La hora ha venido; he aquí, el Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores». Él intenta decir con estas palabras: «El cuerpo ahora está turbado, y vuestra libertad está en peligro, ¿quién podrá dormir bajo tales circunstancias?». Él sabe qué hora ha golpeado. No sin algún grado de aprensión, pero todavía como perfecto maestro de sus sentimientos, él valerosamente se prepara para ser entregado en mano de pecadores, con quienes, por esta expresión, él evidentemente se contrasta como el Santo.

«Levantaos», dice al fin, expresión de la resolución valerosa que su lenguaje suspiró. «¡Vamos», agrega, «he aquí, se acerca el que me entrega!». ¡Qué apelación espontánea es esta! El Campeón de Israel va al frente a atacar y vencer, en nuestro lugar, a la muerte, al infierno, y al diablo, en sus más fuertes dominios. Vamos nosotros en adoración a doblar nuestras rodillas delante de él y acompañarlo con aleluyas.

Así la escena más misteriosa de la que el mundo jamás haya sido testigo pasó delante de nosotros en todas sus circunstancias conmovedoras. En ningún martirio terrestre existe cosa alguna que corresponda, aunque remotamente, al conflicto del Getsemaní. Es obvio, por el contrario, que al considerarlo, nosotros tratamos con sufrimientos que son únicos en su naturaleza. Atribuyamos acciones de gracias, y bendiciones, y alabanzas a él que soportó tan grandes cosas por nosotros.

F.W. Krummacher
Tomado de The Suffering Saviour, Á Maturidade.