Uno de los mayores males que podrían ocurrir a los hijos de Dios, impidiéndoles alcanzar la perfección es no disfrutar del reposo de Dios en Jesucristo.

Todos los estudiosos de la Biblia coinciden en que, tanto el éxodo de Israel de Egipto, como su estada en el desierto y su entrada a Canaán son hechos históricos concretos. Sin embargo, ellos también coinciden en que son, a la vez, hechos representativos, simbólicos y con un valor trascendente en el plano espiritual: Ellos son verdaderas metáforas del caminar del cristiano.

El apóstol Pablo, luego de pasar brevemente revista a algunos de los hechos que acontecieron a Israel, lo confirma cuando dice: «Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos.» (1ª Cor. 10:11).

Siguiendo esta línea -muy ortodoxa- de interpretación bíblica, quisiéramos considerar algunos aspectos de la historia bíblica del pueblo de Israel, en el comienzo de nuestro estudio de Hebreos.

Egipto y el mundo

La vida de Israel en Egipto tuvo sólo un fugaz momento de bienestar, en los días de José. Eran los albores de la vida de Israel como pueblo, en que gozaba del protectorado del sabio gobernador judío. Era la infancia de Israel.

Para el cristiano, evidentemente, Egipto es el mundo. Antes de nacer de nuevo, él participa de la posición de destitución del mundo (muerto y bajo condenación), siguiendo la corriente que lo envuelve. (Efesios 2:1-2;12). Por algún tiempo, el mundo se le ha mostrado favorable (tal vez en los días de su adolescencia), pero pronto esa actitud cambia, apenas él despierta a su propia condición pecaminosa. Entonces, el mundo le muestra su verdadera naturaleza y su condición hostil.

Más temprano que tarde, llegó para Israel la hora del dolor. Faraón desconoce los favores concedidos otrora a este pueblo, y lo considera una grave amenaza. ¡Así que lo convierte en su esclavo! Israel pasa a servir a los intereses de Faraón. Israel es ahora sólo una fuerza de trabajo que tiene valor en la medida que produce. Sus manos sostienen la grandeza del imperio. Faraón tiene cientos de miles de esclavos judíos, que hacen el trabajo más rudo, para que Egipto pueda lucir sus blasones al mundo entero.

Poco a poco la esclavitud se vuelve insoportable, la carga es ya insostenible. El pueblo gime bajo la impiedad de un amo cruel. Sus más legítimas aspiraciones han desaparecido: un esclavo no tiene ninguna opción. La voz se levanta entonces hacia el cielo. El clamor sube, y Dios oye.

El cristiano crece en el mundo. Aunque él es un escogido de Dios, todavía no conoce su poder liberador: es un esclavo. El trabajo lo oprime, el amo que impera en el mundo -el diablo- lo subyuga. La corriente del mundo le atrapa. Sus exigencias le abruman; él debe estudiar, hacer fortuna, alcanzar el éxito. Para cada una de esas demandas, hay un esfuerzo más que realizar. Las fuerzas le faltan. Siente que en el fondo de su alma hay un hoyo profundo, siente una gran insatisfacción. Piensa que en alguna parte debe haber una solución. Tal vez, más allá de las estrellas. El no lo sabe, pero Dios ha escuchado su clamor y prepara ya su liberación.

Entonces, en su bondad infinita, y en su anticipado conocimiento y consejo, Dios dispone para su pueblo una salida. Dios prepara en el crisol del desierto un hombre para atender tal necesidad. Nace Moisés. Crece, se levanta, cae, huye y se esconde. Cuando parece que Dios ha olvidado, Él lo llama, y lo envía. El Libertador hace su entrada en Egipto. Su palabra es una palabra libertaria que conmueve las entrañas del pueblo, y los cimientos del imperio.

Dios le habla al corazón a su pueblo, y su palabra, que es también poderosa, le saca de la esclavitud. Moisés trae los juicios de Dios sobre Faraón y sobre Egipto, le vence en todos los frentes, y saca a Israel con brazo poderoso.

La sangre del cordero les ha librado del último y más severo juicio, que es la muerte misma. Mientras los primogénitos egipcios caen bajo la hoz del destructor, los hijos de Dios comen con premura del Cordero pascual, para memoria perpetua de su gran salvación.

Aquella sangre esa noche en Egipto, puesta sobre el dintel de las puertas de las casas judías es la sangre del Cordero de Dios que ha librado de una vez y para siempre a los hijos de Dios de toda condenación. ¡La condenación ha pasado! ¡El destructor no los ha podido tocar! ¡La poderosa salvación de Dios ha llegado! Aquel «veré la sangre y pasaré de vosotros» suena todavía, glorioso, en los oídos creyentes. Todavía la sangre del Cordero de Dios está vigente. Tan vigente como ayer. Y lo estará por siempre.

Aquella noche el bordón estaba en la mano de todo israelita, la masa sin levadura que sobró del pan necesario, está envuelta para llevarla. ¡Hay que marchar! ¡Egipto debe quedar atrás! ¡Canaán les espera!

Egipto deja salir a sus cautivos, y no solos: les añade voluntariamente regalos y joyas en abundancia. Egipto es devastado por los mismos egipcios, para regalar a sus ex-esclavos que se van. ¡Qué terrible es el Dios que ellos tienen! ¡Que se vayan luego, antes que ellos sean consumidos!

Dios ha dignificado a su pueblo ante los ojos de Egipto y de Faraón. Dios ha enjoyado a sus amados; salen, no como esclavos que escapan de su amo, sino como príncipes que van a adorar a su Dios al desierto.

El cristiano es conducido por el Espíritu de Dios a salir del mundo. ¡Se ve todo tan distinto ahora! El mundo le es ajeno, él tiene una nueva patria. ¡Tiene que salir! Su pie se mueve, su corazón palpita. ¡Pertenece a otro pueblo! ¡Su patria está lejana! ¡Hay que salir!

El paso del Mar Rojo

Esta salida y definitiva separación del pueblo de Israel de Egipto es tan significativa, que debe quedar una clara constancia de ella. Deberá quedar grabada, no sólo en el recuerdo y la conciencia de quienes fueron sus protagonistas, sino aún debe quedar registrada en los anales de la historia misma. Su relevancia es tal que de ella habrá una perpetua memoria.

Israel avanza a paso lento. No sólo caminan los hombres de músculos endurecidos por el trabajo diario, sino que van los abuelos debilitados por la enfermedades, y los niños marchitados por la desnutrición. Pese a todo, la alegría se desborda. Hasta los animales se unen a ella aquí y allá con sus voces tan dispares.

Sin embargo, a poco andar, una nube de polvo y el ruido de carros por retaguardia les llena de pavor: Faraón y sus carros de a caballo se acercan a galope tendido.

La encerrona es perfecta. Al frente, el mar; detrás, el ejército más poderoso de la tierra. ¿Puede haber escape para esa multitud indefensa?

El cristiano sabe que ya no pertenece al mundo. Se sabe libre de él y perteneciente a otro pueblo. Su frente se alza para mirar a lo lejos. ¿Dónde estará la meta? ¿Dónde estará Aquel que lo ha llamado «por su gloria y excelencia»? (2ª Pedro 1:3).

Avanza con paso firme; le parece que nada puede perturbar su paz y su gozo. Sin embargo, de pronto se cierne un peligro a sus espaldas. Es el diablo que emprende una persecución. Tal vez use a amigos muy cercanos. O, tal vez, a familiares muy queridos. Desde algún lugar inesperado surge la amenaza. El gozo se mezcla con un extraño dolor, que nunca antes había sentido. Es como un puñal clavado en medio del corazón.

El pueblo está encerrado entre Faraón y el mar. Los ojos se abren desmesuradamente. El corazón se llena de pavor. Las mujeres y los niños buscan refugio en el seno del padre. Los hombres gritan a Moisés. Entonces, ¡oh maravilla!, la vara de Moisés, se alza y el mar huye. Las aguas se espantan y el fuerte viento oriental deja el paso expedito. Las aguas bullen a un lado y otro del camino, formando paredes gigantescas. «Todos en Moisés fueron bautizados … en el mar …» – dirá Pablo mucho tiempo después, interpretando ese glorioso hecho. (1ª Cor.10: 2).

Faraón está vencido, y los cánticos del pueblo así lo declaran con alborozo: «Ha echado en el mar al caballo y al jinete. Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación … Echó en el mar los carros de Faraón y su ejército; y sus capitanes escogidos fueron hundidos en el Mar Rojo. Los abismos los cubrieron; descendieron a las profundidades como piedra. » (Exodo 15:1b-2; 4-5 a).

El pueblo, otrora esclavo, ha escapado, y ya está fuera de su alcance. El Mar Rojo está de por medio.

Cuando el enemigo hiere con esa primera punzada en el corazón, el cristiano se desconcierta momentáneamente, pero luego, asistido por el poder de la resurrección de Jesucristo -que está en su corazón- recobra fuerzas. Y en vez de la lágrima -que se enjuga- aparece en sus ojos un brillo desconocido. Es el valor del corazón que asoma con inusitada fuerza. ¡Sí, a la amenaza del diablo opondrá un testimonio de fe más claro aún que su primera y débil confesión de fe! ¡El bautismo! Será la demostración de una fe inclaudicable, de una decisión irrevocable. Será para él como quemar los puentes que lo unen al pasado. ¡Todos deben saber qué significa para él el mundo y quién es su Dueño ahora!

El bautismo es muerte y resurrección. El mundo queda atrás; adelante hay una nueva Tierra Deseable. La esclavitud ha terminado; la libertad comienza. El sistema corrupto ha quedado atrás, un nuevo día de justicia ya alumbra.

Al igual que Israel en el Mar Rojo, el cristiano también tiene su bautismo en las aguas. Son otras aguas, seguramente más calmadas, pero el testimonio -público- es tan firme como aquél:

¡El mundo quedó atrás! ¡Satanás está derrotado! ¡El cristiano es libre!

El Sinaí y la Ley

El paso del Mar Rojo es el inicio del peregrinar de fe en dirección a Canaán. El Mar Rojo es la separación del mundo. Egipto quedó atrás. Nunca más Israel volvió allí (aunque tuvo el deseo y la ocasión de hacerlo). La primera gran experiencia luego del Mar Rojo está en el Sinaí. Así que, hacia allá se encaminan los pasos de Israel.

El camino más corto entre Egipto y Canaán es la ruta costera; sin embargo, Israel es llevado hacia el sur, para que reciba la Ley en un ambiente de grandes demostraciones de poder de parte de Dios. Ellos entienden que la Ley es buena, y que sus mandamientos son santos y justos. Así que ellos dicen: «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos.» (Ex.19:8). Sin embargo, ellos no saben qué peso han aceptado sobre sus hombros. La Ley de Moisés es dada a un pueblo que aun camina en la carne. Se le demanda santidad y perfección a quien no puede producirla.

Así, a poco andar luego de su bautismo, el cristiano se encuentra con la Ley. No es que Dios se la imponga, son las criaturas de Dios -los ángeles, en el caso de Israel (Heb.2:2; Gál.3:19b); los mismos cristianos mayores, en el caso del cristiano (Gál.5:4,7)- quienes se la imponen. Ellos lo ponen bajo el peso de Ley de los mandamientos. Son maestros que, más por ignorancia que por maldad, quieren someter al nuevo cristiano a la esclavitud con una infinidad de ordenanzas según la carne. Él deberá vivir las enseñanzas de Jesús, autoimponiéndose para ello una férrea disciplina. Deberá producir cantidades de gozo, de amor, de paz y de bondad, sin claudicar. Aunque su ánimo esté triste y su alma agobiada.

Él aceptó de buena gana todas estas cosas. Él quería agradar a Dios. Si sus mayores le enseñan eso, ¡así deberá ser! Se siente honrado con las demandas, y al igual que Israel en el Sinaí, él dice: «Todo lo que el Señor ha dicho, eso haré.» Así, él comenzó a añadir -sin saberlo- las obras de la carne, a la fe. Él estaba lleno de gozo, el gozo del espíritu. Pero ahora, a medida que se esfuerza por agradar en la carne, el gozo se ha ido secando. El desierto de sus propios esfuerzos fallidos lo ha ido consumiendo. ¿Por qué se siente ahora triste y agobiado? ¡Ah, es que él no se ha esforzado lo suficiente! – piensa. Así que deberá esforzarse más por tenerlo. ¡Ay, y si ya no lo siente, por fingirlo!

Deberá esforzarse todo lo necesario para poder agradar a Dios. Literalmente, tendrá que someterse a todo un código de leyes acerca de cómo agradar a Dios y cómo servir, según un régimen de estricto orden. Allí habrá leyes bíblicas y también otras que no son bíblicas. Mandamientos divinos mezclados con mandamientos humanos. Estos últimos forman parte de la larga tradición que pesa sobre el grupo de que forma parte. Aunque se esfuerza, no puede agradar a los demás ni agradar a Dios. ¡Se siente podrido! ¡Qué triste suerte le espera!

La vida en el desierto

El pueblo, premunido de la Ley, avanza ahora hacia el norte; su meta: la Tierra Prometida. En el trayecto surgen inconvenientes, como era de esperar. El pueblo de Israel es un pueblo quejumbroso e iracundo. ¿Quién que viva bajo la Ley no es así? En Israel se cumplió anticipadamente la certera palabra dicha por Pablo: «Pues la ley produce ira.» (Romanos 4:15). Si se habían airado antes de Sinaí por causa del pan y el agua (Ex.15:22-17:7), se quejan mayormente ahora en Tabera (Núm.11) y se llenan de nostalgia por los pescados de Egipto.

En pocos meses llegan a Cades-Barnea; están en las proximidades de Canaán. Ha llegado la hora de la verdad. Es la hora de la conquista ¡Por fin la meta está a la vista! Pero, entonces, surgen algunas interrogantes, que, lamentablemente, no proceden de la fe: «¿Qué tal es el pueblo al que tendrán que desalojar? ¿Están ellos en condiciones de emprender la conquista?»

Entonces, solicitan que se envíen espías. (Deut. 1:22). Es el primer signo preocupante, aunque Moisés parece no darse cuenta de ello.  (Deut. 1:23). Ellos desconfían, no de sí mismos, sino de Dios, y temen al enemigo.

Los 12 espías van, y tras un recorrido de cuarenta días, regresan. Viene el informe lapidario y surge la reacción destemplada del pueblo. La incredulidad echa por tierra toda pretensión de conquista. Los hijos de Anac amenazan con su sola estatura.

Los hijos de Israel se ven a sí mismos como langostas; ¿y Dios? ¡A Dios no lo ven!

Cuarenta años han de pasar. Un año por cada día del infausto recorrido de los espías. La generación que recibió la Ley ha de morir. Ninguno de los que dijo: «Todo lo que has dicho, haremos» conquistará la Tierra. ¿Por qué? Ellos no caminaban por fe, sino por las obras de la Ley. La Ley es inútil para vencer a los enemigos de Dios. A los enemigos de Dios se les vence con las armas de la fe, no con las de las obras. «Todo lo que no procede de fe, es pecado». (Rom.14:23 b). Sólo Josué y Caleb están en condiciones de vencer, porque ellos creyeron.

¿Hay un espectáculo más triste que este? Israel da vueltas en círculos, interminablemente. Ellos ya no tienen metas, ellos no tienen aspiraciones. Para ellos ya no existe Canaán. El propósito de su salida de Egipto se ha desvirtuado. Ellos sólo caminan, comen y beben para morir. ¡El sentido de su peregrinar es la muerte!

Para muchos cristianos hoy, las cosas parecieran no ser diferentes. El cristiano que echa mano a la ley de las obras da vueltas en el desierto, y finalmente tiene que caer allí. El desierto es la vida cristiana vivida en la carne, como un sistema de obras, de rituales externos, sin esperanza de avanzar a Canaán hacia una plenitud de vida en Cristo. Es la vida del alma no crucificada. El cristiano sólo piensa en  saciar su hambre y su sed, y si alguna vez mira hacia lo lejos, no es hacia Canaán, sino hacia Egipto. No obstante, la fidelidad de Dios se manifiesta cada día: no le falta la nube de día y la columna de fuego de noche. El calzado no se gasta y el vestido no se envejece. Es un hijo de Dios, y como tal, disfruta de sus favores. Sin embargo, no conoce la plenitud de la vida interior. Lamentablemente, confunde la misericordia de Dios con la buena voluntad de Dios.

Cuando Dios le invita a pasar a Canaán ve sólo dificultades. Su vista se ha acostumbrado al amarillo desvaído del desierto y no puede recordar el verde intenso de los valles. No puede concebir cómo es una tierra de arroyos, de la cual fluye leche y miel. Las excelencias de Cristo le son desconocidas.

Muchos cristianos acaban su vida sin ver a Canaán. Ellos piensan que Canaán es el cielo y se consuelan con una dicha sólo futura. Ellos no saben que los lugares deleitosos son para su disfrute, hoy.

¿Quiénes entran en Canaán?

Dos clases de personas entraron en Canaán: los menores de 60 años, la mayoría de los cuales habían nacido en el desierto; algunos de ellos eran los niños que habían sido objeto de los temores de sus padres en el tiempo del informe de los espías.

Estos representan a los niños a quienes el Padre les revela su Hijo (Mat.11:25), a los que se vuelven niños para entrar en el reino. (Mateo 18:3). Y también a los jóvenes fuertes de que habla Juan. (1ª Juan 2:14 b). Estos son los que no se conforman con los secos rituales y se atreven a avanzar, dejando el desierto.

La otra clase de personas son los vencedores longevos, representados por Josué y Caleb. Ellos son los que soportan 40 años en el desierto. Pertenecen a una generación que cayó bajo los juicios de Dios. Son los sobrevivientes al sistema. Los pocos que vencen en medio de la mediocridad de la cristiandad sin incentivo ni  metas. Ellos se mantienen vigorosos y fuertes como el primer día, porque son hombres de fe. (Josué 14:10-11).

Muchos cristianos piensan que las aguas del bautismo son las únicas aguas que el cristiano debe cruzar. Sin embargo, hay otras aguas que esperan a los vencedores. Son las aguas del Jordán. En el Jordán hay un nuevo bautismo, esta vez no se trata de una separación del mundo, pues Egipto ya quedó atrás más allá del Mar Rojo. El bautismo en el Jordán le separa de las tierras áridas, de Meriba y de Masah, de una vida de incredulidad y de obras.

Pero hay más. Luego del Jordán está Gilgal. Gilgal es la circuncisión. Es la circuncisión de Cristo, de que habla Col.2:11: «En él (Cristo) fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo.» Allí se queda el viejo hombre con sus hechos, y surge un hombre nuevo, un hombre espiritual, capaz de servir a Dios en el espíritu. Sólo los que han pasado por Gilgal pueden llegar a ser vencedores.

¿Qué es Canaán?

Más allá del Jordán está la Tierra Prometida que espera a los vencedores. La Tierra Prometida es Cristo. Cristo, para ser disfrutado. Cada palmo de esa Buena Tierra espera por nosotros para que pongamos sobre ella nuestro pie. (Deut.11:24). Es un terreno casi inexplorado todavía.

Sus riquezas son inefables, y bien ameritan una detallada descripción (Deut. 8:7-10). Cada vertiente, cada flor, cada árbol. Cada surco es objeto de la mirada atenta de Dios. (Deut.11:12). ¡Oh, de verdad, Cristo es precioso! Con razón, el salmista podía decir: «Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa; Tú sustentas mi suerte. Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos; es hermosa la heredad que me ha tocado» (Salmo 16:5-6).

Pablo decía: «En quien (en Cristo) están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento.» (Col.2:3). Cristo es la Buena Tierra que esconde tesoros.

Israel no conquistó, por pereza o por cobardía, toda la tierra que Dios le dio. ¿Haremos lo mismo nosotros? Cada vericueto, cada brizna de hierba, cada metro cuadrado (por decirlo así) esconde algún tesoro que espera por nosotros. Ellos no están a la vista, para que no los hollen los cerdos. ¡Ellos están escondidos, pero no tanto como para que tú no los puedas hallar, si lo pides al Padre! Cristo es la Belleza suma, es el Don de Dios, precioso y perfecto.

Más que el Edén de Adán, más que el Canaán de Israel (las cuales son sólo figura y sombra) es el Cristo de Dios para aquellos a quienes ha sido revelado. Así que, ¡Adelante, cristianos! ¡A conquistar la Tierra!

A cada cristiano le es dada una porción de Cristo. Ningún cristiano particular puede conocerle y disfrutarle enteramente.

Tampoco puede expresarle completamente. Una porción es suficiente para el regocijo de cada uno. Pero al juntarnos todos en amor y al compartir lo que de Cristo hemos recibido, vemos a Cristo completo, expresando todas sus inefables gracias en el cuerpo que es la iglesia. ¡Entonces, toda la heredad viene a ser nuestra!

En Canaán, en Cristo, está el reposo del cristiano. Está el reposo de sus enemigos, y de Amalec, que es, por fin, destruido. (Deut.25:19). Es también el reposo de las obras de la Ley. La carne y sus obras quedan atrás. Ahora entramos al régimen del Espíritu.

En Cristo está la plenitud y la riqueza suma. En Cristo, y sólo en Él está la perfección – todo en Él es deleitoso. En Cristo somos hallados perfectos. ¡Nada menos que eso ha preparado Dios para los que le aman!