Según C. S. Lewis, en su libro El problema del dolor, para entender el amor de Dios en su justa medida debemos aceptar que el hombre no es el centro de todas las cosas. Dios no existe para el hombre. Tampoco el hombre existe para sí mismo. Debemos cambiar nuestro foco de atención del hombre a Dios.

Fuimos hechos, fundamentalmente, no para que podamos amar a Dios –y así encontrar nuestro deleite–, sino para que Dios pueda complacerse en nosotros. ¿Cómo puede él complacerse en nosotros, criaturas tan defectuosas? Pedir que el amor de Dios se contente con nosotros tal como somos, es pedir que Dios cese de ser Dios. Seguramente su amor debe verse frenado por ciertas tachas de nuestro carácter. Sí, es verdad, él nos amó siendo enemigos, y por tanto, indignos de su amor. Pero para la consumación de ese amor, para el pleno deleite, hemos de ser transformados.

Nosotros no podemos desear (menos exigir) que él se avenga a nuestras impurezas actuales, como tampoco un perro domesticado (si pudiera razonar) podría desear que, habiendo aprendido a amar al hombre, éste tolerara en su casa los ladridos, garrapatas y suciedad que llevaba en su tiempo de salvaje. Solo seremos plenamente felices cuando seamos de tal forma que Dios pueda amarnos sin recelo.

¿Es, entonces, el amor de Dios, egoísta o posesivo, ya que busca más la complacencia del amante que la felicidad del ser amado? Entre los hombres, un amante egoísta es aquel que satisface sus propias necesidades a costa de las necesidades del ser amado. Pero Dios no tiene necesidades. Como Dios, él no necesita del hombre. El amor de Dios no se origina en las bondades del hombre, sino en Dios mismo, primero, amándolo hasta darle existencia, y luego hasta hacerlo digno de ser amado. Dios es bondad. Puede dar el bien, pero no necesitarlo u obtenerlo.

El amor de Dios es esencialmente desinteresado, tiene todo para dar y nada que recibir. Ahora bien, si él dice necesitarnos, esa necesidad es algo que él ha elegido voluntariamente, y con lo cual demuestra una humildad que sobrepasa todo entendimiento. Si Dios, que no carece de nada, elige necesitarnos, lo hace simplemente por amor a nosotros. Así, concluimos que no hay egoísmo en el amor de Dios.

En su amor, Dios asigna a cada hombre un lugar en sus planes. Cuando el hombre encuentra ese lugar, alcanza la felicidad. Si busca otro lugar, no será feliz. Las demandas de Dios, aunque parezcan severas, nos guían hacia ese lugar perfecto. Dios desea nuestro bien, y nos exige amarlo, porque amarlo es nuestro mayor bien. Y para amarlo debemos conocerlo, y conociéndolo, lo adoraremos.

Pero aún más, el llamado para nosotros no es solo conocerlo, sino participar de su naturaleza, «vestirnos de Cristo». Dios se propone darnos lo que necesitamos, no lo que creemos necesitar, con miras a este fin. Esto demuestra que el amor de Dios es un amor maduro, y abundante.

423