«Dios es severo, no me atrevo a acercarme a él».

El hijo menor se acerca al padre y con un tono decidido,  le pide su parte de los bienes, porque quiere irse de casa.  El padre se sorprende.  Intenta, infructuosamente, disuadirlo.  Él sabe que no podrá sobrevivir. ¡Es un muchacho aún!  Sin embargo, el hijo está empecinado.

El padre cede. (Total, es su vida).  Entonces el hijo se va de casa, lejos, muy lejos.  Poco le dura su dinero. Vive perdidamente.  Cuando todo lo malgasta, viene una gran hambre en aquel lugar, y comienza a faltarle.  Se arrima a un hombre rico, quien lo ocupa apacentando cerdos.  No es el mejor oficio, pero no tiene otra opción.  Muchas veces desea llenar su vientre con esa bazofia, pero ni eso le dan.

Entonces vuelve en sí y dice:  «¡Cuántos jornaleros hay en casa de mi padre que tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!»  Entonces toma una gran decisión:  ¡Decide volver a casa, y pedirle perdón a su padre!  No le pedirá (¡No!) que lo trate como a su hijo,  (¡ay, él no es digno!)  sino como a uno de sus jornaleros.

Cuando llega a casa (sí, la misma y amable casa), su padre (su anciano padre) lo ve a la distancia.  Pese a sus vestiduras andrajosas, y su aspecto innombrable, lo reconoce. (¡Oh amor profundo!)  Entonces corre a su encuentro, se echa sobre su cuello. Le besa una y otra vez.  El hijo intenta, entre sollozos, pedirle perdón.  El padre no le deja.  ¡Está preocupado de ordenar a sus siervos que lo atiendan!  Que traigan el mejor vestido. Que le pongan un anillo. Que le pongan un calzado hermoso. Que sacrifiquen el animal más gordo.  Que haya mucha comida … ¡y también fiesta!

Todo el mundo corre. ¡Nunca había mandado él con tanta urgencia! Entonces dice el padre, con voz entrecortada,  sus lágrimas todavía corriendo: «Mi hijo estaba muerto, y ha revivido. Se había perdido y lo he hallado.»

Muchos hay que no conocen a Dios. En su ignorancia, le atribuyen un carácter duro, un corazón insensible.  Muchos piensan que Dios es severo,  y que permanece alejado del hombre, ¡sin inmutarse por nada!  Es cierto, en la antigüedad,  Dios no había dado a conocer aún su precioso carácter.  Pero cuando Jesucristo vino, Dios se nos mostró.  A Dios nadie le había visto jamás, pero el unigénito Hijo ¡Él le dio a conocer!  El Señor Jesús dijo a Felipe que el que le veía a él, veía al Padre.

Antes que viniera Jesús, había muchas cosas escondidas.  Una de ellas era ésta: el corazón de Dios, cómo es Él, cómo piensa, cómo siente, y cómo ama.  La historia del hijo pródigo nos muestra cómo ama Dios a los hombres.  Todos nosotros somos este hijo necio.  Cuando pecamos en Adán, nos fuimos de la casa paterna, y vivimos perdidamente.  Dios, el Padre, espera ahora que volvamos a nuestro hogar. ¿Cómo nos recibirá Dios? ¿Nos reprochará por nuestro descarrío? ¿Nos condenará? ¡Oh, no, no, no! (Por favor, la respuesta a esa pregunta es ¡no!)

Porque en el corazón de Dios sólo hay misericordia para usted hoy. Es preciso que usted se vuelva a Él para recibir su perdón, y ser restaurado en su condición de hijo. ¿Quiere hacerlo ahora mismo?

Le invitamos a orar: «Oh Dios, he estado lejos, y he pecado contra ti; perdóname y recíbeme. Creo que Jesús pagó el precio por este perdón. Gracias, Padre. En el nombre de Jesús. Amén».