Seguir al Señor siempre ha exigido pagar un precio. El apóstol Pedro dice que Él nos dejó ejemplo para que sigamos sus pisadas. Y sus pisadas fueron de incomprensión, de cruz, de hostilidad. De la misma manera ocurre en el camino de la fe del creyente.

Un estado de cosas muy cómodo para el hombre, de pronto se rompe, y surgen dos opciones: hacer la voluntad de la carne o hacer la voluntad de Dios. Lo primero es cómodo, pero no es fácil. Cuando un destello de la verdad de Dios se ha asentado en el corazón y nos fuerza a seguir al Señor, no nos deja tranquilos.

Sí, algo se rompe y queda atrás para siempre. Al principio, cuesta dejarlo, porque allí está una gran parte de nuestra historia, a veces con capítulos muy buenos. Sin embargo, eso también tiene que morir, para dar paso a una nueva vida. Lo que se rompe no solo nos afecta a nosotros, sino también a los que nos rodean, al círculo íntimo de quienes sueñan lo mismo. Entonces surgen nuevos horizontes, pero también dolores.

Cada nuevo principio es incierto; las dudas arrecian; los argumentos van y vienen por nuestra cabeza, hasta hacer que nos duela. Y luego viene la paz que solo Dios puede dar, y las convicciones se afirman. ¡Qué de tormentas y de remansos vivimos! En los momentos difíciles nos hace bien mirar a quienes nos antecedieron, sea en la Biblia o en la historia posterior. Muchos pagaron un precio más alto que nosotros, y no desmayaron; se sostuvieron «como viendo al Invisible». Si padecemos algo por Cristo, somos bienaventurados, porque participaremos de la gloria venidera.

Siempre las cosas se vuelven añejas y gastadas en las manos de los hombres, aunque sean las mejores cosas. Solo Dios puede –si lo seguimos– mantenernos en un camino siempre nuevo, que no se marchita. Puede ser que ayer –cinco, diez años atrás– hayamos visto una visión de Dios, pero hoy esa gloria no está. En su lugar hay solo esquemas, formas, tradiciones. Está todo lo que rodea a la gloria –el cauce que ella deja– pero la gloria se ha ido.

Por eso hay necesidad de que Dios nos renueve permanentemente, que nos muestre paso a paso el camino, que nos saque de nuestra comodidad. Necesitamos revisar a la luz de Dios lo que estamos diciendo y viviendo, para que no se nos transforme en un remedo de gloria. Y eso significa pagar un precio. Puede ser tan cómodo para todos seguir tal cual estamos, pensando que ayer nos bendijo Dios haciendo esto mismo. Pero, ¡cuidado! Tal vez era esto mismo, pero entonces tenía espíritu, en cambio ahora no. En aquel tiempo temblábamos delante de Dios, vivíamos en continua dependencia, y ahora no.

Las cosas del Espíritu no se establecen ni se conservan por decreto; ellas están más allá de la carne y la sangre. Para seguir al Espíritu tenemos que pagar un precio.

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