Testimonio real de un médico judío.

M.S. Roswally

Durante la Guerra de Secesión, yo era cirujano en el ejército de los Estados Unidos, y después de la batalla de Gettysburg había cientos de soldados heridos en el hospital; algunos de ellos habían sido heridos tan severamente que tenían que ser amputados.

Uno de estos era un muchacho que no había estado en el servicio más de tres meses. Siendo demasiado joven para ser soldado, se había alistado como tambor. Cuando mi cirujano asistente y otro ayudante vinieron a darle cloroformo para la operación, él volvió la cabeza a un lado y lo rehusó. Cuando le informaron que el doctor lo había ordenado así, él dijo: «Llamen al médico».

Yo vine a su lado y le dije: «Niño, ¿por qué rehúsas el cloroformo? Cuando te hallamos en el campo de batalla, tú estabas a punto de morir y pensé que apenas valía la pena recogerte; pero cuando abriste esos grandes ojos azules, pensé que tenías una madre en alguna parte, que tal vez en ese mismo momento pensaba en su hijo. No quise que murieras en el campo y di orden para traerte aquí; pero tú eres demasiado débil para sobrellevar una operación sin cloroformo; por tanto, haces bien en aceptarlo».

Él me tomó la mano, y mirándome dijo: «Doctor, un domingo por la tarde, en la escuela dominical, cuando tenía nueve años y medio, yo di mi corazón a Jesús. Aprendí a confiar en él desde entonces y sé que puedo confiar en él ahora. Él es mi fuerza y mi aliento; él me sostendrá mientras usted me opera».

Entonces le pregunté si podía darle un poco de coñac. Me miró de nuevo, diciendo: «Doctor, cuando tenía como cinco años, mi madre se arrodilló a mi lado, puso sus brazos alrededor de mi cuello y dijo: ‘Charlie, estoy rogando a Jesús que tú nunca conozcas el sabor de las bebidas alcohólicas. Tu papá era un borrachín y el alcoholismo fue la causa de su muerte; yo he prometido a Dios que, si es su voluntad que tú llegues a adulto, tu prevendrás a los jóvenes contra los daños del alcohol’. Ahora tengo 17 años, y nunca he gustado algo más fuerte que el té o el café; y, como estoy probablemente a punto de ir a la presencia de Dios, ¿me enviaría usted allá con coñac en el estómago?».

Nunca olvidaré su mirada. En aquel tiempo, yo aborrecía a Jesús, pero respeté la lealtad de aquel muchacho hacia su Salvador; y cuando vi cuánto le amaba y confiaba en él hasta el fin, algo tocó mi corazón e hice por él lo que nunca había hecho por otro soldado – le pregunté si quería ver a su capellán. «Oh sí, señor», fue su respuesta.

Cuando el capellán vino, reconoció inmediatamente al joven que había visto muchas veces en la tienda donde tenía lugar los servicios de oración. Tomó su mano y le dijo: «Charlie, siento verte en tan triste condición». «Oh, estoy bien, señor», dijo el joven. «El doctor me ofreció cloroformo, pero lo he rehusado; entonces él quiso darme coñac, lo que también rehusé; y ahora si mi Salvador me llama, puedo ir a él con mi conciencia limpia.»

«No morirás, Charlie», dijo el capellán, «pero en caso de que el Señor te llamara, dime si hay alguna cosa que yo pueda hacer». «Capellán, por favor, tome la pequeña Biblia que está debajo de mi almohada. Tiene la dirección de mi madre. Hágame el favor de enviársela y de escribirle una carta y decirle que no he olvidado un solo día de leer una porción de la Palabra de Dios, y de rogar diariamente que Dios la bendiga – a veces durante la marcha, otras veces en el campo de batalla o en el hospital».

«¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer por ti?», preguntó el capellán. «Sí. Por favor, escríbale al superintendente de la escuela dominical en la calle Sands, Brooklyn, Nueva York, y dígale que no he olvidado las bondadosas palabras y los buenos consejos que él me dio; me han seguido a través de todos los peligros de la guerra, y ahora, en mi última hora, pido a mi Salvador que él bendiga a mi querido superintendente. Es todo».

Luego, volviéndose a mí, me dijo: «Ahora, doctor, estoy listo y le prometo que no daré ni un gemido mientras usted me opera».

Yo se lo prometí, pero no tuve el valor de tomar el bisturí sin ir antes a otro cuarto a tomar un estimulante para animarme.

Mientras cortaba la carne, Charlie Coulson no lanzó un gemido, pero cuando tomé la sierra para separar la carne del hueso, él tomó el extremo de la almohada y la puso en su boca, y lo único que yo podía oír era: «¡Oh Jesús, Jesús bendito, ayúdame ahora!». Charlie cumplió su promesa, y no profirió ni un quejido.

Venida la noche, no pude dormir; de cualquier lado que me voltease, veía esos dulces ojos azules, y cuando, por fin, me dormí, las palabras: «¡Jesús bendito, ayúdame ahora!» siguieron resonando en mis oídos. A medianoche, me levanté y fui a visitar el hospital, cosa que nunca antes había hecho, a menos de haber sido llamado especialmente, pero ¡tan grande era mi deseo de ver al muchacho!

Al llegar al hospital, el ayudante de noche me relató que algunos de los casos desahuciados habían muerto y habían sido llevados a la morgue. Pregunté: «¿Cómo está Charlie Coulson? ¿Está entre los muertos?». «No, señor,» contestó el ayudante, «duerme como un bebé».

Cuando estuve al lado de la cama del joven, una enfermera me relató que, a eso de las nueve, dos miembros de la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes) habían venido al hospital para leer y cantar un himno, acompañados por el capellán. Se habían arrodillado al lado de la cama de Charlie y habían hecho una oración fervorosa y conmovedora; después, habían cantado el más dulce de todos los himnos: «Jesús, el que ama mi alma», y Charlie había cantado con ellos. Yo no podía comprender cómo él, que había sufrido dolores tan agudos, podía cantar.

Cinco días después, él envió por mí. Ese día, por primera vez, oí un sermón evangélico. Me dijo: «Doctor, ha llegado mi hora; mi vida se acaba y no espero ver otro amanecer; pero, gracias a Dios, estoy preparado, y antes de morir, quiero agradecer a usted de todo corazón por su bondad para conmigo. Doctor, usted es judío; no cree en Jesús. ¿Me haría el favor de quedarse aquí y verme morir, confiando en mi Salvador hasta el último momento de mi vida?».

Yo traté de quedarme a su lado, pero no tuve el coraje de ver morir a un muchacho cristiano deleitándose en el amor de aquel Jesús que yo había aprendido a odiar. Por tanto, me fui de la sala precipitadamente.

Unos minutos más tarde, un ayudante que me encontró sentado en mi oficina cubriéndome la cara con las manos, dijo: «Doctor, Charlie quiere verlo». «Acabo de verlo», contesté, «y no puedo ir de nuevo». «Pero doctor, él dice que quiere verlo una vez más antes de morir». Decidí ir otra vez, para decirle algunas palabras cariñosas; pero estaba dispuesto a no dejarle ejercer la menor influencia sobre mí en cuanto a su Jesús.

Al entrar al cuarto, vi que empeoraba rápidamente, y me senté en su cama. Él tomó mi mano y dijo: «Doctor, yo le amo a usted porque es judío; el mejor amigo que yo he encontrado en este mundo fue un judío». Le pregunté quién era, y él me contesto: «Jesucristo, a quien quiero presentarle antes de morir. Doctor, ¿quiere prometerme que nunca olvidará lo que voy a decirle?». Se lo prometí, y él dijo: «Hace cinco días, mientras usted me operaba, yo rogué al Señor Jesucristo que él convierta su alma».

Estas palabras calaron profundo en mi corazón. Yo no podía entender cómo, mientras yo le causaba tan intenso dolor, él pudo olvidarse por completo de sí mismo y no pensar en nada más que en su Salvador y en mi alma inconversa. Lo único que pude decir fue: «Bueno, mi querido niño, pronto estarás bien». Me fui, y minutos más tarde él durmió «seguro en los brazos de Jesús».

Cientos de soldados murieron en mi hospital durante la guerra, pero el único funeral que presencié fue el de Charlie Coulson, el tambor. Yo lo había hecho vestir con un uniforme nuevo y ponerle en un ataúd de oficial cubierto con la bandera de los Estados Unidos. Las palabras de ese niño agonizante me tocaron profundamente. En ese tiempo, yo tenía mucho dinero, pero hubiese dado cada centavo que poseía por tener su fe en Cristo. Pero eso no se puede comprar con dinero.

¡Ay de mí! No tardé en olvidar el pequeño sermón de mi soldado cristiano, pero a él mismo no podía olvidarlo. Ahora sé que yo estaba bajo el peso de la convicción de pecado; pero luché con Cristo por cerca de diez años, con todo el aborrecimiento de un judío ortodoxo, hasta que finalmente su oración fue atendida y Dios convirtió mi alma.

Unos meses después de mi conversión, asistí a una reunión de oración en la ciudad de Nueva York. Era una de esas ocasiones en las cuales los creyentes dan testimonio del amor de su Salvador. Después que varios de ellos habían hablado, una señora de edad madura se levantó y dijo:

«Queridos amigos, tal vez ésta sea la última vez que yo tenga el privilegio de testificar por Cristo. Mi doctor me dijo ayer que mi pulmón derecho ya se ha ido, y el izquierdo está muy afectado. Sólo estaré un breve tiempo con ustedes. Pero lo que resta le pertenece a Jesús. ¡Oh, siento gran gozo al saber que encontraré a mi hijo con Jesús en el cielo! Él no sólo fue un soldado de su patria, sino también un soldado de Cristo. Fue herido en la batalla de Gettysburg y fue operado por un médico judío que amputó su brazo y su pierna, pero murió cinco días después de la operación. El capellán del regimiento me escribió una carta y me envió la Biblia de mi niño. Me decía en esa carta que mi Charlie, en su última hora, envió por el médico judío y le dijo: «Doctor, quiero decirle antes de morir que hace cinco días, mientras usted me operaba, yo rogué al Señor Jesucristo que él convierta su alma».

Al oír aquel testimonio, no pude quedarme en mi asiento. Me dirigí rápidamente hacia ella y, tomando su mano, le dije: «Dios la bendiga, mi querida hermana; la petición de su hijo ha sido concedida. Yo soy aquel médico judío por quien oró su Charlie, y su Salvador es ahora mi Salvador».